El espinoso relato del terror
El diario, creen varios lectores, bordeó la frontera entre el rigor y el sensacionalismo con la historia del neonazi Estébanez
El ataque terrorista del día 15 en Nueva Zelanda y sus repercusiones en España han reactivado el debate sobre esa delgada línea que separa el rigor del sensacionalismo, la información de la propaganda buscada por fanáticos, la transparencia del morbo.
EL PAÍS, creen varios lectores, bordeó esta vez esa frontera. La polémica se agrió después de publicar el día 23 la historia de Josué Estébanez, el neonazi que mató en 2007 en Madrid al antifascista Carlos Palomino. El diario la difundió porque el supremacista de Nueva Zelanda llevaba escrito en su armamento el nombre de Estébanez.
La información sobre Josué incluía un fotograma del momento en el que el entonces militar, de 23 años, acuchilló en el metro a Palomino, de 16. Desde aquel momento, Estébanez es un referente en foros neonazis.
El artículo se titulaba El oscuro culto global al asesino del metro. “… Al cual se suma ahora EL PAÍS”, me espetó desde Zaragoza José Luis López de Lizaga, “sacando en portada (de la web) esa foto espantosa, totalmente irrespetuosa con la víctima y morbosa, propia de la burda prensa sensacionalista”. La imagen, protestó Guillermo Marcus, “hiere la sensibilidad del público, ofende a la familia de la víctima (…) y no está al nivel de una publicación seria”.
El periódico publicó solo ese fotograma porque la dirección decidió no publicar el vídeo del asesinato, si bien la escena completa del crimen apareció el sábado un rato en la web por un error en la cadena de producción. Ese vídeo, que está en cientos de webs y redes, lo obtuvo EL PAÍS en exclusiva en 2009, y entonces sí lo difundió con permiso de la madre de Palomino.
La orden inicial de no publicar el vídeo y tampoco el del terrorista neozelandés matando a musulmanes prueba, aducen responsables del diario, que el periódico no buscó el morbo.
La información sobre Josué, que aportaba una imagen suya de una web neonazi extranjera con frases elogiosas para el extremista español, aludía al peligro de contagio del terror. Ese peligro creyó verlo en esa historia Pedro Hernández, que vive en Singapur. El artículo, escribió, “es más el relato de un antihéroe que puede inspirar a otros que una pieza de periodismo digna de su periódico”.
Luis Gómez, redactor jefe de la sección de Madrid, cuenta que el texto se elaboró tras un debate interno al constatar que el asesino era tratado en algunas webs y redes sociales como un patriota y un héroe. “Eso es lo que contamos: cómo ciertos actos se modifican en la Red y cómo un asesino termina siendo glorificado”. “¿Hemos hecho propaganda de esos grupos? ¿Debimos haber ocultado nombres y alguna foto?”, se pregunta Gómez, quien plantea un asunto clave: “A estas alturas, la capacidad de los medios tradicionales para contrarrestar la virulenta capacidad de difusión que tienen las redes sociales es tan limitada que ciertas actitudes de extrema moderación carecen de influencia”.
El mismo día de la historia sobre Josué el periódico publicó otra información titulada Un ejército para rastrear el odio. En ella, la periodista Rosario G. Gómez contaba que las grandes plataformas tienen miles de trabajadores para detectar y borrar contenidos racistas, sexistas o terroristas de la Red.
Ese problema lo sufre también EL PAÍS. Varias personas me alertaron de comentarios racistas de algunos lectores en nuestra web al hilo del ataque de Nueva Zelanda o de Josué.
Tomás Guariños Viñals denunció la aparición de textos que “enaltecen, justifican y aplauden dichos asesinatos”. Un mensaje similar me envió Fernando Miranda, mientras otro lector se quejaba de la “permisividad” del diario con comentarios “que hacen una clara apología de la violencia y el fascismo”.
Tenían razón. Hice llegar las denuncias a Interactora, la empresa externa responsable de la moderación de esos escritos, que eliminó, dijo, “un gran número de comentarios”.
Ese factor enturbia más el viejo debate sobre cómo cubrir los atentados y cuáles son los límites cuando surgen circunstancias nuevas en cada ataque. ¿Quién iba a prever hasta hace poco que una matanza sería retransmitida en directo por su propio autor? ¿O que una primera ministra, como la neozelandesa Jacinda Ardern, se negara a citar el nombre del terrorista?
Javier Lesaca, doctor en Historia e investigador visitante de la Columbia University, ha estudiado estos fenómenos. Sostiene que “los medios de comunicación tienen la obligación de informar sobre las acciones de terror”. No cree en la autocensura, pero precisa que hay que reflexionar sobre “el encuadre con que se informa”. “Hay que ser muy cuidadosos a la hora de identificar y evitar símbolos visuales que los terroristas buscan que se difundan”.
Estos días hemos aireado elementos discutibles y discutidos. Seguro que aprendemos con cada caso. El debate continúa y ustedes participan.
defensor@elpais.es
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