Los sonidos de El Ruedo: metamorfosis de un gueto
Es un edificio de forma extravagante situado junto a la M-30 de Madrid. En 1989 fueron realojadas en él cientos de familias de varios poblados chabolistas. La música que se hace allí, una mezcla de hip-hop, flamenco y reguetón, ha ayudado a vertebrar la convivencia y a mostrar los sentimientos de sus gentes
ANA Y YESI tienen su habitación a 800 metros de uno de los clubes de natación más exclusivos de Madrid, a seis minutos en coche de la residencia de la infanta Elena, a 12 minutos pedaleando del parque del Retiro, a escasos cuatro kilómetros andando del Congreso de los Diputados… Ana y Yesi son vecinas, tienen 15 años y una cosa muy clara: quieren ser peluqueras. Para la mayoría de los madrileños, ellas viven en un gueto de payos, gitanos y quinquis junto a la carretera de circunvalación M-30. Hoy van a cruzar la frontera, una pasarela sobre la autovía que tiene grabada la frase “De Madrid al cielo” y hasta hace unas semanas dos palabras escritas con spray: Working Class.
“Perdone, ¿qué piensa usted de ese edificio de enfrente?”. Las chicas tienen una misión, encuestar a los habitantes del barrio madrileño de la Estrella, a los que pasean por el parque de Roma, para saber qué opinan sobre El Ruedo: “Uf, es un sitio conflictivo”, “Hay peleas y mucho trapicheo”, “Tiene mala fama”… Ana y Yesi no escuchan un solo piropo sobre su barrio. Ellas, que siempre lo han visto bonito, atraviesan el puente de vuelta con información suficiente para componer un reguetón que hablará de cómo lo ven los demás, de los prejuicios —propios y ajenos—, del miedo a lo desconocido… del barrio.
El Ruedo pertenece al distrito de Moratalaz (95.000 habitantes). El edificio, ideado por el arquitecto Sáenz de Oiza, es tan famoso como polémico. La mole de ladrillo naranja se planeó en forma de espiral con ventanucos hacia la M-30 para proteger a los residentes del ruido que produce el paso de cientos de vehículos por minuto. Hacia dentro, las casas tienen coloristas fachadas a modo de corrala y escaleras como tragaluces que dan a una plaza interior ajardinada.
Las primeras familias recibieron las llaves en 1989. Ya antes El Ruedo tenía estampado el sello de gueto. Desde fuera parecía una cárcel. La Comunidad de Madrid proyectó estas viviendas sociales para realojar a cientos de familias del Pozo del Huevo, histórico poblado chabolista de Vallecas que levantaron en los años cincuenta inmigrantes andaluces y extremeños. Cuando a finales de los ochenta se anunció la construcción de El Ruedo, se produjeron manifestaciones: las 350 familias de El Ruedo no eran bienvenidas. Han pasado casi tres décadas y pocos han estado interesados en difuminar el estigma social: ni los realojados, ni los vecinos de alrededor, ni los responsables autonómicos y municipales. Manuela Carmena ha sido la única alcaldesa que tras ser elegida se dio una vuelta por su interior y conversó con la gente. Se ha ganado un poco más de aprecio.
Entre los 1.500 vecinos hay de todo: albañiles, vendedores ambulantes, parados, chatarreros, trapicheros, muchos niños y algunos ancianos
Entre los 1.500 vecinos de El Ruedo hay de todo: trabajadores de la construcción, vendedores ambulantes, mecánicos, parados, expertos en mudanzas, recogedores de chatarra, trapicheros, gente honrada que madruga y vuelve tarde, muchos niños y unos cuantos ancianos. No conviven muchas nacionalidades. Hay algún magrebí, algún sudamericano y un chino, “el único comerciante chino que se ha españolizado: no abre a mediodía y a las ocho de la tarde echa el cierre”, comenta con sorna un chaval apoyado en la fachada del local. Esconder que en ese edificio que se enrosca sobre sí mismo funcionan otros códigos sería una estupidez: todo el mundo sabe lo que pasa en El Ruedo (lo bueno y lo malo), todos se ayudan (son como una gran familia) y no se roba a los de dentro. Claro que hay gente chunga, pero mucha menos de la que parece. Y claro que hay conflictos: como en muchas otras barriadas. Los taxistas no suelen acercarse, el cartero deja la correspondencia en el portal —por temor o quizá porque muchos ascensores están estropeados—, hay más latas y bolsas de plástico tiradas en el suelo de lo deseable. A la policía se la ve poco. Tanto se dice de El Ruedo que cuando entras por primera vez te sientes vigilado.
