El narcisismo es seductor
El bodegón atraviesa la historia del arte desde sus orígenes hasta nuestros días. La vertebra quizá, no sé, el caso es que no hay siglo en el que no se haya practicado. Lo curioso es que influya, por ejemplo, en el autorretrato. Para muestra, un botón: la foto, de 1907, presenta a la familia de Sorolla, que aparece sentado en primer término, a la izquierda. Su autor, y yerno del artista valenciano, Antonio García Peris (de pie, al fondo), ha colocado a las personas fotografiadas como a los membrillos en un frutero. Da la impresión de que hubieran caído en sus lugares de manera casual, igual que en una “naturaleza muerta”, pues de este modo se conoce también el género.
Limítense, por un momento, a observar sólo las cabezas. Reparen en la inteligencia compositiva con la que han sido ordenadas alrededor de un eje invisible, situado hacia el centro de la mesa, de manera que entraran todas ellas en el objetivo. Y son muchas cabezas: nada menos que 10, 4 de hombres y 6 de mujeres, casi todas pertenecientes a personas maduras que provocan, como los bodegones, sacudidas de paz, de calma, de cadencia, de proporción y de sintaxis. Nadie vuelve la vista hacia la cámara, como si no existiera. Viven estas personas, lo mismo que los objetos de una naturaleza muerta, atrapadas en una suerte de ensimismamiento narcisista insoportablemente seductor. No les importa que las contemplemos una a una, a las de perfil y a las de frente, a las que se encuentran de pie o sentadas, a las que llevan barba y a las que no. He aquí un festín de gestos y de juegos de luces. Una joya.
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