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Tribuna
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Elixires de empatía

Las instituciones tienen que ser rigurosas, sólidas y cohesivas. Hacerse el simpático tiene el riesgo de que la gente se dé cuenta

Vista del hemiciclo durante el pleno de investidura de Pedro Sánchez.
Vista del hemiciclo durante el pleno de investidura de Pedro Sánchez. ÓSCAR DEL POZO (AFP)

El mantra del “diálogo”, siendo en política todo tan pasajero, va viéndose sustituido por la colectivización de la empatía. Es otro baluarte emocionalista. Ni el Estado ni sus estrategias fueron concebidos para generar empatía. Tampoco la Unión Europea. Ni tan siquiera los sistemas electorales. Las instituciones no tienen por qué ser empáticas, sino rigurosas, sólidas y cohesivas. Hacerse el simpático tiene el riesgo de que la gente se acabe dando cuenta. Haciéndose el empático el peligro es que uno acabará pareciéndose más al otro que a sí mismo. De forma casi inconsciente, el político que tiene por prioridad la empatía acaba siendo un demagogo. A estas alturas, caer bien en las redes sociales pone en duda las virtudes políticas del candidato porque las nuevas masas, veleidosas y poco racionales, solo se identifican con las crestas del tuit. En esos tiroteos en el callejón digital la primera víctima es el lenguaje. A diferencia, la verdad no es la primera perjudicada: es un objetivo y no una consecuencia colateral.

De las intervenciones radiofónicas de Roosevelt —“charlas junto a la chimenea”— a los discursos de Churchill o a las ruedas de prensa de De Gaulle, se trataba de transmitir poder de convicción y, para quienes no escuchan como partidarios, ganarse un margen de persuasión. Ahora, un doctor Fausto de la propaganda como Goebbels utilizaría los algoritmos como quien domina el teclado de un órgano barroco capaz de subyugar a las masas que fluyen digitalmente.

Quién sabe en qué quedarán los lideratos si la atomización de las comunidades públicas se consuma. Nunca habrá empatía suficiente para aunar los deseos de unas masas cuya prioridad es la autosatisfacción y no la idea de compartir el bien común. Hace ya años que nadie se pregunta si tal o cual líder tiene carisma. Damos preferencia a su capacidad de empatía como corresponde a una sociedad victimista, psicoterápica y narcisista más atenta a las ocurrencias de los tuiteros que al discurso político posible.

Caer bien en las redes sociales pone en duda las virtudes políticas del candidato porque las nuevas masas solo se identifican con las crestas del tuit

En otros tiempos, a Cánovas y Sagasta no les unía la amistad sino un entendimiento sobre lo sustancial del cambio histórico y a la vez de conveniencia política. Pero sus caracteres eran contrapuestos. Lo escribió Castelar: “Cánovas no es amable. Sagasta lo es mucho. Cánovas, por ejemplo, pasa por delante de Encarnación, mi portera, que es célebre en todo el barrio, sin decirle una palabra. Y ella rezongará: ‘Ay, Dios, ¿será rey este caballero que no me da los buenos días?’. Por el contrario, Sagasta se detiene y dice: ‘Hola, Encarnación, buenos días. ¿Qué tal va eso? ¿Y los chicos? Llámalos que quiero verlos’. He aquí por qué Encarnación es liberal… Eso sí, Sagasta no hará en bien de la portera más que Cánovas”. Entonces la empatía solo era un síntoma clínico. Lo natural era la simpatía. Al extrapolar la observación de Castelar deducimos que a más empatía, menos estadismo. Al querer ser querido por todos, el líder empático se instala en la inacción. Fundamentalmente, porque no puede decir no.

Eso ha hecho inevitable que en sociedades avanzadas que se dotaron de un sistema educativo de alto coste y que disponen de la mejor información en los circuitos de la red la ciudadanía se manifieste de forma mucho más volátil, con un porcentaje de votantes de cada vez más alto que deciden cuál es su candidato estando ya ante la urna. A más valor de la empatía, menor importancia de las fidelidades. Con tanta aceleración, la vida pública se disgrega y pierde anclajes hasta tal punto que sus mejores intérpretes, inevitablemente fugaces, son los líderes mix cuya fórmula cambia de un día para otro o, más aún, de un tuit matutino al de la hora del aperitivo.

Es el caso de Donald Trump. Su abuso del tuit exacerba conflictos larvados que décadas de política realista —republicana o demócrata— habían intentado apaciguar. Ocurre en todas las familias. El Brexit, más allá de las complejidades consuetudinarias del talante británico, también fue un enfrentamiento en el que la emocionalidad logró ofuscar toda la sabiduría de un sistema político de calidad. Ahora, Trump, empático con las masas que le votaron según el método efectivo de Steve Bannon, recurre de nuevo al tuit para simplificar con gran riesgo la enrevesada relación entre Estados Unidos e Irán. La gravitas de la alta política, sabedora de las zonas grises de toda confrontación, ha sido otra víctima de la empatía. No hay discurso en la plaza pública. En poblaciones de Cataluña de signo mayoritariamente secesionista se ha seguido el juicio del Tribunal Supremo como si fuera un partido de fútbol entre el equipo local y el Estado. Naturalmente, el sabio juez Marchena no estaba ahí para generar empatía. Así no sorprende que el emotivismo independentista no perciba la fortaleza del Estado. Pero, curiosamente, la presunta empatía de personajes como Carles Puigdemont y Quim Torra ha ido decreciendo, como se evapora lo gaseoso que pretendía ser sólido.

Valentí Puig es escritor.

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