El País Semanal ha convivido durante semanas con aquellos vecinos que llegaron a los edificios de la calle de Félix Rodríguez de la Fuente siendo niños o que nacieron allí. Todos los entrevistados, la mayoría de entre 20 y 40 años, reconocen que El Ruedo ha cambiado —despacito— para bien y que la música ha conformado el hilo narrativo del barrio, unas veces como bálsamo, otras como catalizador de la rabia y la incomprensión, y siempre como punto de encuentro, orgullo y fiesta. Aquí mandan el flamenco, el reguetón, el trap, la rumba y el rap. Probablemente al otro lado de la M-30 muchos no conozcan a Los Yakis, El Coleta, Dani Jaleo, Innormal Brothers, Taner del Ruedo, Ángel Neo Sound, King Koba, Los Rarujos o Goldo Diamond. Ellos son la banda sonora real de este lugar, aunque por los altavoces con bluetooth suenen Rosalía, Ozuna, Anuel AA, Bad Bunny, Moncho Chavea, Karol G o Becky G, artistas famosos que tienen millones de suscriptores en YouTube y decenas de miles de escuchas en plataformas como Spotify.
“Cuando nació El Ruedo, la marginación quedaba encerrada en un sitio, en un realojo, y era normal que la gente lo viese peligroso. Ahora hay menos miseria, pero se ha extendido más. En todos los barrios hay desahucios, gente con problemas, delincuencia. ¿Ves muchos coches de alta gama en El Ruedo? No, solo ves utilitarios y furgonetas. Si únicamente ves un par de cochazos, significa que hay menos trapicheo. Y claro que hay gente fumando porros, como en cualquier sitio”. Quien habla es Ramsés Gallego. Su nombre artístico es El Coleta. Vivió su juventud en Moratalaz y bajaba a El Ruedo a pasárselo bien. En la plaza y sus callejones ha rodado alguno de sus videoclips. “Aquí estoy como en mi casa”, dice. El Coleta acaba de debutar como actor protagonizando el documental Quinqui Stars, dirigido por Juan Vicente Córdoba. El largometraje intenta ser una conversación entre la música quinqui de los perros callejeros de los años setenta y ochenta y la música urbana (rap y trap) que surge hoy en los barrios de la periferia de las grandes ciudades. “La música siempre crea oportunidades”, comenta Ramsés, “y si tu autoestima crece, es más difícil caer en la droga o la delincuencia. Te sientes más válido cuando subes un tema y ves que mucha gente lo escucha”.
Gabi es Mr. Nefast. Tiene 29 años y trabaja en la construcción. En el tiempo libre mezcla reggae y rap con su hermano Swen. “La música del gueto, de los gitanos, los quinquis y los traperos empieza a organizarse. Tiene algo que atrae, igual que antes el sonido de Caño Roto, el soul aflamencado. Mis primeros recuerdos de niño son de mucho barro y mucho descampado. Todo ha cambiado”.
El verano equivale siempre a jolgorio, pero ahora que el frío se ha instalado, a la calle solo bajan algunos jóvenes cuando se hace de noche. Dani Jaleo es uno de los tipos más respetados del barrio. Es payo, pero tiene acento gitano. Sus colegas de la adolescencia eran gitanos. Antes de que se ponga a rapear entre soportales, nos damos una vuelta en busca de unas cervezas. El chino ha cerrado y los supermercados más cercanos también. “No te preocupes, a la gente de El Ruedo no le falta de nada. Si necesitas un bocadillo de chorizo, un paracetamol, un cigarro suelto o una lata de cerveza, todo lo puedes comprar dentro, solo tienes que saber a quién”. Hay vecinos que sobreviven con la venta al detalle en sus propias casas. Economía sumergida.
