¿2020 Saving Mexico II?
No sabemos si lo que se está cocinando en el horno de Palacio Nacional terminará transformando a México, pero podemos estar seguros de que no habrá que quedarse a medias como fue el caso de anteriores Gobiernos
En febrero de 2014 la revista Time dedicó su portada al presidente Enrique Peña Nieto y lo presentó como el salvador de México. Al menos en teoría, la desmesura podría haber estado justificada por los planteamientos de un Gobierno que se proclamaba modernizador del país a través de una serie de reformas estructurales, once en total, particularmente ambiciosas en materia de energía y educación. Antes de que el papel de los ejemplares del semanario estadounidense dedicado al salvador de México se hubiesen desgastado, propios y extraños habían llegado a la conclusión de que Peña Nieto terminaría su sexenio tratando ya no de salvar al país sino a sí mismo. La mayor parte de las reformas quedaron truncas o de plano neutralizadas por los entuertos de las leyes secundarias destinadas a aterrizarlas, pero sobre todo por la imposibilidad de escapar a los muchos intereses creados en torno al poder que buscaban sacar raja a todos y a cada uno de los cambios. Las obras insigne de la Administración, como el nuevo aeropuerto o el tren Toluca a Ciudad de México, quedaron varadas entre escándalos políticos y actos de corrupción. Como es sabido, el último presidente priista terminó su sexenio en medio del descrédito y la desaprobación popular y debió entregar el poder a un acérrimo rival.
Hoy los partidarios de López Obrador, a un año de haber ascendido al poder, claman que estamos frente al verdadero salvador del país; alguien que ha comenzado a hacer el cambio desde el otro extremo del espectro, el del México profundo y largamente desdeñado. Cabría hacerse la pregunta si dentro de dos años no estaremos haciendo el recuento de la decepción, como fue el caso de Peña Nieto, o reconociendo que pese a todo, la 4T ha removido los cimientos y comenzado un verdadero proceso de transformación.
Los adversarios de AMLO afirman que no hay que esperar dos años; para ellos la decepción llegó antes de comenzar. Por su parte, sus partidarios festejan como si cualquier aproximación al arco fuera una goleada.
Ambos tienen con que inflamar sus sentimientos. El primer año de gobierno de López Obrador fue de estancamiento económico, pero de profunda trascendencia política. El presidente se dedicó a consolidar los botones de mando del tablero con el objeto de estar en condiciones de dar un giro significativo al rumbo de la nave. Los poderes legislativo y judicial le son afines, los organismos autónomos están acotados, los líderes obreros y los gobernadores a la defensiva, y el gran empresariado ha optado por la negociación práctica. En suma, el presidente de México posee un margen de maniobra frente a los poderes fácticos que no había tenido ningún presidente desde hace treinta años, con la ventaja adicional de gozar de un apoyo popular y una capacidad de movilización social real que no se veía en tiempos modernos.
Por esa razón es que la comparación entre el primer año de Gobierno de López Obrador y el de Peña Nieto (y, para el caso, el de otros presidentes) equivale a mezclar peras y manzanas. Nada asegura que los cambios que él propone logren los resultados que ha fijado, pero a diferencia de Gobiernos anteriores su capacidad política para introducir tales cambios es mucho más efectiva.
Lo menos importante es que su nuevo aeropuerto, distinto al de Peña Nieto, sí será inaugurado, al igual que su refinería o su tren Maya y no solo porque la obstinación y capacidad de trabajo de López Obrador está a años luz de la frivolidad que caracterizaba al expresidente del PRI. Se trata, sobre todo, de que la voluntad política está respaldada por una capacidad de operación frente al resto de los poderes que no habíamos visto en décadas.
Los Gobiernos neoliberales apostaron a un modelo que privilegiaba a los sectores punta, confiados en que su potencia arrastraría a la modernidad al México ignorado; no sucedió así. El país simplemente se polarizó aún más drásticamente entre sectores sociales, ramas económicas y regiones favorecidas contra otras cada vez más deprimidas. López Obrador se ha propuesto justamente las antípodas: mejorar el poder adquisitivo de los de abajo para ampliar un mercado interno capaz de reactivar al resto de la economía.
Este segundo año se prevé un crecimiento que fluctúa entre 1% y 2% del PIB, modesto incluso comparado a administraciones anteriores. No es descabellado asumir que, incluso hasta por rebote, el sexenio termine con tasas de 4%. Está claro que el sexenio de la 4T no será recordado por el despegue económico al que aspirábamos cuando creíamos que nos convertiríamos en una versión americana de Tigre Asiático.
Pero no subestimemos a López Obrador por la rusticidad que se le atribuye. Está haciendo cambios radicales que habrán modificado irreversiblemente el panorama político y social. Más por lo cualitativo que por lo cuantitativo. La introducción del voto secreto y libre en las elecciones sindicales, la ampliación de facultades de la administración fiscal, la pensión universal para ancianos, los nuevos usos y costumbres sobre austeridad, la formación de una nueva Guardia Nacional, el freno al endeudamiento público, el crecimiento de la producción de petróleo, la bancarización del territorio interior o la introducción de Internet a los pueblos. Imposible saber si eso, y todo lo que se está cocinando en el horno de Palacio, terminará transformando a México, pero podemos estar seguros que todo eso, o casi, no habrá de quedarse a medias o abortado como fue el caso de anteriores gobiernos.
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