Wagnerianos
Lo trágico de nuestro tiempo es que carece de tragedias a pesar de ser un mundo en perpetua tragedia
Hay algo adictivo en la música de Wagner, es una droga. Conozco enganchados al músico que viajan de ciudad en ciudad para oír sus óperas gastando un dineral (a veces, sin tenerlo) hasta llegar a Bayreuth. El teatro de aquella población, levantado por el rey Ludwig de Baviera, un loco de atar que cayó en la adicción wagneriana, era y sigue siendo el teatro de ópera más incómodo, tórrido y duro de toda la especie. Y carísimo. Aun así, hay que esperar un turno de años para conseguir butaca. Eso no sucede con ningún otro músico. Baste decir que, si bien se arrepintió, el joven Nietzsche cayó preso en esa tupida red sonora. Luego pasó el resto de su vida escribiendo rabiosos panfletos contra Wagner que son un tesoro filosófico.
¿Qué tiene este artista para suscitar semejantes pasiones? El otro día, viendo El oro del Rin en el Teatro Real de Madrid, me lo preguntaba. La crítica no ha sido benévola con el evento. Yo creo que no es sensato perder la ocasión de conocer esta primera parte de la Tetralogía, la obra musical más extensa y notable de todos los tiempos, porque no es frecuente que se programe. El Rheingold es el prólogo al que siguen otras tres óperas, cada vez más largas y complejas. Aquí se presenta el mundo mítico del norte, tan opuesto al sureño, con sus dioses del trueno, sus gigantes, héroes, enanos, ondinas, montañas, grutas, un mundo que en los montajes actuales suele renegar de su magia. Es un error. Como bien vio Nietzsche, la droga de Wagner es justamente esa: el desesperado intento de crear una mitología y una tragedia modernas. Porque lo trágico de nuestro tiempo es que carece de tragedias a pesar de ser un mundo en perpetua tragedia. Wagner fue el último en intentarlo. Y, según Nietzsche, fracasó. Que cada cual lo juzgue.
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