El descubridor de mundos
La perspectiva de un astrónomo recién premiado con el Nobel desata un debate teológico
Los premios Nobel de este año rebosan de interés periodístico. Versan sobre las baterías de ion litio que han revolucionado el mundo al colarse en nuestros bolsillos en forma de teléfono móvil, y en los coches eléctricos en los que ponemos nuestras esperanzas pulmonares más soñadoras. Hablan también del lenguaje molecular que nos permite respirar oxígeno –un producto de las bacterias que poblaron la Tierra en exclusiva durante la mitad de su historia— y que por tanto ha impulsado nuestra evolución y nos permite seguir vivos ahora mismo. Cuentan la historia reciente y remota de la vida. Pero el asunto nobel que ha barrido esta semana en Materia, con 2.700 comentarios mientras escribo, no tiene nada que ver con todo eso. Se titula: "No hay sitio para Dios en el universo".
Quien pronuncia esa frase es Michel Mayor, codescubridor de los planetas extrasolares y flamante premio Nobel de física. Un descubridor de mundos. Bruno, Kepler y Galileo ya imaginaron hace siglos esos mundos y sus consecuencias profundas para nuestra posición en el cosmos, pero Mayor es el primer Homo sapiens que los ha visto, que los ha demostrado de forma definitiva para la historia del conocimiento. Gracias a él y a sus colegas sabemos hoy que hay miles de millones de planetas ahí fuera, y ello solo dentro de los confines de nuestra galaxia, la Vía Láctea. En estas condiciones, no creo que se pueda evitar que tu mente viaje al espacio profundo, que perciba no solo con las matemáticas, sino también con la emoción poética, nuestra rara y preciosa posición en el cosmos. La mera duda de si estamos solos en este universo inabarcable conduce a la mente por autovías vertiginosas que ni siquiera sabemos cartografiar en nuestro GPS.
No hay sitio para Dios en el universo. La frase puede considerarse una ecuación –o incluso un verso— que resume la historia de la ciencia. La física nos ha despojado de nuestra supuesta particularidad en el cosmos, desde que Copérnico nos expulsó del paraíso al revelar que la Tierra era uno más de los planetas, de esas perlas minúsculas que se mueven por el cielo del ocaso ante nuestros ojos asombrados. Y eso fue solo el principio. Hoy sabemos que somos un planeta vulgar que gira sobre una estrella anodina de los cientos de miles de millones que conforman la Vía Láctea, que a su vez se revela como una galaxia ordinaria entre los cientos de miles de millones de galaxias del universo visible, y no hablemos ya del universo invisible ni de los mundos paralelos.
La biología completa al cuadro al demostrar que los seres vivos nos basamos en una lógica molecular poderosa, una bioquímica universal y factible, que se va creando a sí misma en progresivos niveles de organización, en capas jerárquicas de abstracción. El mundo se compone por entero de sistemas emergentes, unos todos que son más que la suma de sus partes, como un átomo es más que la suma de sus quarks y electrones, como una célula es más que la suma de sus componentes moleculares. Yo estoy con Mayor: aquí no hay sitio para Dios. Pero, como dijo o debió decir Voltaire, defenderé con mi vida tu derecho a creer lo contrario.
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