El último pionero nikkei
La muerte de Humberto Sato cierra un capítulo fundamental en el estallido de la cocina peruana y su proyección en el universo culinario
La cocina nikkei acaba de perder su último pionero. La muerte hace una semana de Humberto Sato, fundador de Costanera 700, el restaurante que acabó encarnando la revolución de lo nikkei, cierra un capítulo vital en el estallido de la cocina peruana y su proyección en el universo culinario. Bastaron sesenta años para que los hijos de los japoneses llegados a Perú como mano de obra barata para las grandes haciendas agrarias, entronizaran una de las ramas culinarias más representativas de la revolución gastronómica que vive el país desde el último cambio de siglo.
La historia de la cocina nikkei, la del encuentro de las formas llegadas de Japón con los sabores y la despensa encontrada en Perú, es asunto bien reciente. Sienta sus bases a mediados de los cincuenta, se empieza a mostrar entrados los ochenta y arranca su vuelo definitivo con el siglo bien cambiado. Es una historia corta llena de referencias. Está por lo pronto la de Minoro Kunigami, creador de La Buena Muerte en los 50, o Luis Matsufuji, quien trajo a Nobu Matsuhisa a Lima para que abriera su Matsuei, el primer comedor realmente japonés de la ciudad, arrastrando con él a Toshiro Konishi, otro referente en esta historia, que nos dejó hace dos años. También cuenta el apellido Nakandakari, alumbrando una saga familiar, y los nombres de Augusto Kague y Lorenzo Kanashiro. Con ellos empezó a perfilarse una de las ramas fundamentales en la historia reciente de la cocina peruana. Décadas después la bautizarían como cocina nikkei.
Todos eran nisei, descendientes de los migrantes japoneses llegados a finales del XIX para trabajar en el campo y su cocina estaba lejos de ser japonesa. No había ni productos disponibles ni clientes dispuestos. En todo caso acentos, como el de la incorporación de salsa de soja, wasabi y nabo a los cebiches de Kanashiro, en su esquina de la Avenida Canadá, o la puesta en valor de productos del mar hasta entonces poco valorados o directamente despreciados por la cocina peruana, como el caracol, las algas, el atún o el bonito. También compartían el gusto por las verduras de la pujante colonia china, estimulando tanto el cultivo como su introducción en el recetario y la dieta local. Pero lo suyo, se mire como se mire, fueron siempre los cebiches, de escasa implantación en la época, y la cocina criolla. Los unos y la otra se administraba por lo general en locales sencillos, cuando no humildes.
Primero fueron las recetas de la cocina criolla más tradicional, encarnada en platos como las patitas con maní, el cau cau o el seco de cabrito. Luego llegaron los giros en los condimentos que rompían con lo establecido y finalmente la fusión total. Por el camino hubo un reencuentro con las formas de la cocina japonesa convencional, impulsado por la llegada de Nobu. Entre medias, una generación fronteriza encargada de abordar el encuentro entre las dos cocinas, encabezada por Rosita Yimura y Humberto Sato, dos personajes que se demuestran imprescindibles. La primera empieza a mostrar una nueva forma de cocinar en 1982, desde su pequeño local de El Callao, solo al alcance de conocidos e iniciados. El segundo, un nisei crecido como ingeniero industrial y empujado a la cocina por las consecuencias de la dictadura del general Juan Velasco Alvarado (1968-1975).
El tiradito nace del encuentro entre las tradiciones culinarias de aquellos avanzados y la nueva despensa local; las formas del usuzukuri presentado con nuevos compañeros de viaje. Muchos se lo adjudican a Humberto Sato. Su cocina empieza a concretarse en un humilde puesto de La Parada, el mercado que alimentaba la capital hasta hace pocos años, crece con su propia empresa de catering y vuelve a la cocina pública con el primer Costanera 700, en San Miguel, obligado por la devastadora crisis provocada por el primer Gobierno de Alan García. El éxito y el tiempo lo catapultarían hasta el malecón de San Isidro.
Tras él llegarían los encargados de poner el concepto al servicio de un nuevo tiempo culinario: Hajime Kasuga, hoy en el Henshin de Yakarta; Luis Arévalo, propietario de Gaman en Madrid; Mitsuharu Tsumura, responsable del exitoso Maido; y el joven Jorge Matsuda, animador de Tzuru. Esa es otra historia.
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