El matrimonio que persigue a los genocidas de Ruanda
Son matrimonio, él profesor, ella química, padres de una familia numerosa. Y también cazadores de genocidas. Dafroza y Alain Gauthier llevan 20 años persiguiendo a los responsables de la masacre de hutus sobre tutsis en Ruanda. Muchos de sus ejecutores residen, con la mayor impunidad, en territorio francés. Ellos están logrando sentarlos por fin en el banquillo
ERA UN MISIÓN que se convirtió, sin que se dieran cuenta, en una obsesión. Alain y Dafroza Gauthier han dedicado el último tercio de su vida a cazar asesinos. Esta pareja, formada por un profesor francés de secundaria y una química de etnia tutsi, fundó en 2001 el Colectivo de Partes Civiles para Ruanda (CPCR) ante la inacción de las autoridades y con el objetivo de llevar ante la justicia a los artífices del genocidio más rápido de la historia, que en 1994 se cobró la vida de cerca de 800.000 personas en un centenar de días. Les llaman “los Klarsfeld de Ruanda”, por aquel matrimonio de judíos franceses que se dedicó a cazar a los responsables del Holocausto mientras vivían escondidos en distintos puntos del planeta. Los Gauthier, en cambio, persiguen a los verdugos de la matanza de hutus sobre tutsis. “Desde hace 24 años no ha pasado un solo día sin que hablemos del genocidio”, confiesa Alain en el pequeño apartamento que han alquilado cerca del Palacio de Justicia de París, donde hasta mediados de julio se celebró el juicio contra dos alcaldes ruandeses por su supuesta participación en el exterminio. Fueron los Gauthier quienes lograron dar con ellos, quienes recogieron los testimonios necesarios para inculparlos y quienes los llevaron ante la justicia.
Planta baja, escalera D, segunda fila a la derecha. En una sala aséptica del Palacio de Justicia, desprovista de la grandeur de este edificio decimonónico, han transcurrido los últimos dos meses y medio del matrimonio Gauthier. Concentrado, Alain viste una camisa azul de manga corta perfectamente planchada en los pliegues, igual que la raya de su cabello cano, mientras toma notas de todo lo que se dice. A su lado, Dafroza, con traje de chaqueta negro y blusa marfil, busca miradas cómplices en el banquillo trasero. En el banco de los acusados se sientan los dos burgomaestres —nomenclatura heredada de los tiempos en que Ruanda fue colonia belga—: Octavien Ngenzi, de 60 años, y Tito Barahira, de 67, sospechosos de haber instigado la matanza de Kabarondo, pequeña localidad donde 2.000 tutsis fueron asesinados en una sola jornada.
Ambos detallan las incoherencias e imprecisiones de lo que sucedió en esa jornada negra. “Era el caos total, pero no tenía medios para reaccionar”, señala Ngenzi ante el tribunal. “El único civil capaz de resistir en una situación parecida sería Rambo”. Con distintos mapas topológicos en la mano, el fiscal argumenta que el lugar donde el alcalde sostiene que se encontraba aquel día dista muy poco del terreno donde tuvo lugar la carnicería. Una simple resta es suficiente para certificarlo, pero Ngenzi no logra dar con el resultado. La juez Xavière Simeoni, conocida por haber mandado a Jacques Chirac ante un tribunal por un caso de corrupción en su etapa como alcalde de París, se impacienta. “Me parece lo suficientemente ágil en el plano intelectual como para poder hacer una sencilla operación matemática”, le espeta. Al terminar, hacia la hora del almuerzo, los Gauthier se muestran convencidos de que el juicio se ha torcido a su favor. “Están fritos”, dirá Alain. El tiempo le dio la razón. Ambos terminaron siendo condenados a cadena perpetua.
