Engreimiento verbal
Creo que, lo mismo que se combaten las drogas, deberían limitarse los megáfonos, altavoces y micrófonos
UNA DE LAS RAZONES —en verdad muchas— por las que declino invitaciones a festivales literarios, coloquios, simposios y mesas redondas, es la incontinencia verbal de la inmensa mayoría de participantes (yo incluido, supongo, cuando iba). Denle a un español un micrófono, un altavoz o un megáfono (también a un latinoamericano, no digamos a un argentino), y se aferrará a ellos como si fueran el anillo de Gollum en El Señor de los Anillos, que en la versión traducida o doblada lo llamaba “mi tesoro”, en inglés “my precious”, lo acariciaba sin descanso y enloquecía si lo soltaba. Es una extraña enfermedad que nos aqueja, relacionada sin duda con la inseguridad, la frustración y sobre todo el engreimiento, que crece sin freno en nuestra época. Fidel Castro acostumbraba a vomitar discursos de siete y ocho horas, y su discípulo Hugo Chávez, que con suerte se conformaba con cinco, obligaba a todas las emisoras venezolanas a sintonizar con su verborrea insaciable. Pocas torturas me parecen comparables: si se me forzara a escuchar una voz interminable, confesaría cualquier crimen, aunque ninguno hubiera cometido, y daría todos los nombres imaginables como cómplices de mis fechorías, incluyendo los de Ratzinger, San Francisco de Asís y Santo Tomás de Aquino. Lo que hiciera falta.
Esta dolencia es antigua. En una ocasión, hace ya muchos años, acompañé a Guillermo Cabrera Infante a una charla que iba a pronunciar por aquí. Pero antes de que Guillermo abriera la boca, salió el presentador de turno, y aquel hombre, al que no estaba previsto oír más que un saludo, habló y habló infinitamente, y además no dejó de empalmar locuras, un disparate detrás de otro. La situación se hizo tan delirante que a la mujer de Guillermo, Miriam Gómez, y a un par de amigos sentados en primera fila, empezó a darnos un grave ataque de risa, supongo que como defensa y para no cortarnos las venas. Cada nueva parrafada del individuo nos resultaba más cómica que la anterior, éramos incapaces de contener o disimular las carcajadas —la educación nos abandonó—, perfectamente visibles y audibles para el usurpador de la conferencia. Pero éste no se daba por aludido ni se inmutaba, proseguía con sus desvaríos. El pobre Guillermo, en el estrado a su vera, no lograba verle gracia al asunto que nos llevaba a desternillarnos. Al fin y al cabo se había molestado en venir desde Londres, y se le impedía tomar la palabra. Se nublaba por momentos, la tez se le tornó pálida y después gris ceniza, y temimos que estrangulara al abusón cuando por fin éste le cediera el micrófono.
Me han ocurrido cosas similares. Fui a un instituto y los estudiantes disponían de una hora justa para escucharme. El profesor que me presentó no sólo se apropió de treinta minutos, sino que me “pisó” cuanto yo tenía previsto contarles y que podría entretenerlos. Tanto contó el hombre de mí que no me quedó más remedio que interrumpirlo diciendo: “Bueno, casi es mejor que continúe yo, que fui quien lo vivió, y me lo sé más exacto”. De no ser por mi atrevimiento, él habría consumido la hora entera, conmigo de convidado de piedra. Otra vez debía coger un tren de regreso a Madrid, así que el tiempo de charla y firma de libros era más bien escaso. Lo cual no fue óbice para que mi presentador disertara hasta el hastío, dejándome los minutos de la basura para disgusto del público, que en principio había acudido a oírme (no que yo tuviera nada notable que decir, pero bueno).
Hace pocas semanas una plaza cercana a mi casa fue tomada, todo el día, por unos veteranos de los Tercios de Flandes o sus herederos. Desplegaron tiendas de campaña y tocaron marchas, y hacia las cinco de la tarde un tipo empezó a hablar con megáfono, y habló sin pausa no menos de dos horas y media. Yo intentaba trabajar y abstraerme de su vociferación, pero me llegaban el runrún inagotable y fragmentos (“porque un caballero español…”, “somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos”, etc). Ponderaba arrojarme por un balcón y dejar una nota acusando de asesinato por delegación al alcalde Almeida, que consentía y alentaba el tormento de medio vecindario, cuando paró el tipo. Pero fue sólo para que una tipa se abalanzara sobre el megáfono liberado y se tirara media hora más perorando a voz en cuello. La siguieron varios sujetos más, verborreicos y vacuos todos; la tortura se prolongó cuatro o más horas. Todo para un centenar de personas. Es decir, para satisfacer el antojo de pocos el alcalde permitió la tortura de miles y que una plaza fuera sitiada la jornada entera. Lo que más me maravilló fue que los asistentes, que debían de tener unos trescientos años si eran veteranos de los Tercios (y sólo así se explicaba el acto en sí, y su sumisión a las arengas), aguantaran a pie firme —como piqueros, arcabuceros y mosqueteros que eran— aquel sádico tostón sin desplomarse, considerando su edad matusalénica. Dada la enfermedad que aqueja a mis compatriotas y a nuestros primos ultramarinos, creo que, lo mismo que se combaten las drogas, deberían limitarse los megáfonos, altavoces y micrófonos. Ríanse de casinos y casas de apuestas. La adicción que éstos fomentan no es nada al lado de la de los amplificadores de voz, con público nutrido o sin él, con oyentes cautivos o sin ellos: al que habla eso le trae sin cuidado, porque lo embriaga su propio verbo hueco.
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