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Elecciones Generales
Columna
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La nueva hegemonía progresista

Pedro Sánchez puede tranquilamente tomar la iniciativa y tiene la legitimidad para exigir que le dejen gobernar

Cristina Narbona, Pedro Sánchez, Adriana Lastra y Carmen Calvo durante la Ejecutiva Federal del PSOE, este lunes en Ferraz.Foto: atlas | Vídeo: Samuel Sánchez (EL PAÍS) / ATLAS
Ricardo Dudda

En el breve mandato de Pedro Sánchez tras la moción de censura, el PSOE consiguió algo impensable apenas unos años atrás: recuperar la hegemonía cultural progresista. El partido contra el que se manifestó el 15-M, contra el que en buena medida surgió Podemos, volvió a ser “la izquierda”. Se impuso una lógica casi bipartidista: en un lado estaba “la izquierda”, reunida alrededor del PSOE, y en el otro las “derechas”.

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Unidas Podemos, que se negó en 2016 a dar la Presidencia a Sánchez, se convirtió en una especie de apéndice del PSOE, en su aliado inevitable y en el hermano menor que no rechista. Aunque Iglesias intentó radicalizar el discurso criticando las cloacas del Estado y las oligarquías financieras, sabía que frente a la vuelta de un zapaterismo sentimental no tenía nada que hacer. El PSOE, en poco tiempo, recuperó su identidad como gran casa de la izquierda, pero también en cierto modo su prestigio cultural. Dejó de verse como un partido viejo y gris, de burócratas, apparatchiks y políticos de carrera (aunque escuchando a Ábalos es difícil desprenderse de esa idea) y ganó de nuevo un aura de modernidad gracias al feminismo y a una épica del “no pasarán” frente a la ultraderecha.

El PSOE era débil en el Congreso y pronto se dedicó a venderse como la única alternativa civilizada. La derechización de Ciudadanos y PP y, sobre todo, el surgimiento de Vox le ayudaron. Pero también el Gobierno hizo su parte extendiendo el miedo con exageraciones e incluso mentiras: las derechas no solo pondrían en peligro el Estado de bienestar sino la vida de las mujeres y las minorías. El pobre resultado de Vox en las elecciones generales demuestra que había un intento claro de inflar al partido para movilizar un voto a la contra.

Vivimos en una época de política adversativa. Los partidos construyen su identidad en oposición a un otro. El PSOE ha recuperado su prestigio y poder gracias a esa lógica. Es una estrategia que no aguanta en el medio plazo y que cansa al votante de izquierdas (especialmente el que se vio seducido por Podemos al principio): las apelaciones al voto útil para parar a la derecha. Aunque vende moderación y su proyecto es sensato, Sánchez está instalado, en cierto modo, en una lógica de excepcionalidad similar a la de sus adversarios populistas. Los bárbaros tienen que estar a las puertas para movilizar a los nuestros.

Con su victoria en las elecciones del 28 de abril, el PSOE ha añadido a su hegemonía cultural una mayoría parlamentaria. Tiene un margen de maniobra considerable. El segundo partido, el PP, está a 57 escaños del PSOE, y ha sufrido un descalabro demencial. Sánchez puede tranquilamente tomar la iniciativa y tiene la legitimidad para exigir que le dejen gobernar. Intentará hacerlo solo y posiblemente lo consiga. Esta vez tiene poder suficiente como para ir más allá de la guerra cultural, pero posiblemente no le interese.

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