Los Gauthier localizaron a los acusados en la isla de Mayotte, departamento del ultramar francés situado en el extremo norte del canal de Mozambique. “Unos amigos estaban de paso y vieron a Ngenzi”, relatan. Alain se marchó entonces a Ruanda para recoger testimonios que permitieran constituir un informe y presentar una denuncia en Francia, que cuenta con un polo judicial dedicado a los crímenes contra la humanidad, con competencia universal, creado en 2010 bajo la presidencia de Nicolas Sarkozy y el auspicio de su ministro de Exteriores, Bernard Kouchner. Los Gauthier no trabajan con listas preestablecidas. “Simplemente estamos alerta. Tenemos una red de informadores por toda Francia que nos previenen cuando lo creen conveniente”, añaden. En Ruanda llevan años entrevistándose con supervivientes, asesinos arrepentidos y algunos condenados que, sin lamentar especialmente lo que hicieron en 1994, acceden a cooperar. “Tienen la sensación de haber pagado el pato, de cumplir penas de perpetuidad por haber seguido las órdenes que dictaban otros”, afirma Alain. De esa manera han logrado abrir casos judiciales contra el capitán Pascal Simbikangwa, el sacerdote Wenceslas Munyeshyaka, el médico Sosthène Munyemana y hasta la antigua primera dama Agathe Kanziga Habyarimana, considerada por muchos como uno de los cerebros en la sombra de la matanza. Todos ellos habían rehecho sus vidas en territorio francés, donde residían con la mayor impunidad.
En Ruanda llevan años entrevistando a supervivientes y arrepentidos. “En francia tenemos una red de informadores”
Alain y Dafroza Gauthier crearon su colectivo para luchar contra la inacción existente en Francia, donde calculan que viven, aproximadamente, un centenar de responsables del genocidio. Hasta 2014, 20 años después de la matanza, no se celebró ningún juicio contra ninguno de sus participantes y la actuación francesa durante aquellos fatídicos meses de 1994, que algunos tildan de complicidad silenciosa, sigue siendo un tabú político en toda regla. Ruanda era un socio obediente, pero nunca interesó en exceso a las potencias europeas: era un país enclavado y pobre, sin interés estratégico ni codiciadas fuentes de riqueza. El genocidio fue cometido durante la llamada cohabitación entre el presidente François Mitterrand, socialista, y el primer ministro Édouard Balladur, conservador. “Por ese motivo, los dos grandes partidos franceses siempre han evitado abrir esa caja de Pandora”, señala Alain. Si Sarkozy admitió “errores” durante su mandato, nunca llegó a pronunciar la disculpa que sigue esperando el actual Gobierno ruandés. Tampoco lo hizo su sucesor, François Hollande. Los Gauthier creen que Emmanuel Macron podría dar el paso. “Es joven y podrá liberarse de esas consideraciones del pasado”, señalan.
Los Gauthier calculan que en Francia viven unos 100 responsables del genocidio; hasta 2014 no se abrió ningún juicio contra ellos
Su asociación está financiada por 250 socios que cotizan 20 euros anuales. Pero esa suma es insuficiente para sufragar los gastos judiciales. “Vivimos, sobre todo, de donativos de particulares. Para cada nuevo proceso, lanzamos un llamamiento. Hace dos años, una fundación privada nos cedió 100.000 dólares, lo que nos ha permitido vivir hasta ahora. Pero ya vamos escasos de fondos otra vez…”, lamenta Dafroza. El comité no recibe subvenciones oficiales, ni en Francia ni en Ruanda. “Nuestros enemigos dicen que volvemos de mi país con maletas llenas de dólares del Gobierno, pero es totalmente falso”, añade. “Los abogados de la defensa son muy agresivos, algo realmente execrable. Intentan impresionarnos y nos denuncian para desangrar nuestras finanzas”, añade en referencia a una denuncia presentada por el abogado de Ngenzi, Fabrice Epstein, que pretendía que Gauthier retirase los resúmenes diarios de las audiencias que cuelga en su página web, por tendenciosos y por su posible influencia en el jurado.
Epstein, joven y brillante jurista que ya defendió a Pascal Simbikangwa en 2014, en el primer juicio celebrado en Francia contra un responsable del genocidio ruandés, no disimula que se la tiene jurada a los Gauthier. “Su manera de proceder es detestable. Alimentan sus informes con declaraciones de mentirosos redomados, obtenidas de manera poco rigurosa en las cárceles ruandesas, en acuerdo total con el Gobierno del país. Me sorprende la facilidad que tienen para investigar en Ruanda”, asegura Epstein. “Además, cada vez que abren la boca consideran que es palabra santa. Toda persona que contradiga su forma de ver las cosas es demonizada y considerada agresiva, malvada e inhumana”, apunta el letrado, nieto de supervivientes del Holocausto, que no ve ninguna contradicción en el hecho de defender a un sospechoso de haber cometido crímenes contra la humanidad. “Hay cierto conflicto, pero me las arreglo con él. Teniendo la historia familiar que tengo, si hubiera que condenar a alguien por lo que hizo, me gustaría que fuera a partir de pruebas tangibles y no de mentiras”, señala. El periodista de investigación Pierre Péan, que ha defendido la actuación de Mitterrand y del Gobierno francés al apreciar que hicieron todo lo que pudieron para evitar la tragedia, también ha denunciado los métodos de los Gauthier. Los considera “dignos de la Stasi” y califica a la pareja de “delatores disfrazados con el traje respetable de los Klarsfeld”.
