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La ira de los marginados y el Brexit

El Reino Unido muestra lo que ocurre cuando la gente empieza a darse cuenta de que no ha recibido su parte y no puede empoderarse más que con el voto. Su cólera es vista como un terremoto

Una vecina de Glasgow frente al bloque de viviendas del que fue desahuciada con motivo de los Juegos de la Commonwealth de 2014.
Una vecina de Glasgow frente al bloque de viviendas del que fue desahuciada con motivo de los Juegos de la Commonwealth de 2014. Jeff j. mitchell (getty images)

2014 se incendió la Escuela de Arte de Glasgow. Como era un edificio único diseñado por Charles Rennie Mackintosh, se habló de su pérdida en términos de tragedia nacional. Las fotos del siniestro adornaron la primera página de todos los periódicos y algunos políticos, como Alex Salmond, entonces primer ministro, y celebridades como Brad Pitt respondieron casi al instante, movilizando cuantiosos recursos y garantizando asistencia financiera a la escuela y a los estudiantes afectados. El lugar destacado que ocupaba la Escuela de Arte en la psique nacional suscitó una respuesta oficial tan amplia que el incidente, en el que nadie murió ni resultó herido, acaparó los titulares durante días. Pero la respuesta del público no fue tan amplia. En realidad, fue muy restringida. La reacción solo provino de cierta parte del público, que de alguna manera se sentía conectada con la Escuela de Arte. A la mayoría de la gente de Glasgow le dio igual. Después de unos días de charla constante sobre el incendio, sus consecuencias y si el daño era permanente o podía remediarse, algunas personas (yo incluido) empezaron a sentirse molestas por tanta cobertura, que a su entender era desproporcionada. A muchos nos ofendió la cantidad de tiempo dedicado a esa noticia no solo porque no nos interesaba realmente el arte contemporáneo, sino porque hemos crecido en comunidades donde las cosas se queman todo el tiempo. Donde se derriban las escuelas en contra de nuestros deseos. Donde se confisca el patrimonio cultural antes de entregarlo a los inversores privados. Donde se construyen carreteras que cruzan nuestra tierra para que la gente de los barrios residenciales pueda conducir hasta lugares como la Escuela de Arte de Glasgow sin tener que soportar molestos atascos de tráfico. (…)

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Ese mismo año, Glasgow iba a ser anfitriona de los Juegos de la Commonwealth. Según los medios de comunicación y los políticos, era un momento de unidad y orgullo nacional. Pero, a la sombra de los juegos, los residentes de los distritos aledaños Bridgeton, Parkhead y Dalmarnock estaban indignados por las molestias ocasionadas en sus vidas y la falta de consultas previas. La prensa apenas se ocupó del tema. Es cierto que un par de periódicos locales le dieron cobertura, pero la noticia se perdió en el relato carnavalesco que anegaba al país. Entretanto, el Ayuntamiento de Glasgow se jactaba de la maravilla que coronaba el gran espectáculo de los juegos: un sistema público de wifi, instalado específicamente para que los ricos aficionados a los deportes de todo el mundo pudieran explorar la ciudad sin tener que cerrar su sesión en Facebook. (…) Mientras, en algunas comunidades históricamente desfavorecidas, como Cranhill, en el East End de Glasgow, seguía faltando señalización adecuada a pesar de sus sesenta y pico años de existencia, y en los centros comunitarios se ofrecía un servicio de wifi que habría dado vergüenza en los años noventa.

Los jóvenes, reñidos con el exasperado personal del centro comunitario y la policía, sembraban el miedo en la zona con actos de vandalismo e incendios. Había ramos de flores secas atados a la verja de un parque infantil, ofrenda por otra muerte sin sentido causada por el alcohol. En las comunidades como esa, los trenes no llegaban y los horarios de los servicios tenían menos valor que el papel en el que estaban impresos.

