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Tribuna
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Viaje al Ártico

Más que la llegada de inmigrantes, debería preocuparnos el que podamos bañarnos en el Báltico como si fuera el Mediterráneo

Olivia Muñoz-Rojas
Un barco de la organización Rise for Climate pide acción contra la influencia humana en el cambio climático.
Un barco de la organización Rise for Climate pide acción contra la influencia humana en el cambio climático.RISE FOR CLIMATE (Europa Press)

Este verano tuve la oportunidad de cruzar Europa en coche con mi familia y viajar hasta la Laponia sueca, la tierra de mi madre. Viajar en coche permite apreciar las distancias de un modo más real que cuando uno se desplaza en avión. Permite también experimentar los cambios de paisaje y de gentes de manera gradual y tomar cierta perspectiva sobre lo que nos une y separa entre países y lo que significa el mestizaje cultural. Como todo viaje, ofrece la oportunidad de relativizar nuestras preocupaciones cotidianas y descubrir que hay asuntos más esenciales —el cambio climático sin ir más lejos— en los que deberíamos reparar.

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Sin llegar a las dimensiones americanas o africanas, Europa sigue siendo un continente alargado, especialmente su extremo norte. Salvo excepciones, es también un continente de grandes espacios abiertos sin urbanizar, algo todavía más apreciable en la región ártica donde la densidad de población es menor a un habitante por kilómetro cuadrado. Culturalmente, pensé mientras viajaba, Europa se asemeja a un espectro de color en el que las tonalidades van mutando y confundiéndose con las siguientes: el azul en verde, el verde en amarillo... Por ejemplo, hay características estéticas en el norte de Francia que continúan observándose en Alemania, y lo mismo sucede entre el norte de Alemania y Dinamarca y entre este país y el sur de Suecia. Las fronteras oficiales —las que históricamente han sido objeto de cruentas guerras— son indicativas de estos cambios de tonalidad, pero no rompen abruptamente el espectro.

Percibí también el vínculo cultural que guardan las sociedades europeas con otros continentes, incluso aquellas más periféricas como Suecia. En el siglo XIX llegó a emigrar un tercio de la población sueca a América del Norte. Los suecos que emigraban buscaban unas condiciones climáticas y de terreno similares a las que conocían y trajeron consigo hábitos de trabajo y ocio con los que contribuyeron a moldear la idiosincrasia estadounidense. Los que regresaron portaban a su vez tendencias de ese lado del Atlántico. Hoy la impronta estadounidense sigue siendo palpable en los gustos y preferencias de los escandinavos del norte, desde el fast food hasta los coches vintage americanos. En ese inevitable vaivén de influencias que es la historia me preguntaba: ¿qué cruces entre costumbres suecas y, por ejemplo, de Oriente Próximo, se producirán conforme se asienten los refugiados de aquella región en el país nórdico y algunos regresen a sus países de origen?

En estos momentos de especial suspicacia hacia los de fuera, resulta útil reflexionar sobre el mestizaje cultural en el pasado para tratar de normalizar el fenómeno y diluir el temor que causa en cada vez más sectores: pocos de nuestros hábitos y costumbres, incluso los aparentemente más arraigados, no son de generación espontánea y aislada, sino fruto del intercambio y la fusión de tradiciones de distinto origen a lo largo del tiempo.

Nuestros hábitos y costumbres son fruto del intercambio y la fusión de tradiciones de distinto origen a lo largo del tiempo

Durante el viaje, fue, asimismo, inevitable no percatarse de la sequía en la que ha estado sumida Europa en los últimos meses. Pudimos ver campos y parques urbanos amarillos, árboles de aspecto otoñal y flores chamuscadas prácticamente a lo largo de todo el continente. En el Ártico, el habitual fenómeno del sol de medianoche confluía con temperaturas diurnas de 30 grados, creando una atmósfera tan insólita como inquietante.

Suecia no se había enfrentado antes a los incendios forestales masivos, algo que en el sur de Europa vivimos con triste normalidad en época estival. El Gobierno tuvo que pedir ayuda a la Unión Europa para controlar los cientos de incendios que se desataron sucesivamente en el país. Durante semanas, los bosques en llamas, las evacuaciones, la ausencia de medios propios para paliar el fuego, y, en general, los efectos del calor coparon portadas y tertulias. Parecía incluso que el asunto del calentamiento global iba a terminar por eclipsar el de la inmigración en la campaña electoral que ha precedido a las elecciones generales que se celebran allí este domingo, 9 de septiembre. El Partido Verde (Miljöpartiet), el que más en serio dice tomarse el cambio climático, ha mejorado sus perspectivas electorales en un país que ya es referente en política medioambiental.

Desde Andalucía hasta Laponia, el paisaje europeo está cambiando. Pero no es la llegada de desconocidos procedentes de otros continentes lo que lo está alterando de manera irreversible. Los flujos de personas y las transformaciones culturales que vive Europa son una constante en la historia del continente. La novedad que debe preocuparnos es que uno se pueda bañar en el Báltico como si del Mediterráneo se tratase. Es el cambio climático el que alterará nuestro modo de vida radicalmente. Y no para bien.

Olivia Muñoz-Rojas es doctora en Sociología por la London School of Economics e investigadora independiente. Su blog es www.oliviamunozrojasblog.com

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