Escuelas cerradas a punta de fusil
Malí tiene dos millones de niños sin escolarizar y 960 colegios inactivos por un conflicto que dura ya ocho años
Anta Diakayeté, de mayor, quiere ser vendedora de leche. Eso y que la gente no tenga que irse de sus pueblos por la guerra, lo que añade por propia experiencia. Desde que vinieron aquellos hombres y lo quemaron todo, vive con su familia en un descampado llamado Banguetabá a las afueras de Sevaré, en el centro de Malí, donde hay una gran tienda de campaña a la que llaman escuela. Anta, de 12 años, no había pisado un aula en su vida y sus días se iban entre moler mijo, acarrear agua y hacer la colada. “Ya sé los números del uno al diez. Es importante. Ahora puedo marcar para llamar a mi padre por teléfono. Antes solo eran teclas”, dice.
Es curioso que sean la violencia y la guerra las que llevaron a Anta Diakayeté a algo parecido a un colegio. Lo mismo le pasó a su prima Oumou, de igual edad, que dice que quiere ser médica. “Así puedo curar a mis familiares cuando enferman, sobre todo a las mujeres”, remacha. Aunque ya se sabe que los sueños pueblan las mentes de los niños y que el futuro, por incierto, suele deparar grandes sorpresas, las cifras dicen que las esperanzas de Anta y de Oumou de llegar a la universidad son escasas, como las de cientos de miles de niños que en Malí no están escolarizados o abandonan la escuela muy pronto, sobre todo ellas.
“Muy pocos llegan a quinto y de los que lo consiguen, apenas uno o dos de cada diez sabe leer o matemáticas”, asegura Elena Locatelli, responsable de Educación de Unicef en este país africano, la agencia de Naciones Unidas que se enfrenta al drama de que unos dos millones de niños, más de la mitad, estén fuera del sistema escolar. Si a eso sumamos un conflicto que dura ya ocho años y que va de mal en peor, las perspectivas son pesimistas. “La violencia ha agravado aún más una situación que no era buena”, explica. Porque los centros educativos se han convertido en objetivo de guerra. El peligro de una generación perdida.
El conflicto arrancó en enero de 2012 con la sublevación de un movimiento independentista tuareg contra el Gobierno de Malí. Para alcanzar sus objetivos militares, los rebeldes se aliaron con grupos yihadistas presentes en el norte del país que acabaron por hacerse con el control de toda la zona. La intervención militar francesa y el desembarco de una misión de Naciones Unidas en 2013 logró recuperar las principales ciudades, como Gao y Tombuctú, pero tras un primer momento de desconcierto los grupos terroristas se reorganizaron y han sumido al país en una situación de violencia peor incluso que al principio de la crisis.
Los radicales han convertido el norte de Malí en un territorio franco, en el que se mueven con enorme facilidad, y han extendido la guerra, que provocó más de 4.700 muertos sólo el año pasado, hacia países fronterizos como Burkina Faso y Níger y hacia la céntrica región de Mopti, en donde ha adquirido una nueva dimensión de conflicto intercomunitario. Las milicias de la etnia dogon acusan a la comunidad peul de complicidad con los yihadistas y atacan sus poblados, mientras que estos dicen que los primeros les están masacrando y apelan a la legítima defensa y al derecho de revancha. En medio, más de 250.000 civiles han tenido que huir de sus hogares.
Los profesores o la comunidad son amenazados por grupos armados que o bien ocupan la escuela u obligan a su cierre. Otros tienen miedo
“Tenemos 960 colegios cerrados”, explica Félix Ackebo, director de Unicef en Malí. Hace tres años eran menos de 300. “En realidad estamos ante una gran crisis de protección del menor. Los profesores o la comunidad son amenazados por grupos armados que o bien ocupan la escuela u obligan a su cierre. Otros tienen miedo. Esto supone no sólo un riesgo de pérdida de oportunidades para esos niños, sino una desprotección. La escuela es un espacio seguro frente a abusos sexuales, trabajos forzados o matrimonio precoz”, añade Ahmed Aida, jefe de la oficina de la organización en Mopti, la región más afectada por la violencia.
Esta ciudad, antaño epicentro turístico de Malí, y su hermana Sevaré, nudo comercial a un puñado de kilómetros, son el mejor reflejo de la crisis que vive el país. En Mopti no hay ni rastro de turistas y en Sevaré son los blindados de la ONU o del Ejército los que atraviesan sus calles. Esta presencia militar la ha convertido en un refugio seguro para los que escapan de las balas y el fuego. Orgullosos pastores que recorrían el Sahel con sus rebaños de vacas y campesinos guardianes de viejas culturas de máscaras danzantes a la luz de las estrellas, hoy malviven en descampados a la espera del saco de arroz de la comunidad internacional y del fin de una guerra que ni empezaron ni comprenden.
Omar Cissé hace lo que puede. Hace unos meses, 49 familias de tres pueblos diferentes llegaron hasta Banguetabá. Sus casas habían sido arrasadas por grupos armados. Desde entonces, Cissé se encarga de la educación de 134 niños y niñas, entre ellos Anta y Oumou, que, en su gran mayoría, no habían pisado nunca una escuela. ¿Qué hacer? Pues empezar por cuestiones básicas, como el alfabeto y los números, pero sobre todo juegos educativos para los más pequeños e higiene y formación sexual para los adolescentes. Hoy, por ejemplo, toca hablar del ciclo menstrual.
Frente a un problema enorme, soluciones imaginativas. En la escuela del barrio han pasado de 700 a 1.500 alumnos por la llegada de desplazados del conflicto, de una ratio de 50 chavales a la actual de 150. Los profesores se sienten desbordados. Mahamadou Hassaye Maïga, director de Banguetaba B, explica que ahora trabajan con un sistema denominado Pedagogía de Gran Grupo puesta en marcha por Unicef. “Nos dieron unas tablets y gracias a ellas hemos recibido autoformación”, dice. Hamidou Yalcoué, profesor, explica que es “un sistema para dividir a los chicos por grupos en el que ellos participan mucho más. Todo el mundo trabaja”.
Además de la creación de espacios temporales de educación, tanto en los campos de desplazados como en las comunidades, otra de sus estrategias pasa por trabajar con las escuelas coránicas, que no sufren tanta presión ni amenazas por parte de los grupos armados. “Estamos en contacto con el Alto Consejo Islámico”, asegura Ackebo. A dichos centros se les dota de material y de profesores de francés y matemáticas para que los niños y niñas tengan mejores oportunidades de proseguir sus estudios o integrarse en el mercado laboral. La idea es convertir la crisis en una oportunidad. “Soy optimista”, remacha Aida, “se están haciendo muchos esfuerzos humanitarios, la gente está cansada de la violencia. Malí es un gran país, muy resiliente, con una gran cultura”.
Este reportaje ha sido posible gracias a la colaboración de Unicef en Malí.
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