Tenebrosa
La historia muta y se construye a golpe de ideologías invisibilizadas que blanquean la voracidad
Llevo años comentando en escuelas de escritura El corazón de las tinieblas (1899), de Joseph Conrad. Hablamos de la brutalidad de Leopoldo II de Bélgica; de un narrador que forma parte de la marinería que, a su vez, puede identificarse con quienes reciben el relato dentro del relato y también con quienes estamos fuera leyéndolo; de los contrastes políticos, simbólicos y humanos entre selva y civilización, oscuridad y luz, Kurtz y Marlow. De la fusión del cómo y el qué en literatura. Hablamos de labilidad moral. Hablamos del corazón de las tinieblas —el lado cálido de los instintos— y de la posible oscuridad de las luces civilizatorias. Hablamos de canibalismo. Una voz retumba en la selva. El río Congo. Los presagios funestos. “¡El horror!”. En la novela de Conrad, Marlow relata cómo acude al encuentro de Kurtz y es dolorosamente irónico al descubrirnos que tiene “la misión divina” de civilizar a sus oyentes y es “emisario de la luz”. Los colonizadores —Marlow lo fue, pero narra desde el fin de una experiencia traumática— utilizan a menudo este registro grandilocuente y pseudorreligioso, que encubre intereses espurios, elementales. Marlow señala a los grandes próceres de la civilización: son quienes le contratan. Aparentemente, la identificación entre Marlow, luz y civilización se opondría a la identificación Kurtz, sombra y selva. Pero ni estas identidades ni estos contrastes son absolutos porque, a lo largo del relato, se sugiere que en la luz está la sombra, en los Marlow quedan rescoldos de los Kurtz—Jekylls y Hydes— y a veces el afán civilizador es más hipócrita y salvaje que cualquier selva. “Toda Europa contribuyó a hacer a Kurtz”: la civilización occidental produce seres que enloquecen cuando se interrogan respeto al sentido de sus acciones y su vida. Cuando rompen con la inercia. “El beneficio” es el móvil de las compañías que colonizan-espolian el Congo: no se trata de altruismo, sino de lucro. La idea —el buen corazón— que avala las invasiones esconde un fundamento económico y la creencia en que esa idea de verdad existe, destruye a seres humanos, como Marlow, como Kurtz, que llegan a “creer” en el evangelio de buena voluntad de los colonizadores.
A la violencia del colonizador-invasor —Conrad también reflexiona sobre el terreno pantanoso en que se basa este matiz— se le superpone un discurso humanitario. La depredación se justifica, no como tal, sino porque la mueve una idea filantrópica. La historia muta y se construye a golpe de ideologías invisibilizadas —es decir, buenos sentimientos— que blanquean la voracidad, el imperialismo, la acumulación de riquezas para garantizar el bienestar de un mundo frente a otro. La clarividencia de Conrad es evidente: las guerras actuales también se legitiman a partir de hermosas palabras —seguridad, libertad, democracia— que encubren intereses económicos y/o estratégicos. Pensemos en Apocalypse Now (1979), de Francis Ford Coppola. En el Premio Nobel de la Paz concedido a Henry Kissinger. En las armas venenosas ocultas en Irak. En el muro levantado en la frontera mexicana. En el agua y el petróleo. En las guerras venideras y en los daños colaterales que se llaman sencillamente muertos. En por qué Trump, pese a ser calificado de vago, homófobo, machista, racista y payaso, es uno de los nuestros. En a quién le debemos exigir racionalidad y compasión. En el origen de nuestra filantropía selectiva, y en cómo la mejor literatura mira desde lugares menos comunes, y en ocasiones anticipa: visualicemos a Sanders como próximo presidente de Estados Unidos. Hagamos fuerza.
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