“Sus informes están formados por declaraciones poco rigurosas obtenidas en cárceles ruandesas”, critica un abogado
Nada sucedió como estaba previsto en la existencia de los Gauthier. Salieron de continentes distintos, en un tiempo en que la vida era un guion relativamente previsible. Alain nació hace 70 años en el seno de una familia modesta de la Ardèche, comarca escarpada del llamado macizo central francés. Dafroza llegó al mundo siete años más tarde en Astrida, nombre colonial de la actual Butare, pequeña ciudad del sur ruandés bautizada en honor de Astrid de Suecia, reina consorte de los belgas entre 1934 y 1935. Allí se conocieron a comienzos de los setenta, cuando él era un joven seminarista que impartía clases de francés en un colegio de la ciudad. La escuela de religiosas donde ella estudiaba lo solicitó durante algunos meses. Entre sus alumnas se encontraba Dafroza. “Pero no hubo nada entre nosotros”, se apresuran a puntualizar. Se perdieron de vista y se volvieron a encontrar años después en el sur de Francia, gracias a un cura que hizo de alcahuete. Dafroza había conseguido el asilo en Bélgica como refugiada política. Alain había colgado los hábitos. Se enamoraron y se instalaron en Reims, la capital del champán, donde siguen viviendo con sus tres hijos y dos sobrinos que adoptaron tras la matanza en Ruanda, en la que Dafroza perdió a 80 parientes. De esa familia solo le queda un puñado de fotos descoloridas. “Todo desapareció, hasta los árboles del jardín, el papayo y el aguacate. Cuando volví, me costó encontrar la casa. Supongo que eso es el genocidio: hacer que todo lo que te constituye desaparezca”.
En marzo de 1994, Dafroza acudió a ver a su madre a Ruanda. Tuvo que acortar el viaje ante la escalada de violencia y se marchó, incitada por su progenitora, antes de que la situación empezara a degenerar. Su madre falleció pocas semanas después en la parroquia donde se había refugiado. Su padre ya había muerto en otra matanza contra los tutsis acontecida en 1963, en la que fueron asesinadas cerca de 20.000 personas. Sus tres hijos vivieron ese exterminio casi en directo. “Recuerdo que mi hijo decía: ‘Mamá, ¡algún día te vengaré!”, rememora. Meses después decidieron subirse a un avión en dirección a Kigali. “Los llevamos al campo de batalla, a ese cementerio a cielo abierto que sigue siendo Ruanda. Y nos pusimos a hablar”, añade Dafroza. “A menudo nos sentimos culpables, pero creo que hicimos bien. Por lo menos, nuestros hijos siempre han sabido ponerle un nombre a las cosas”. Si empezaron a investigar fue para intentar entender. Aunque creen que nunca lo lograron del todo. “Más de 20 años después, creo que el cerebro humano es incapaz de comprenderlo. Mis compañeros de clase hicieron eso. Mis amigos de la universidad participaron en la matanza. Es la banalidad del mal de la que habló Hannah Arendt ejecutada por gente ordinaria. Lo puedo entender a un nivel racional, pero no humano”, responde Dafroza.
Desde 2001, todas las vacaciones escolares de la familia transcurrieron en Ruanda. La pareja solía dejar a sus hijos con unos familiares para poder dedicarse a sus actividades. “A nuestro delirio”, como dice Dafroza, con una sorna que es marca de la casa. Interrogaron a las víctimas. Aceptaron estrechar la mano de los antiguos verdugos. Bajaron a las fosas comunes. Limpiaron los huesos de los despojos humanos para identificar los cuerpos. Pero durante 13 años no sucedió nada. La creación del polo judicial francés especializado en los crímenes de guerra y contra la humanidad, a comienzos de esta década, cambió esa dinámica. Tres jueces trabajan en él a tiempo completo, junto con una decena de gendarmes con potestad para investigar los casos; tardan unos cuatro años en construir cada uno. “En 19 años hemos presentado 25 denuncias y todas ellas han estado en instrucción o lo están ahora. Es decir, que, pese a algún sobreseimiento, todas ellas han sido consideradas lo suficientemente serias”, explica Alain para contrarrestar las críticas sobre sus métodos.
