El día después
“Esta es una marca de la peste”, decía mi abuelo, cuando yo le preguntaba por un hueco que tenía en la frente
Domingo. Buenos Aires. La gente se ha lanzado a los supermercados en una estampida de guerra nuclear. Yo también voy. A comprar piedritas para la bandeja sanitaria de las gatas. No hay fila porque es un supermercado chino, pero estaría igual de vacío si fuera de italianos o españoles, sólo que los chinos tienen la mala suerte de que la nacionalidad se les note en la cara. A la noche llamo a mi padre. Está furioso. Tiene apenas 19 años más que yo. Dice que mi hermano y sus empleados quieren encerrarlo en su casa por miedo a que los contagie. Le digo que no es por ellos, sino por él, que es él quien no debe contagiarse. Grita, indignado: “¡Ellos tienen miedo, yo no! Es una guerra contra los viejos, un virus perfecto para aniquilar estorbos”. Pienso en esa frase con la que machacan: “Es peligroso para las personas mayores, no tanto para los jóvenes”, en el alivio que deben sentir muchos al pensar “Ah, tengo 45, 32, 20”. En los ¿salvados? por el azar de las fechas. Todo lo que parecía sólido es menos sólido que el aire.
Hasta hace días hablábamos del avance de la derecha, de la xenofobia, del nacionalismo, de Trump y Bolsonaro como las bestias negras. Ahora, en un escenario de guerra química, desde los balcones de Italia se entona el himno nacional y hasta los más herejes se sienten trastornados de patriotismo, mareados de emoción, cantando “Estamos listos para morir, Italia ha llamado”. Los ciudadanos claman a sus Gobiernos que les impidan viajar, que los vigilen, que cierren las fronteras, que expulsen a los extranjeros, que la policía patrulle. La cuarentena obligatoria ha transformado la delación en orgullo ciudadano, la sospecha en solidaridad: “Denunció a su vecino porque no cumplía con la cuarentena”. El encierro se vive como alivio, el control social como deber. La distancia con el otro como “señal de amor”.
“Esta es una marca de la peste”, decía mi abuelo, cuando yo le preguntaba por un hueco que tenía en la frente. Era sirio. En Siria había tenido “la peste negra”. Es probable que haya sido la misma que mató a la familia de mi abuela, también siria, que una mañana de sus 12 años fue a misa —eran católicos ortodoxos— y, cuando volvió, “había venido un mal aire” y encontró que sus hermanos y su madre estaban muertos. Para salvarla, su abuela la metió en un barco con rumbo a la Argentina y no volvieron a saber nada la una de la otra. Ella hablaba de esa mañana fatídica con un llanto que a mí me daba vergüenza. Si ahora mi abuela tuviera 12 años, no tendría ningún lugar para esconderse. Ningún lugar adonde ir.
Muchos tienen miedo y tienen vergüenza de tener miedo. Y muchos no tienen miedo pero no pueden decir que no tienen miedo porque no tener miedo los vuelve peligrosos.
El hombre con quien vivo mencionó hace unos meses, cuando mataban camellos en Australia para que no acabaran con el agua necesaria para apagar incendios, la frase “rifle sanitario”. Encuentro un artículo de 2009 firmado por el ingeniero Saúl A. Ubici, de Bahía Blanca. Dice que el rifle sanitario tiene por objeto “eliminar animales peligrosos con el fin de parar el avance de la enfermedad (…) consiste en la eliminación lisa y llana de los enfermos, por las dudas. Una especie de eutanasia inconsulta para prevenir males mayores”. El artículo habla de las vacas con aftosa.
No sé de qué peste se enfermó mi abuelo, cuál mató a la familia de mi abuela. No lamento no haberles preguntado. Me alegro de haberlos acompañado en la agonía, de haber podido mentirles: “No te preocupes, mañana vas a estar mejor”. Me alegro de que no se hayan muerto como ahora hacemos morir a los viejos: solos, quizás con qué recuerdos, con qué miedos.
Todos mis amigos están lejos: en España, en Chile, en México. Pienso en ese poema de Borges: “¿Quién nos dirá de quién, en esta casa, / sin saberlo nos hemos despedido?”.
Nos quedará un mundo después de esto. ¿Pero qué mundo nos quedará después de esto?
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