(…) Si expresabas disgusto o frustración ante la humillante desigualdad, eras un “aguafiestas”. Se te consideraba un obstáculo para el progreso o una persona incapaz de comprender el panorama más amplio del presente. No eras “constructivo”. Cuando vives en estas comunidades, siempre te da la sensación de que tus inquietudes se consideran estrechas, cortas de miras y provincianas; lo importante es lo que satisface las necesidades de la mayoría. La cual, casualmente, suele coincidir con lo que mucha gente de por aquí llamaría la “clase media”.

Tal vez eso explique por qué después del Brexit alguna gente empezó a hablar de una “intelectualidad elitista”. De ese modo intentaban describir, quizá torpemente, el fenómeno por el cual la cultura aceptada, incluidos las noticias, la política y el mundo del entretenimiento, que se les ofrecía a diario era desmentida y socavada por la realidad de sus vidas. Tal vez intentaban expresar el hecho de que el mundo que se les enseñaba como real contrastaba de un modo tan marcado con la realidad de sus vidas que solo podía concluirse que era una falsificación deliberada.

Es cierto que esa conclusión a menudo se basa en la paranoia y el desconocimiento sobre el proceso de toma de decisiones que tiene lugar en el Gobierno y los medios. El desconocimiento a menudo fomenta la creación de mitos, pues la gente completa con exageraciones los huecos de su comprensión. Pero no siempre andan desencaminadas las suposiciones. Es muy cierto que los trabajadores del ámbito de la cultura, que enmarcan, recortan y superponen el significado de los hechos para nuestro consumo, muy a menudo provienen de extracciones sociales mucho más privilegiadas que los sectores demográficos a los que atienden. Así pues, se crea naturalmente un relato cultural que desconcierta a mucha gente.

Tal vez el Reino Unido del Brexit, pese a sus disfunciones, desórdenes y vulgaridades, trasluce lo que ocurre cuando la gente empieza a darse cuenta de que no ha recibido su tajada y no tiene manera de empoderarse al margen de votar. El Reino Unido del Brexit demuestra qué pasa cuando la gente que rara vez levanta la voz decide coger el micrófono y empezar a decir a los demás de qué va la cosa. Cuando la gente vota en contra de sus propios intereses porque no cree que importe. Luego los liberales de clase media dicen que esa gente es “imbécil” y “escoria” por sorprenderse sinceramente de que sus votos realmente hayan provocado un cambio, por primera vez en sus vidas. Por suerte, la “intelectualidad elitista” y la “élite metropolitana” poseen la influencia, el capital cultural y la autonomía suficientes para construir una enorme realidad paralela cuando las inquietudes de una subclase de palurdos empiezan a colarse en el debate.

Cuando toda la cólera de la clase trabajadora se hace sentir en el ámbito de la política, con repercusiones en la cultura entera, se trata el resultado como una catástrofe natural. A raíz del terremoto político, se desata un diluvio condescendiente e histérico de comentarios en redes sociales, blogs y campañas en línea, donde se analiza el acontecimiento en términos de aniquilación, como cada vez que los especialistas, sean de derechas o de izquierdas, empiezan a sospechar que ya no cortan el bacalao. Que han sido desafiados. Que la cultura ya no se concibe teniéndolos en cuenta. Para esa gente, no salirse con la suya equivale a ser insultada.

La mañana del Brexit, los radicales, progresistas y liberales de clase media anunciaron múltiples crisis simultáneas al enfrentarse de repente al país vulgar y dividido en el que los demás llevábamos viviendo décadas. Un país cargado de violencia y racismo. Un país donde la gente se siente tan excluida de los debates dominantes que ha empezado a crear sus propias culturas paralelas e incluso sus “hechos alternativos”.

Extracto de ‘Safari en la pobreza. Entender la ira de los marginados de Gran Bretaña’ que publica hoy Capitán Swing y por el que el periodista y rapero Darren McGarvey obtuvo el Premio Orwell 2018.

Traducción de Martín Schifino.

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