Cuando alguien les habla de venganza, responden que no. Es un sentimiento que no existe en sus organismos. Si fueran partidarios del ojo por ojo, se habrían comprado un fusil, como aseguran, en lugar de perder dos décadas en los tribunales. El lema de su asociación es una cita de Simon Wiesenthal, el famoso cazador de nazis: “Justicia, no venganza”. Les mueve la voluntad de reparar lo sucedido, pero no el odio. “El odio solo hace daño a quien lo siente”, afirma Alain, que sostiene inspirarse en “valores humanistas y cristianos”. También ella, educada por monjas católicas desde muy pequeña, si bien con mayor reticencia. “Hubo gente que mató santiguándose”, recuerda. “Pero es verdad que, pese a la distancia que nos separaba al principio, ambos fuimos educados con esos valores. Yo crecí en una familia que se quería mucho. Cuando tienes esa suerte, es algo que te acompaña toda la vida, que te sirve en los momentos críticos. Cuando lo pasas mal, te incita a volver a levantarte y a seguir adelante. Es algo en lo que sigo creyendo firmemente”.
El yerno de la pareja es el escritor y rapero Gaël Faye, fenómeno literario en Francia con la novela Pequeño país (Salamandra), un relato sobre el genocidio visto por el niño protagonista, que logró vender más de 700.000 copias. “Si yo le cuento mi historia, le hablaré del número de muertos y del olor de los cadáveres. Relataré cosas que, probablemente, le harán huir corriendo”, afirma Dafroza. “Gaël ha tenido el inmenso talento de contarlo desde otro punto de vista. En su libro habla de una violencia que irrumpe en tu vida diaria sin previo aviso. Puede ser la guerra en Ruanda, pero también un atentado terrorista en París. De repente, todo cambia por completo y nunca vuelve a ser exactamente igual. Es una historia que todo el mundo puede entender”.
Hay días en que se preguntan qué les incita a seguir. Y casi nunca encuentran una respuesta satisfactoria. Preferirían pasar tiempo con sus nietas o dedicar los domingos a hacer crucigramas en lugar de traducir al francés horas de entrevistas con asesinos. Dafroza se jubiló en enero. Alain lo hizo hace varios años. Hace seis meses que su hijo menor se marchó de casa. “Me he sentido agotado física e incluso psicológicamente. Pero nunca veo otra solución que seguir adelante”, afirma él. Dafroza reconoce que siente ganas de dejarlo más a menudo que su marido. “Soy menos valerosa que él”, dice con una sonrisa triste. “Hemos recibido amenazas de muerte, contra nosotros y contra nuestros hijos, además de insultos y acusaciones falsas en las redes sociales”, señala. Y otros capítulos aún más preocupantes, como cuando dos individuos montaron guardia delante de su domicilio. “Se supone que tenían un encargo. Estaban listos a… ya sabe… a liquidarnos”, afirma Alain, casi sin osar pronunciar la palabra. “Aun así, estoy convencido de que seguiremos haciendo esto hasta el final”, asegura con más resignación que heroísmo. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio.
Hace años que Dafroza tiene un sueño recurrente. En él aparece un avión que se lleva a los asesinos a un lugar recóndito. Por arte de magia, su férreo sentido de la responsabilidad se evapora. Se libera de esa losa y empieza a vivir libre. Hasta que se despierta y observa la montaña de informes judiciales que la espera en su escritorio. “El genocidio es algo que se impone ante ti, que llega sin que lo veas venir y ya nunca te abandona. Te obliga a pensar en él cuando bebes un café o cuando tomas un aperitivo en una terraza. Se inmiscuye en tu vida, se instala en ella y luego nunca te quita sus garras de encima”, concluye. Y así encuentra, antes de cerrar la puerta de su apartamento de alquiler, una explicación a su terquedad: “Aspirar a seguir viviendo como antes es una quimera”.
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