Sobre los límites del engaño
A veces un caballero, una dama y quienes nunca han querido serlo deben dejarse engañar; y a veces no pueden pasarlo
POR LO MENOS llevo veinticinco años reflexionando sobre el engaño, y eso me ha hecho desarrollar hacia él cierta tolerancia. Ya en una novela de 1994 hice decir al narrador lo siguiente: “Vivir en el engaño es fácil y nuestra condición natural, y en realidad eso no debería dolernos tanto”.
Y sí, suscribo esa frase: los engaños que padecemos o descubrimos no tendrían por qué sorprendernos. La vida consiste en gran medida en una sucesión de ellos, deberíamos estar acostumbrados y no sentirlos como decepción o disgusto insuperables. Años más tarde titulé una recopilación de artículos A veces un caballero, que en realidad era una especie de lema mío incompleto: “A veces un caballero debe dejarse engañar”, inspirado, supongo, por unos versos de Stevenson: “Corazón Grande fue engañado. ‘Muy bien’, dijo Corazón Grande”. Y aunque ya no esté en tiempo de lemas, aún me vale el mencionado, se sea o no un caballero (de hecho han dejado de existir definitivamente). Hay ocasiones en que uno se percata de que se lo intenta engañar, y le toca permitirlo. Por poner un ejemplo sencillo que todos hemos probado: si alguien nos pide dinero por la calle y nos cuenta una fábula evidente (un día tras otro, sin recordar nuestro rostro, nos dice que le han robado la cartera y que ha de tomar el autobús interurbano porque tiene a los niños solos), puede que la actitud más noble no sea desenmascararlo, sino fingir que le creemos y darle algo, para que lo gaste en lo que quiera. Y así a menudo con la gente necesitada o desesperada, que, por así decir, tiene cierto derecho a mentir y a engañarnos. Eso es lo que yo opino, al menos.
Con los políticos damos también por descontado que nos tocará sufrir buenas dosis de engaño, porque en eso consiste su profesión. Prometen e incumplen, anuncian y postergan, ocultan sus intenciones y juran en falso. Pero, claro, todo tiene su límite, del mismo modo que a la quinta vez que el pedigüeño nos suelta la misma trola, es probable que le neguemos la ayuda y le pidamos que haga por inventarse otra historia. El límite también depende de la magnitud del engaño, de la reiteración, de cuán innecesario sea y de que se ofrezcan o no explicaciones, aunque éstas no sean convincentes. El Partido Popular rebasó el límite con creces tras los atentados del 11 de marzo de 2004. Ya había engañado a lo bestia un año antes, con la Guerra de Irak; sin embargo, el cinismo del Ministro del Interior, Acebes, al afirmar con rotundidad que la salvajada había sido obra de ETA, sabiendo ya que se había tratado de un ataque yihadista, resultó intolerable. Mucha gente, como yo, nos juramos no votar nunca a ese partido (no que tuviera la menor tentación; pero nos entendemos).
Ahora el PSOE ha rebasado la línea, y en virtud de eso se convierte en otro partido al que no me será posible votar en el futuro, como no se lo será a muchos otros. La dimensión del engaño no es comparable, obviamente, a la del PP en 2004, entonces estábamos llorando a doscientos cadáveres. Pero es inaceptable que el pasado julio Pedro Sánchez declarara (por no insistir en lo del insomnio): “Necesito un Vicepresidente que defienda la democracia española, que diga que este país tiene un Estado social y democrático de derecho, que el poder judicial es independiente del ejecutivo y que aquí no se persigue a nadie por sus ideas”, y que el 12 de noviembre se abrazara en público a Pablo Iglesias y anunciara su propósito de nombrarlo Vicepresidente. Que sepamos los ciudadanos, Iglesias no se ha retractado de sus antiguas afirmaciones; es más, después del poco sentido abrazo, aseguró que la monarquía constitucional que refrendamos es responsable de la corrupción, de que los jueces no sean independientes y de elecciones amañadas, si mal no recuerdo.
Tampoco es admisible ni coherente que al PSOE le horrorizara tanto la condena por corrupción del PP como para impulsar y ganar una moción de censura —bien—, y que en cambio le parezca baladí la condena del líder de Esquerra Republicana de Catalunya por el más grave delito de sedición. Este partido en pleno, junto con otros, suprimió ilegalmente el Estatut el 6 y el 7 de septiembre de 2017, y puso en marcha una espeluznante Ley de Transitoriedad que privaba a los catalanes de algunos derechos y discriminaba a una parte. Por ese motivo sus dirigentes fueron juzgados, no por el referéndum-farsa del 1 de octubre del mismo año. Cierto que en política mucho puede cambiar, pero el cambio ha de verse y explicarse, mal que bien o mal que mal. Cuando escribo esto, han transcurrido seis largas semanas desde las elecciones del 10 de noviembre, y Sánchez, con un desprecio comparable al de Acebes en su momento, no se ha dignado balbucear unas palabras para justificar que quiera como Vicepresidente a quien en julio le parecía totalmente inadecuado, o que la condena en firme a Junqueras y compañía la juzgue una nimiedad que en modo alguno le impide negociar con su contumaz partido y mendigarle una abstención retribuida que le permita continuar en La Moncloa. A veces un caballero, una dama y quienes nunca han querido serlo deben dejarse engañar; y a veces no pueden pasarlo.
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