El plan de choque no termina aquí
No basta con la tolerancia hacia el mayor gasto público; hay que dar el paso (difícil) del dinero nuevo
A grandes rasgos, sin entrar en detalles que solo el tiempo permitirá, hay dos maneras o talantes de enfrentarse a una crisis de gravedad en la que estén implicados agentes económicos y decisiones de inversión. La primera de ellas podría llamarse modelo Christine Lagarde: consiste en negarse a actuar como actor principal en la obra sugiriendo que un banco central europeo no está para gestionar los diferenciales de deuda provocados por la crisis en cuestión, en este caso la del coronavirus. Estaríamos ante la mejor representación en un antiDraghi. Al ya expresidente del BCE le debió dar ayer un desmayo al enterarse del escaqueo lagardiano.
La segunda actitud se basa en afrontar la crisis con la convicción de que resulta más útil actuar con los instrumentos económicos disponibles, incluso a riesgo de equivocarse, que seguir un formalismo estéril. Que en el caso de Lagarde es, por añadidura, equivocado. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, compareció ayer tocado con el ademán de Draghi y vino a prometer que “se hará todo lo que haya que hacer” (que recuerda vagamente aquel whatever it takes del verano de 2012). Quizá no haya que tomar las comparaciones al pie de la letra, puesto que el presidente del Gobierno está obligado a responder con medidas de choque a las consecuencias del desbarajuste económico provocado por el virus, pero las actitudes suelen ser definitorias y definitivas, sobre todo para quien queda en peor lugar.
Las medidas anticrisis de Pedro Sánchez son lo que podrán entenderse formalmente como correctas. La moratoria fiscal de seis meses para las pequeñas y medianas empresas (pymes), la inyección de dinero a presión en las comunidades autónomas para reforzar el gasto sanitario y la línea especial del Instituto de Crédito Oficial (ICO) para sostener el andamiaje del mercado turístico, por citar la munición de grueso calibre, señalan intuitivamente el camino que hay que seguir ante un estrangulamiento imprevisto de la economía cuya característica más inquietante es una duración indeterminada. No se trata, a pesar de la insistencia con que se viene repitiendo, de que el Gobierno inyecta 14.000 millones de euros en la economía, puesto que la moratoria fiscal no implica en ningún caso dinero ex novo, sino de un método para ganar tiempo antes de que Europa —y España— estén en condiciones de calcular cuánto tiempo vivirá el dichoso cisne negro entre nosotros. La figura se llama “ganar tiempo”.
El cuadro de choque del Gobierno se entenderá mejor con un par de precisiones oportunas. Que se sepa, el gasto público en el que incurra el Gobierno español para hacer frente a la crisis vírica no genera déficit público, por cortesía de las autoridades europeas recién convertidas (esperemos que para siempre, pero habrá que ver) a los principios de flexibilidad fiscal. No habrá daño para unos Presupuestos Generales del Estado todavía inexistentes. Eso no quita para que, a la vista de las sucesivas prórrogas presupuestarias y a la incapacidad de los Gobiernos españoles para reducir el déficit estructural (el que no depende del ciclo económico), este no sea un momento tan malo o tan bueno como otro cualquiera para lamentar la debilidad tributaria del Estado. Está demostrado que la realidad —léase crisis de cualquier naturaleza— atropella una y otra vez a los Estados cuya estabilidad fiscal depende única y exclusivamente de los ciclos de prosperidad.
La segunda observación es que las decisiones de choque probablemente no acabarán aquí. El propio Sánchez dejó abierta ayer esa posibilidad. En función de cómo se desarrolle la progresión del contagio y de hasta dónde llegue el descosido del tejido empresarial, no solo por la desaparición de empresas sino por la singular disolución de las reglas internas de trabajo que obligan entre otras cosas al mal llamado teletrabajo, habrá que proceder a nuevos aplazamientos fiscales y a conceder más ayudas públicas para los trabajadores atrapados en una crisis económica insólita. El gasto público de emergencia no ha terminado, ni mucho menos; debería quedar claro que lo fundamental es evitar un crash de liquidez y un colapso de la demanda. Y eso solo se consigue con más gasto público.
Dicho lo cual, hay que insistir hasta donde sea necesario en que todas las decisiones que tomen Pedro Sánchez o el resto de los Gobiernos europeos deberían encuadrarse dentro de un plan europeo. Por descontado, ese plan, que todavía no existe —como ha transmitido dolorosamente Lagarde con su resbalón— tiene que dar cobertura a los planes nacionales. No basta con la tolerancia hacia el mayor gasto público; hay que dar el paso (difícil) del dinero nuevo. El Eurogrupo —la reunión de ministros de Finanzas de la zona euro— se reúne el próximo lunes en Bruselas. A ver si el paso empieza ahí.
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