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¿La escritura o los hijos?

Desde Natalia Ginzburg hasta Zadie Smith, un buen número de autoras han reflexionado sobre las tensiones entre maternidad y creación literaria

La escritora estadounidense Shirley Jackson con sus cuatro hijos, en su casa en 1956.
La escritora estadounidense Shirley Jackson con sus cuatro hijos, en su casa en 1956.Erich Hartmann (Magnum)

Natalia Ginzburg (1916-1991) contó que, al principio, cuando fue madre, no entendía cómo se podía escribir teniendo hijos. “No entendía cómo conseguiría separarme de ellos para seguir al personaje de un cuento”, escribe en el ensayo ‘Mi oficio’, incluido en Las pequeñas virtudes (Acantilado). Ginzburg tuvo cinco hijos y publicó novelas, ensayos y obras de teatro, así que encontró la manera. Pero la ambivalencia en torno a la maternidad sigue siendo objeto de reflexiones, y la relación entre escribir y criar va ganando espacio en las librerías.

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Es el motor de la crisis existencial que aborda en Maternidad (Lumen, 2019) Sheila Heti, quien trata de averiguar si quiere tener hijos. También en La mejor madre del mundo (Literatura Random House, 2019), de Nuria Labari, la narradora cree que no es posible ser madre y escritora. “Soy una madre amateur y ya estoy acabada: escribo a espaldas de mis hijas, como si ellas no fueran suficiente”, confiesa. Y un poco más adelante: “Las artistas con talento son hijas, siempre hijas de sus madres por mucho que tengan descendencia. Las buenas escritoras escriben sobre la hijidad o sobre cualquier asunto donde su punto de vista pueda ser el centro del mundo (…). En cambio, una madre es el satélite de otro ser más importante. Una madre es la antítesis del yo creador”.

Una postura intermedia fue la que adoptó Laura Sandler en un provocador artículo publicado en 2013 por The Atlantic. Titulado ‘El secreto de ser una escritora de éxito y madre: tener solo un hijo’, aquel texto desató una polémica en la que participó, entre otras, Zadie Smith. Sandler se apoyaba en la respuesta que dio la artista Alice Walker a la pregunta de si las creadoras pueden tener hijos: “Deben tener hijos —asumiendo que quieran—, pero solo uno. Con uno te puedes mover. Con más eres como un pato sentado”. Walker tuvo un solo hijo, como Susan Sontag, Elizabeth Hardwick, Joan Didion o Margaret Atwood, como señala Sandler. Zadie Smith respondió: “Tengo dos hijos. Dickens tuvo 10 —y creo que Tolstói también—. ¿A alguien le preocupó en algún momento que esos hombres fueran demasiado padres como para ser escritores?”. Lo que molestó a Smith fue la sugerencia de que tener hijos merma la creatividad: “La sola idea de que la maternidad es por fuerza una amenaza para la creatividad es totalmente absurda. La verdadera amenaza para la libertad es el problema de falta de tiempo, que es el mismo si eres escritora, enfermera o trabajas en una fábrica”. Compaginar la maternidad con la escritura, o con cualquier otro trabajo, tiene que ver, como señaló al hilo de esa discusión Jane Smiley, con algo más tangible: “El secreto no está en tener solo un hijo, sino en vivir donde haya buenas guarderías y esté socialmente aceptado que los hombres dediquen tiempo a participar en la educación de sus hijos”.

Contra los hijos (LRH), de Lina Meruane, plantea un argumento un poco más arriesgado: carga contra el lugar central que ocupan los niños en la vida de los progenitores. En el libro, revisado y ampliado en la edición de 2018, Meruane habla sobre célebres escritoras sin hijos: Teresa de Ávila, Emily Dickinson, Jane Austen, Katherine Mansfield, Dorothy Parker o Virginia Woolf. Aunque la lista de escritoras madres es igual de larga, Meruane cree que “a todas les ronda ese ángel trastornante que las insta a elegir”. Y si la elección se plantea, una respuesta frecuente es la que dio Clarice Lispector: “Desistiría de la literatura. No tengo dudas de que como madre soy más importante que como escritora”. Claro que también hay ejemplos de autoras que ante la disyuntiva dejaron a sus hijos: Doris Lessing o Muriel Spark, como apunta Meruane.

El asunto, sin embargo, no es tanto una cuestión ontológica como material, de organización del tiempo. La premio Nobel Alice Munro —que publicó su primer libro de relatos a los 37 años— siempre ha dicho que escribía cuentos y no novelas porque es lo que podía hacer durante las siestas de sus niños. Edna O’Brien, sin embargo, no renunció a lanzarse con una novela aprovechando el horario escolar, como cuenta en Chica de campo (Errata Naturae, 2018): “Los dejaba en la escuela y volvía corriendo a casa para escribir; me sentaba en el amplio antepecho de la ventana de su dormitorio, que era bastante profundo, y escribía en unos blocs de notas comprados en Irlanda llamados Aisling, que en gaélico significa sueño o visión. (…) Cada día a las 13.45, hora a la que llevaba a mi marido su bandeja con té Earl Grey y dos tostadas ligeramente quemadas con un poco de aceite de oliva, soltaba el bloc de notas con la esperanza de que el capítulo del día siguiente se mantuviera intacto en mí”.

Shirley Jackson usaba lo doméstico para escribir textos autoparódicos sobre su vida como ama de casa

Un caso paradigmático de la ajetreada relación entre las tareas de una madre de familia y la literatura es Shirley Jackson, autora de La maldición de Hill House y referente, entre otros, de Stephen King. Ella se definía como “una escritora que, por una serie de errores de juicio propios de la ingenuidad y la ignorancia, se ve sumida en una familia con cuatro hijos y un marido, en una casa de 18 habitaciones, sin ninguna ayuda”. Jackson usaba lo doméstico para escribir textos autoparódicos sobre su vida como ama de casa, pero también le servía de inspiración para su literatura más fantástica. Deja que te cuente (Minúscula) reúne muchos de sus textos sobre su oficio y sobre cómo se organizaba para arañar horas de escritura. Cuenta que se distraía de la monotonía de las tareas del hogar imaginando historias. “Un escritor siempre está escribiendo”, dice Jackson. Tampoco una madre deja de serlo. Pero se aprende a compaginar, como descubrió Natalia Ginzburg: “Lo que yo sentía por mis hijos era un sentimiento que todavía no había aprendido a dominar. Después lo fui aprendiendo poco a poco. Ni siquiera tardé mucho. Todavía preparaba salsa de tomate y sopa de sémola, pero iba pensando en lo que iba a escribir”.

Escribir y criar sucede en un mismo espacio, la casa, y quizá por eso todas las escritoras madres buscan aún con más ahínco “la habitación propia” de Virginia Woolf. Y si es con cerrojo, mejor.

Aloma Rodríguez es escritora y traductora.

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