En su cuerpo, Dani lleva tatuado el retrato de su papa fallecido, los nombres de sus hijas, flores, demonios japoneses, lobos que miran a la luna, un micrófono y una calavera con un reloj y la fecha de su nacimiento. Llegó a El Ruedo con seis años junto a sus padres y nueve hermanos. Ahora tiene 35. “El barrio estaba vacío, todo era nuevo y no había apenas coches. Había un estanque en forma de pato —hoy se ha cubierto de cemento porque cuentan que algunas mujeres lo usaban para lavar la ropa—. Tuve una infancia feliz jugando al fútbol, a la peonza y a las canicas. Payos, gitanos y quinquis juntos”. Dani era un trasto: “Tuve una época muy alocada, tres veces entré en la cárcel”. La última fue hace siete años. Al salir dejó la droga y se propuso un reseteo vital. Empezó a trabajar en la hostelería y a hacer música, rimas de denuncia social con toques autobiográficos. Canciones que recuerdan al Quiero ser libre de Los Chichos en versión hip-hop y con una guindita de flamenco. “Sufro tartamudez, pero cuando me subo a un escenario o empiezo a rapear desaparece. La música me ha ayudado a dejar la timidez, a sentirme orgulloso”. Conoce los cuatro costados del edificio y las llaves que abren todas las puertas. Hace unos meses se ha ido a vivir con su novia a Vallecas, pero todas las semanas baja a El Ruedo para visitar a su madre y a los hermanos que han sobrevivido a la miseria. Hay unos macarrones preparándose en el fuego. María Luisa le echa de menos. Dani le da besos y le susurra: “Eres una guerrera”. La madre se emociona, se siente sola. El rapero nos sube a la cubierta del bloque. “Construyeron el edificio para proteger a los vecinos del jaleo de la M-30 y lo convirtieron en una muralla de aislamiento”, explica Dani. Escuchamos voces a lo lejos. Una señora nos ha visto con unos prismáticos y da el queo. En unos minutos llegan cuatro o cinco mujeres jóvenes preguntando qué hacemos ahí arriba con una cámara. Dani Jaleo aclara la situación.
Dani colabora también con Caminar, enseñando rap y boxeo a los chavales del barrio. Esa asociación llegó con los primeros pobladores del Pozo del Huevo. Lleva 30 años acompañando a las familias. Su espacio dentro de El Ruedo se ha convertido en lugar de debate vecinal, taller, gabinete psicológico, ludoteca, local de ensayo, gimnasio… “Llegué en 2013 con prejuicios, los mismos que cualquiera. Nadie me miró mal, nadie me dijo nada. Me acogieron muy bien. Vi un barrio desfavorecido, cerrado por unas paredes físicas y simbólicas”, asegura Gonzalo Lizalde, educador social. Antes trabajó en La Celsa, el poblado de Madrid donde más droga se vendía en los años noventa. “El gueto lo mantiene la gente de fuera. La misma planificación del edificio es un error porque está cerrado al resto del barrio. El rechazo que sufrieron estas familias al llegar, con caceroladas en sus puertas, creó inseguridades, y decidieron no relacionarse con los de fuera. Lo injusto es que todavía haya segregación en las escuelas, que no puedas decir en qué calle vives, que te den cita con la trabajadora social para dentro de dos meses. Eso es maltrato”. Lizalde y sus compañeros de faena llevan décadas intentando hacer visible lo que muchos no quieren ver: que aquí también hay gente buena. “Y gente menos buena, hay de todo. Por un lado, nuestros chavales tienen que salir, ir a las fiestas de Moratalaz, a las de La Elipa, con sus capacidades, con su música; y por otro, hemos conseguido que estudiantes del colegio del Pilar acudan aquí como voluntarios. Cuando vuelven con sus amigos, estamos seguros de que cuentan la realidad que ven, que exportan empatía”.
