Política de asilo
La nueva Comisión Europea debe propiciar un acuerdo sobre refugiados
El campo de refugiados de Moria, situado en la isla griega de Lesbos, en el que malviven desde hace años más de 15.000 migrantes en condiciones inhumanas, se ha convertido en el símbolo de un fracaso ético y político que Europa no puede permitirse por más tiempo. Alumbrar tras años de parálisis una nueva política de asilo es uno de los retos que debe priorizar la nueva Comisión Europea de Ursula von der Leyen. Sus primeras manifestaciones indican que tiene la voluntad política de hacerlo y es de esperar que encuentre la receptividad y la colaboración que merece un asunto tan delicado como este.
Cuatro años después de la grave crisis de 2015 que llevó al cierre de fronteras en varios países de la Unión, la incapacidad para articular una política migratoria y de asilo común permite que miles de refugiados y migrantes se encuentren varados en los países de la frontera sur mientras los barcos de rescate siguen recogiendo náufragos que nadie quiere acoger. Solo en las islas griegas hay 39.000 personas atrapadas pendientes de destino. El vigente reglamento de Dublín obliga a que el país de llegada sea el que tramite la petición de asilo. En 2018, el 75% de las solicitudes se concentraron en solo cinco países. Como la mayoría de los solicitantes llegan por el Mediterráneo, son los países de la frontera sur los que sufren las consecuencias de esa falta de acuerdo.
No será fácil superar el enquistamiento y la parálisis después de haber fracasado los sucesivos intentos de mancomunar una respuesta conjunta al problema. Fracasó en 2015 la política de cuotas obligatorias impulsada por Alemania en la que se acordó repartir 160.000 refugiados entre los diferentes países, y ha fracasado también el reparto que voluntariamente asumieron ocho países en 2018 para acoger a los náufragos rescatados en el mar después de que Italia acordara el cierre de puertos. No es aceptable que la tramitación del asilo se demore durante meses, y hasta años, por trabas burocráticas fácilmente superables, como ocurre ahora.
Por descorazonadores que sean los antecedentes, la nueva Comisión debe empeñar toda su capacidad, que es mucha, en consensuar un paquete legislativo que incluya la reforma del reglamento de Dublín, la reapertura de fronteras y el mantenimiento del espacio Schengen de libre circulación de personas y permita encarar de forma conjunta y solidaria tanto la acogida de refugiados como la gestión de la migración irregular, que muchas veces se solapan, con programas de retorno de los inmigrantes en situación irregular pactados con los países emisores.
El gran caballo de batalla será la propuesta de crear una Agencia Europea de Asilo que centralice la tramitación de este tipo de demandas y el reparto de los expedientes entre los diferentes países miembros. Varios de los que en su momento se opusieron a la política de cuotas siguen apostando, como es el caso de Hungría, por el cierre total de fronteras con el argumento del derecho a decidir quién entra en el país. Frente a estas resistencias, el mensaje de la Comisión debe ser claro: pertenecer a la Unión Europea implica derechos y ventajas, pero también obligaciones. Se puede discutir la forma en que han de repartirse esas obligaciones en función de la población y la riqueza relativa de cada país, pero no el principio mismo de acogida, que forma parte de las señas europeas de identidad irrenunciables.
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