Mejor, de un poema
LA FOTO DEL AGUJERO negro, en general, decepcionó.
—Era más interesante escuchar lo que te contaban de él —decía un parroquiano, mientras atendía a la noticia por la tele del bar.
Yo leía mi propio periódico en cuya primera página se veía el anillo de gases en las proximidades del cráter. El tema (o el asunto, no sé) ocupó las primeras páginas de la prensa. Había costado un trabajo inmenso obtener la imagen de esta singularidad situada a 55 millones de años luz de la Tierra. Tuvieron que ponerse de acuerdo los responsables de decenas de telescopios repartidos a lo largo y ancho del mundo. Todo el dinero empleado fue engullido por esa boca sin labios que absorbe cuanto se sitúa en sus proximidades, incluida la luz, como un desagüe cósmico. Cuando hablamos de los agujeros negros siempre mencionamos la rareza de que sean capaces de tragarse la luz y continuar siendo oscuros. Si uno pudiera tragarse con una pajita el resplandor de una luciérnaga atrapada en una botella de cristal, se iluminarían su tráquea y su estómago y la fosforescencia descendería por ambos intestinos hasta alcanzar el recto, ese agujero también negro, de carácter orgánico, que tanto se parece a las extravagancias del universo.
—Me gusta más oír hablar de los agujeros negros que verlos —insistió el parroquiano mencionado más arriba—. ¿Sabes cómo se llaman los bordes del anillo?
—Ni idea —respondió su interlocutor.
—Horizonte de sucesos, no te lo pierdas, horizonte de sucesos.
—Parece el título de una novela.
Mejor, de un poema, pensé yo.
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