A la escuela de música acuden desde niñas de 11 años y hasta mayores de 30. A través del reguetón o del rap aprenden a hacer rimas, a estructurar un tema, pero también a expresar sentimientos. “Muchas veces no sabemos si estamos tristes, furiosos o frustrados. Cuando lo entendemos, empezamos a componer las letras. Lo importante es pensar”, explican Julio y Adri, educador social y técnico de sonido, respectivamente. Empezaron en el barrio de Lavapiés y luego convencieron a la SGAE para sacar adelante el proyecto ConectaMad: talleres de música para el cambio. Además de prevenir actitudes violentas, machistas e intolerantes, favorecen el desarrollo personal. “Nunca ha sido tan masivo como ahora el bombardeo de música en los niños. Los padres escuchan canciones en YouTube, en Spotify, de cualquier manera y en cualquier soporte, y los niños también están ahí. Pues aprovechemos la música para lanzar mensajes, para concienciar”. Yanira, Evelyn y Toñi se hacen llamar Las Conguitos, y mientras practican un juego de mesa colombiano llamado The Hiphopers, ensayan el estribillo de un reguetón: “La familia es lo mejor que hay, cuando estamos juntos me lo paso guay”.
Tania Carrasco tiene 31 años y sus recuerdos de preadolescente no son tan bonitos. “Esto era el Bronx, al de Telepizza le robaban la moto, nos peleábamos, era la ley del más fuerte. Yo aquí vi tiros y palizas. Es verdad que siempre había un patriarca, un mediador, alguien que ponía orden, que desterraba al culpable”. Estaba acostumbrada a convivir con niños gitanos. En Carabanchel, su barrio de origen, se había criado con ellos. Tania y su hermano Ángel han estado yendo y viniendo a El Ruedo. Aquellos con los que se zurraban son hoy colegas, han muerto o no se saludan. No pasa nada. Cada uno buscó su camino. “Y de repente, con 15 o 16 años, empezamos a juntarnos payos y gitanos para escuchar música, dar palmas, fumar porros. Pasamos del odio profundo al cariño”. El rap había irrumpido para bien gracias a Tania —la Paya de Colores, la llamaban—, sus amigos y muchos más. Hoy esta tatuadora y actriz ve el barrio muy cambiado. “Y el mundo también. Mira Rosalía, va vestida como nosotros íbamos hace 15 años”. Se pasó la época de los reportajes televisivos sensacionalistas aprovechando un operativo policial o la plaga de la heroína. “Muchos pensarían que estábamos todo el día con la navaja en la mano y la chuta puesta. Ni al principio fue así”.
“Con 15 años empezamos a juntarnos payos y gitanos para escuchar música. Pasamos del odio al cariño”, dice Tania Carrasco
Cuando el rap llamó a las puertas de El Ruedo, los gitanos adultos no lo entendieron, “pensaban que el flamenco se iría al garete”, cuenta Goldo Diamond, nacido en el edificio curvilíneo hace 28 años, con tres hijos y otro en camino. “No cambiaría mi infancia en libertad aquí por nada del mundo”, asegura. Cómo se habrán quedado ahora con la llegada del reguetón y el trap. “Imagínate. El problema, o lo bueno, es que vamos moldeando nuestras canciones. El flamenco está en el corazón, es algo muy serio que hay que seguir enseñando a nuestros hijos, pero nosotros nos hemos pasado del rap al lado oscuro, al reguetón”. Goldo Diamond hace canciones que sube a Internet con Taner del Ruedo y Antonio. Ese saber adaptarse a lo que demandan los más jóvenes choca cuando hablas de las mujeres. “A nosotros no nos gusta que las mujeres gitanas bailen perreo o twerking, a nuestros ojos tienen que guardar una reputación. Igual que a nuestros niños pequeños no les ponemos reguetón; en las letras dicen virguerías, pero no son aptas para ellos”.
