La Habana, la ciudad detenida
Es la ciudad que prometió cambiarlo todo gracias a la revolución. Y la que ahora, en nombre de esa misma revolución, frena todo cambio. Quizá sea la capital más hermosa del idioma español. Y a la vez es un lugar roto y triste, lleno de contradicciones, donde cobra más un taxista que un médico y el tiempo parece haberse parado hace varias décadas. Cuarta entrega de una serie en la que martín Caparrós toma el pulso a grandes urbes de Latinoamérica
ELLA ESPERA QUE su casa no se le caiga encima.
Lo espera: de verdad lo espera pero teme.
Ella no es una metáfora.
Ella –llamémosla Ella, por si acaso– vive aquí desde 1976 cuando, a sus seis años, su madre se juntó con un señor que vivía aquí. Aquí, entonces, era una de las esquinas más presuntuosas de La Habana Vieja: un edificio monumental de fines del siglo XIX, cedro, vitrales, mármoles, la pompa de esos tiempos. Aquí, entonces, cada cuarto era el hogar de una familia, y había más de treinta: se habían mudado después de la revolución, cuando los dueños escaparon.
(Ese momento literalmente milagroso que solemos llamar revolución, cuando tantas normas cambiaron de sentido, tantas cosas que tenían dueño dejaron de tenerlo y había que ver a quién y a qué servían. Digo, por ejemplo: esos lugares que muchos habían mirado con deseo, con envidia, con rencor convertidos de pronto en casas para muchos o casas para jefes o escuelas o clínicas o centros culturales o focos de la revolución siguiente, un suponer.)
Aquí, en los noventa, plena penuria del final soviético, de pronto un techo se desmoronó. Fue lo primero; durante los veinte años siguientes –Ella se graduó de enfermera, se casó, tuvo dos hijos– el edificio se fue cayendo a trozos: un suelo acá, una escalera allá, todo un ala sobre una cisterna. Nunca hubo muertos, si acaso algún herido. Nadie reparaba; según se deshacía, evacuaban familias: ya solo quedan ocho. Entre ellas, la de Ella: ella, sus hijos, su pequeña nieta. Le pregunto si no tiene miedo.
–¡Claro que tengo miedo! ¿Cómo no voy a tener miedo? Esto se viene abajo, imagínate, cada vez que oyes un ruidito el corazón se te para, te piensas que se viene el derrumbe.
La casa que fue espléndida es, ahora, un basurero de sí misma: agujeros en el suelo, árboles en los huecos, andamios en el aire, escaleras cortadas, barandas que se sueltan. Le pregunto por qué se queda.
–¿Y qué quiere, que duerma en la calle? Esto es lo único que tengo. Yo soy pobre, no puedo irme a ningún lado. Lo unico que puedo hacer es esperar.
Dice, desesperada. En medio de las ruinas sus dos habitaciones están limpias, ordenadas, cuidadas con cariño; afuera es el naufragio.
–Y así hay miles.
Dice: que ese edificio es uno como tantos. Le pregunto cómo se arregla todo esto.
–Bueno, el que lo tiene que arreglar es el Estado. Si yo tuviera dinero ya me habría comprado algo, pero no tengo.
Ella es morena, sonriente, alta, delgada; ya no es enfermera, ahora gana más limpiando casas.
No es, insisto, metáfora de nada.