La vida secreta de los musgos y los líquenes en la Antártida
Investigadores de cuatro proyectos estudian en la base Juan Carlos I cómo estos organismos se adaptan a las condiciones extremas y a los cambios del continente de hielo
Joan Riba, técnico de la Unidad de Tecnología Marina (UTM) y jefe de la base Juan Carlos I en la primera fase de la campaña, es el cuidador de los jardines de Leo, que no es otro que Leopoldo García Sancho, el biólogo que lleva 25 años estudiando esos hongos tan especiales que llamamos líquenes. Este año, García Sancho no ha venido, pero Riba me muestra con detalle estos santuarios vegetales. Se sabe que hay unas 500 especies de líquenes en este continente, a las que hay que sumar 111 tipos de musgo y dos plantas endémicas. Pero se conoce también que llegan especies invasoras y ya son varias las plantas foráneas que han sido halladas en estas islas (algunas exterminadas por el Programa Polar Español). En tierra y en mar: el año pasado, en el mismo lugar donde me encuentro, Conxita Ávila, de la Universidad de Barcelona, detectó algas que son originarias del noreste del Pacífico. Ávila cree que podrían haber viajado hasta aquí en el agua de lastre de los barcos, sobre plásticos flotantes, adosadas a macroalgas o, quizás, un poco de todo a la vez. Una vez aquí, su expansión se ve favorecida por el aumento de las temperaturas. De hecho, Paula Mato, una bióloga portuguesa que estos días trabaja en base española Juan Carlos I, me comenta que hace unos días fotografió la misma alga que vio Conxita en la cercana isla Rey Jorge.
En realidad, si se compara con otros muchos lugares de la Tierra, no puede decirse que la Antártida tenga una biodiversidad vegetal espectacular. Sin embargo, el mero hecho de vivir aquí, en un lugar tan inhóspito, convierte a cada uno de sus pequeños líquenes o musgos en un tesoro que debe ser mimado para evitar su desaparición no natural. “Cuidado con salirse de los caminos”. El primer consejo que se recibe del jefe de la base cuando se llega a esta instalación científica de isla Livingston.
Como medida preventiva, García Sancho y los responsables de la Juan Carlos I hace años que pusieron cercados con cuerdas en torno a zonas especialmente vulnerables al paso humano. “Por su clima más cálido, Livingston es una isla con una gran variedad en muy poco espacio y esto es una ventaja para las investigaciones en estos temas”, explica. Una de las científicas que estudia esta biodiversidad es Paula Mato, del programa portugués Propolar, que analiza los impactos del cambio climático en las diferentes especies. “Se trata de averiguar la relación entre la funcionalidad de este ecosistema y las diferentes especies vegetales y así construir indicadores del cambio global. Por ello cogemos muestras de líquenes, musgos o plantas, pero también de los suelos en diferentes lugares, porque cada uno tiene unos nutrientes. Buscamos entender los procesos”.
Recién llegada del campamento Byers, en la zona de la isla donde ha estado una semana acampada otros dos investigadores y guías de montaña, su laboratorio está lleno ahora de bolsas con muestras. “Analizo tanto su taxonomía, como la filogenética y la diversidad funcional. Así se puede saber, por ejemplo, si los líquenes con cianobacterias asociadas cambian según la altura o ver si aumenta una especie en un área más que en otra. Aún no tengo resultados, pero es de esperar que si aumenta la humedad, con el calor, habrá más musgos, y con sequía, más líquenes”, explica Paula. “También vemos cómo les afecta el comportamiento del hielo, es decir, la criosfera, que en este caso es el permafrost, o suelos helados”.
Cuando caminas por un frente glaciar antártico y lo ves derretirse bajo tus pies... entra una gran congoja. #CambioClimático #Antarctica #SomosAntártida 👉https://t.co/6OcPC3h8oE pic.twitter.com/PrhLI8EQgS
— Rosa M. Tristán (@RosaTristan) February 26, 2020
De una de las bolsas saca un liquen que he visto mucho estos días por las rocas. Parece seco, pero está vivo y me explica que es un usnea, el llamado detective del ambiente porque su presencia indica cuánta nieve hubo en un lugar y durante cuánto tiempo. Cuando Paula sale al campo, coloca un cerco cuadrado de metal de 30 por 30 centímetros en el suelo y atrapa datos de la tierra y la vegetación que contiene. Luego, esa información la extrapola a áreas más grandes utilizando imágenes captadas por otros investigadores.
Entre ellos, el argentino Gabriel Goyanes, que también es colaborador del proyecto español Permafrost, y Vascu Miranda, portugués. Tienen un sofisticado sistema de software y drones con el que capta inmensas nubes de fotos, con una resolución de centímetros. Me muestran una imagen de esta zona, a 70 metros de altura, para la que han necesitado 3.779 fotos. Su resultado permite tener muchos perfiles diferentes con datos útiles para proyectos muy distintos. Entre otros, para Vegetantar-2, que realiza el propio Miranda y que intenta ver los cambios en la distribución de líquenes y musgos comparando estas imágenes actuales con otras de los años setenta del siglo pasado.
Mucho más micro es el trabajo que realizan los y las eremita, que es como se conoce el proyecto que este año, por tercera vez, visita la base para estudiar la fisiología de esta vegetación. Alicia Perera, Melanie Morales, Marga Roig y Cyril Douthe, los cuatro de la Universidad de las islas Baleares, buscan las características fisiológicas que hace posible que los habitantes de este jardín aguanten un clima tan extremo. Los cuatro pasan horas y horas recogiendo pequeños ejemplares, pero no para guardarlos. Luego, en el laboratorio de la base, los torturan exponiéndoles a diferentes condiciones de temperatura, humedad e incluso con radiaciones ultravioletas para medir su capacidad de resistencia. “Queremos hacer un ranking de especies para ver cuáles son más tolerantes en situaciones de estrés máximo”, explica Alicia Perera. “Estar aquí forma parte de un proyecto más amplio sobre vegetación en muchas partes del planeta, pero este lugar es único porque es un ecosistema sencillo”, puntualiza.
Perera es experta en musgos. Es fácil verla agachada en los jardines’que esta campaña cuida Joan Riba. A veces, les hace el diagnóstico’ en el mismo terreno con un pequeño aparato que mide diferentes parámetros. En otros casos, se los lleva con cuidado a su sala, donde los pasa por la peluquería (la preparación previa) antes de iniciar los experimentos. “Nosotros no estudiamos distribuciones, pero está claro que con el cambio climático llegan otras especies y la pérdida de las que hay aquí sería tremenda porque aunque son pocas tienen unas características y estrategias especiales de supervivencia distintas de las que hay en otros lugares. Con las invasoras, puede que aumente la biodiversidad en cuanto a número de especies, pero el paisaje que vemos sería muy distinto”, señala.
Tras pasar por el edificio de laboratorios, pisar el suelo antártico se complica. Cada musgo y cada mancha en la roca se convierte en un superviviente de un entorno que bien podría ser el de un lejano exoplaneta, capaz de vivir meses bajo cero y sin luz alguna. Al margen de procesos naturales inevitables, en nuestras manos (barcos, ropas y plásticos flotantes) y en nuestras botas está que sigan habitando este espacio.
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