La compra de pan como acto de resistencia
En Francia están desapareciendo las tahonas, para ser sustituidas por franquicias que venden el pan congelado. Algunos se niegan a esta muerte y buscan alternativas
Leí la noticia en The New York Times. El país del pan está perdiendo sus panaderías, sobre todo en las zonas rurales, y están siendo sustituidas por franquicias o bien incluso por máquinas expendedoras. Hace algunas décadas ir a comprarlo era sencillo porque los panaderos –artesanos formados para la tarea– lo confeccionaban en la trastienda con sus manitas y gracias a su buen hacer. Todos y cada uno de ellos.
Por desgracia, de un tiempo a esta parte proliferan en Francia (y también en España) las tiendas de pan (me niego a llamarlas panaderías): franquicias que lo venden fabricado no se sabe dónde, precocido y congelado, que acaba la cocción en la tienda antes de ser despachado al público. Venden pan como podrían vender zapatos, coches o cosméticos.
Soy testigo de la historia que levanta el The New York Times. Tengo aún la suerte de vivir a menos de tres minutos a pie de una panadería artesana. ¿No es una redundancia el adjetivo? Hace un cierto tiempo el panadero se vio en la obligación de colgar un papelito en el mostrador para ahuyentar los posibles miedos. En el anuncio, el buen hombre afirma a los cuatro vientos que él es un auténtico artesano, que su pan se fabrica en la trastienda. Vaya: que no es un vendedor disfrazado de panadero para dar el pego. Basta con probar sus productos para salir de dudas. El día de cierre, el miércoles, me tomo la molestia de caminar 10 minutos más hasta la siguiente panadería de barrio. Mi vecina encuentra más práctico coger el coche e irse hasta el centro comercial para comprarlo y de paso cuatro cosas más. ¿Vale la pena hacer un trayecto así solo para ir a comprar el pan?
Estoy convencida de que sí. Mi tahona es, como las que cuenta el corresponsal de The New York Times en Francia, mucho más que un lugar donde proveerse de pan. Allí cuelgan los residentes pequeños anuncios de compra y venta, o de búsqueda de pequeños trabajos. Según las horas se forma cola, lo que es una molestia cuando uno anda apurado de tiempo pero es a la vez una oportunidad de reencontrarse con los conocidos y cruzar cuatro palabras. En resumidas cuentas: el establecimiento es un lugar de vida y en una pequeña ciudad francesa como la mía son ya pocos los comercios locales que quedan en pie en los barrios: la peluquería, el bar que vende tabaco y la panadería. ¿Dónde pueden si no encontrarse y saludarse? Cada vez más personas, como mi vecina, encuentran muy cómodo ir en coche al centro comercial, donde pueden proveerse de todo y en un solo trayecto.
No todo está perdido porque si están desapareciendo muchas panaderías, otras muchas –y combativas– están surgiendo sobre todo en grandes ciudades como París, Lyon y Marsella. Hablamos ya algo de ello en el artículo Cuando el panadero es un anarquista. Están llegando los neo-panaderos que reivindican el buen hacer de antaño, que recuperan harinas antiguas, que vuelven a amasar a mano en vez de usar máquinas, que les hace ganar tiempo pero perder autencidad. Panaderos que venden pocas variedades de pan, pero todas artesanas, bio y más digestivas. La verdad es que la tradicional baguette, tan promocionada y exportada más allá de Francia, no es el mejor pan francés ni en lo que se refiere al gusto ni por su valor nutricional.
¿Vale la pena hacer un trayecto sólo para ir a comprar el pan?
Perder la panadería artesana, la tahona, no es solo decir adiós al buen pan, sino también encerrarse un poco más en uno mismo. Conocí a un americano que vivía en mi ciudad y que solo iba a comprar al súper… para no tener que hablar con nadie. Así que estoy decidida a ir siempre a mi panadería a comprar el pan como acto de resistencia. Mi panadería, que también es pastelería, nos ayuda a mí y a mi familia a seguir el curso del año como las estaciones. En enero toca la galette de Rois (una torta de almendra típica de Reyes). Y luego vendrán los buñuelos, las crêpes, los helados en verano... Y encima el propietario está muy concienciado de la tragedia que supone el derroche de comida, así que decidió abonarse a Too Good to Go y al final del día dona lo que no se llegó a vender a una asociación sin ánimo de lucro que lo distribuye entre personas necesitadas. Me siento honrada por lo tanto de colaborar con mi pequeño granito (de trigo) a la comunidad que se forma alrededor de ella.
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