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Tribuna
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Criminalizar la solidaridad

Para Salvini no hay duda; salvar vidas es un crimen, pero más allá de las palabras, la UE rema en la misma dirección

Blanca Garcés Mascareñas
Matteo Salvini, el pasado 9 de julio, tras el cierre del mayor centro de acogida de migrantes y solicitantes de asilo en Europa, en Mineo, Sicilia.
Matteo Salvini, el pasado 9 de julio, tras el cierre del mayor centro de acogida de migrantes y solicitantes de asilo en Europa, en Mineo, Sicilia.ANDREAS SOLARO (AFP)

¿Es salvar vidas un crimen? Para Salvini no hay duda. En 2013 las ONG de salvamento marítimo reaparecieron en el Mediterráneo de la mano de la operación italiana Mare Nostrum. Entonces nadie dudaba de su necesidad. En poco más de un año se salvaron 170.000 vidas. Cinco años después, Italia ha prohibido a los barcos de salvamento marítimo atracar en sus puertos. Aquellos que como Carola Rackete osen desobeder, son acusados de “criminales”, “fanfarrones” e “ilegales”. Para Salvini “es un acto criminal, un acto de guerra”.

Las palabras y formas de Salvini ruborizan a media Europa. El mismo presidente alemán Frank-Walter Steinmeier declaró que cualquiera que salve vidas humanas no puede ser considerado criminal. Y Francia denunció la “estrategia de histeria” del ministro Salvini. Según su portavoz del Gobierno, el derecho marítimo internacional, que obliga a dejar a los migrantes en el puerto marítimo más cercano y seguro, está por encima del decreto de Salvini: “Italia debe respetar las normas internacionales. Es lo que le reclamamos. Y evidentemente la Unión Europea debe ser capaz de responder con solidaridad”.

Más allá de las palabras de unos y otros, en la práctica hace tiempo que la Unión Europea y sus Estados miembros reman en la misma dirección. En su lucha contra los traficantes, el espacio para la solidaridad se ha visto progresivamente reducido, si no criminalizado. A nivel legislativo, según la Directiva 2002/90/CE, el delito de tráfico consiste en “asistir a inmigrantes irregulares a entrar o permanecer en el territorio de un Estado miembro”. Respecto a la definición de las Naciones Unidas, la Directiva da un doble giro: lo que constituye el delito es la asistencia no sólo en el cruce de fronteras sino también una vez dentro del territorio nacional; y, en la asistencia en frontera, ya no es necesario que se dé un “beneficio financiero”.

Estamos asistiendo a la progresiva criminalización de las ONG de rescate. Por un lado, se les acusa de “favorecer la inmigración clandestina”

Es cierto que la propia Directiva establece que cada Estado miembro puede decidir no imponer sanciones cuando la asistencia en frontera sea por razones humanitarias. Pero eso es sólo una recomendación. Según la Agencia Europea de Derechos Fundamentales (FRA), sólo una cuarta parte de los Estados miembros de la Unión Europea tienen disposiciones específicas para garantizar la excepción humanitaria. Ya a inicios de 2015, el Foro Europeo de la Migración, una plataforma de diálogo entre sociedad civil e instituciones europeas, reclamaba la revisión de la Directiva para evitar la criminalización de la ayuda humanitaria. En concreto, pedía que se excluyera explícitamente la penalización de la ayuda humanitaria en frontera así como la provisión de servicios y bienes, con fines económicos pero sin condiciones de explotación, dentro de la Unión Europea.

Más allá del plano legislativo, el Mediterráneo se ha convertido en campo de batalla de la lucha contra los traficantes. Aunque en 2015 Jean-Claude Juncker, entonces presidente de la Comisión Europea, reconoció que acabar con la operación Mare Nostrum había sido un error con un alto coste en vidas humanas, a partir de entonces salvar vidas en el mar se ha traducido sobre todo en una política de lucha y combate contra los traficantes. El argumento es que destruyendo las embarcaciones de los traficantes se salva a los migrantes de caer en la esclavitud y de arriesgar la vida en alta mar. Se trata, pues, de hacer rescates preventivos, evitando sus muertes dejándoles en tierra. No hace falta decir que luchar contra los traficantes en connivencia con Libia, uno de los Estados más fallidos, corruptos y violentos del mundo, es de por sí problemático.

Además, desde 2018, estamos asistiendo a la progresiva criminalización de las ONG de rescate. Por un lado, se les acusa de “favorecer la inmigración clandestina” y de “colaborar con los traficantes”. Por otro, las ONG también han sido perseguidas por no colaborar con la guardia costera libia. Da igual quiénes estén detrás de esta guardia costera o en qué condiciones realicen los rescates. Es una cuestión de competencias y ahora las competencias son suyas. En cualquier caso, el objetivo es expulsar a las ONG del Mediterráneo central. Así es como hemos llegado al 2019, con el mar (casi) desierto de operaciones de rescate.

Pero un campo de batalla siempre tiene dos o más contendientes. Por un lado, están los Estados, que acostumbran a poner por encima de todo la defensa de las fronteras y la soberanía nacional. Por otro, no olvidemos tampoco las resistencias: por parte de una sociedad civil organizada, que en pocas horas consiguió recaudar casi un millón de euros para la defensa de Rackete; por parte de ciertas ciudades, en Italia y más allá, que se oponen al decreto de Salvini y a la política europea en el Mediterráneo; y, no menos importante, por parte del Poder Judicial, por ejemplo con la magistrada de Agrigento que acaba de liberar a Rackete recordando que, efectivamente, el deber de salvar vidas en alta mar está por encima de todo.

Blanca Garcés Mascareñas es investigadora del CIDOB.

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