El relator y el relato
Habrá que gestionar la miopía de la negociación en la cuestión catalana pero, para hacerlo, es necesario redactar la narrativa que el Gobierno no ha sabido todavía transmitir
Jane Mansbridge, que es profesora en Harvard y acaba de recibir el premio J. Skytte —el ‘Nobel’ de los politólogos—, coordinó una especie de manual para ayudar a alcanzar acuerdos políticos en un Washington cada vez más crispado. El concepto central de ese informe es la llamada ‘miopía de la negociación’; esto es, lo difícil que resulta a quienes están implicados en una disputa profunda superar sus enroques a corto plazo y mirar más allá. Es como si los adversarios necesitaran unas gafas para visualizar el beneficio compartido que se puede lograr si dialogan con realismo, ceden y pactan. Sin la capacidad de discernir lo que es o no factible y sin vislumbrar futuras ganancias colectivas, los desacuerdos seguirán siendo intratables. Pero la forma en que se ha gestionado la figura del 'relator' del diálogo en Cataluña, conectada a la coyuntura del juicio al procés y al intento de alargar la Legislatura unos pocos meses, supone un ejemplo de cómo no se debe abordar tan trascendente tarea. Las partes, en vez de asumir sus debilidades, prefieren creer en una fortaleza negociadora que en realidad no disponen. Y, en vez de poner luces largas, su prioridad pasa a ser las pequeñas victorias. Hablar es por supuesto bueno y, al final, solo podrá encauzarse la crisis abierta en 2012 con un nuevo pacto estatutario y/o constitucional que implicará cesiones y gestos. El problema es que en estos momentos no se dan las condiciones. El nacionalismo catalán sigue sin aceptar que un empate es lo máximo a lo que puede aspirar y plantea demandas inalcanzables. Es tal su autoengaño que ni siquiera se ha parado a pensar en el conflicto territorial más célebre y reciente donde se aplicaron esos ingredientes: el de Irlanda del Norte. El mediador George J. Mitchell lideró los acuerdos del Viernes Santo que impusieron el consenso en la región como única forma posible de gobernar una sociedad partida. Seguro que Torra no está pensando en nombrar vicepresidenta a Arrimadas y repartir todo el poder autonómico con la oposición. Sin embargo, ese desenlace sería hoy más plausible —dicho sea en el doble sentido de la palabra— que el de un referéndum de secesión.
Más inquietante es mirar al otro lado donde no se presume irresponsabilidad ni improvisación. La figura de un relator podría ser útil si de verdad afrontásemos un diálogo sincero. Pero, del mismo modo que el independentismo no ha medido sus fuerzas, tampoco en La Moncloa parece haber conciencia de que los españoles no han pasado por las urnas desde el triste otoño de 2017 y que no hay mandato para ejercicios audaces. La extrema debilidad parlamentaria del Gobierno aconseja limitar las negociaciones con los partidos separatistas al ya de por sí poco estético ámbito del ‘pork barrel’ y el gasto territorializado. En algún momento, es cierto, habrá que gestionar la miopía de la negociación en la cuestión catalana pero, para hacerlo, es necesario ponerse primero las gafas de cerca y redactar la narrativa que el Gobierno no ha sabido todavía transmitir. Antes que un relator que salve el presupuesto, se necesita un relato coherente para renovar nuestra convivencia.
Ignacio Molina es profesor de Ciencia Política de la Universidad Autónoma de Madrid.
Este artículo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS.
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