Claudio
Díganme cómo se puede recordar con alegría cuando se muere un hombre así
Dicen que hay que recordar con alegría. Yo no puedo. Ya se ha dicho todo lo que él hizo por la edición en español: publicar a Coetzee, trasegar autores entre Latinoamérica y España. Solo por haber editado a David Foster Wallace, para mí ya era un héroe. Me decía —como a todas— “querida”, y a mí me encantaba porque sonaba a verdad. Querida, querida. Querido. Hablaba rápido y en tono bajísimo, como si todo fuera una confesión o un chisme, y en las reuniones se mantenía en un plano discreto, esfumándose de pronto sin que se supiera dónde. Una vez me dijo: “Me gustaría que mis autores me recordaran como alguien que entiende de libros. No me gustaría convertirme en un editor que solo habla de ventas. El escritor es una persona frágil. Yo siento que puedo ser desde mamá hasta guardaespaldas, y me gusta. La única relación que entiendo es de principio a fin: el trabajo con el autor a todas horas”. La frase era literal: podía cruzar el Atlántico por un día para acudir a la presentación de un autor suyo. En noviembre, algunos periodistas dábamos una charla en la Feria del Libro de Guadalajara. Él entró a la sala y nos saludamos de lejos. Se sentó a un costado, solo. En un momento cité una novela de Javier Cercas y dudé acerca de un dato. Delante de todos, y al micrófono, le pregunté: “Era así, ¿no, Claudio?”. Él asintió con la cabeza y sentí que me decía “tú tranquila, que vas bien”, contrabandeando, en un gesto que condensaba su enorme oficio de editor-grizzly, ánimo, seguridad y cariño: todo lo que alguien que escribe necesita. Lo último que vi de él, rato después, fue su espalda cuando salía de la sala. Y no lo vi más. Claudio López de Lamadrid, director editorial de Random House Mondadori, murió el viernes y dejó a dos continentes de escritores huérfanos. Díganme cómo se puede recordar con alegría cuando se muere un hombre así.
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