Cuando el rap llegó a El Ruedo, los gitanos adultos no lo entendieron. Pensaban que el flamenco se iría al garete
Hemos quedado con Los Yakis, un auténtico fenómeno musical entre los 1.500 habitantes de El Ruedo. Su tema Mi estrella tiene más de 5,5 millones de visionados en YouTube. Llegan en un Mercedes blanco muy fardón, pero decidimos salir del edificio. No paran de saludarles. El grupo —el líder es familia de Los Calis, los que compusieron la canción Heroína en 1986— lleva casi dos décadas viviendo de la música, sobre todo de las canciones de encargo. “Nos llaman de cualquier parte de España y del mundo, y nos piden que hagamos una canción dedicada a un familiar. Nos dicen el nombre, la edad y un par de datos, y nosotros montamos el tema”, dice Miguel Hernánez, El Yaki, de 40 años y nacido en El Pozo del Tío Raimundo (Vallecas). Tienen más de 4.500 canciones compuestas y encargos hasta agosto del año que viene. Alucinante. Han creado un género que mezcla flamenco, rumba y salsa. Hacen 70 bolos al año con una banda de 10 músicos en discotecas y plazas. El pasado 31 de octubre deberían haber tocado en el centro de El Ruedo, pero llovía. Por contrato, podrían haber cobrado igual. “Por respeto a los vecinos, pasamos el directo a otro día. Aquí nos quieren mucho y nos sentimos a gusto”, explica Mario, el componente más joven de Los Yakis. Fueron los primeros flamencos en ir en chándal y gorra de béisbol. “La gente en El Ruedo nos miraba y se preguntaba qué hacíamos vestidos así. Ahora que se lleva tanto, hemos decidido no ponernos adornos”. Los dos tuvieron que dejar el culto evangélico, la religión que practican muchos miembros de la etnia gitana. “No es compatible dedicarte a Dios y también a la música en un local donde la gente bebe alcohol. No es lógico, pero lo respeto”, dice Miguel. Cuando reflexiona sobre la mala imagen del barrio, no duda: “Si tú coges a 100 familias gitanas y las encierras en un ruedo, la integración será difícil. Cuando yo iba al colegio me encontraba por las mañanas a madres con pancartas diciendo: ‘Mis hijos no van a ir donde estén los gitanos’. Mis padres se esforzaron por meterme en una buena escuela, todos los días con uniforme, y al final no valió para nada”. No hace mucho de eso, 30 años. Hoy todavía se siente mal visto. Su estudio de grabación está en la Cañada Real y de vez en cuando la policía le ve con su coche de lujo y le para. “Me siguen ofendiendo con frases como ‘Tú vendes mucha droga ¿no?’, ‘¿Dónde has dejado la fregoneta y los malacatones?’. Me entra una rabia tremenda”.
Llega la despedida. En la calle hay un quad atado a la farola con las ruedas desinfladas y un patinete eléctrico de alquiler abandonado en un árbol, y más allá, ante una fachada, se acumulan sillas rotas. Muchos de los que fueron delincuentes hoy tienen familia y se ganan la vida sin hacer daño. Trapicheo siempre habrá, dónde no. Unos pagan los gastos de la comunidad y otros no tienen o no quieren. Otros tiran con la renta mínima de inserción. Hay ancianos que no salen de casa porque el ascensor no funciona. La farmacia de guardia más cercana está a medio kilómetro. Muchos ocultarán que su calle se llama Félix Rodríguez de la Fuente: curiosamente, el director de El hombre y la tierra era una persona que basaba su filosofía en que los seres vivos se perfeccionan, embellecen y se adaptan a través de la evolución. El Ruedo es como un bicho-bola, se cierra sobre sí mismo cuando se siente atacado. El gueto ha marcado a sus habitantes, para bien y para mal.
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