¿Por qué deberías ser más de Scottie Pippen que de Michael Jordan?
Era uno de los mejores jugadores de la NBA pero no estaba ni entre los 100 que más cobraban. Scottie Pippen, el Sancho Panza de Michael Jordan, ha explotado tras ver cómo se le retrata en el documental 'El último baile'. Es hora de hacerle justicia
Le llamaban “el mudo”, “el autista”, “la esfinge”. Scottie Maurice Pippen (Arkansas, 1965) pasó una década de su vida compartiendo vestuario con Michael Jordan, uno de los deportistas más ruidosos de la historia del deporte. Inmerso en el estruendo mediático que rodeaba a los Chicago Bulls de MJ, Scottie supo quedarse callado y optó por crecer en la sombra hasta alcanzar una estatura deportiva inmensa. Durante años, dio lecciones de sensatez, humildad y profesionalidad en un equipo al que Jordan había impregnado de su propia arrogancia y desmesura. El silencio fue uno de los ingredientes esenciales de su particular receta ganadora. Pero estos días, el actor secundario Pippen ha pedido la palabra y, por una vez, se ha atrevido a hacer ruido, aunque sea a través de un portavoz improvisado, el periodista de la ESPN David Kaplan.
El detonante ha sido El último baile, el documental deportivo que todo el mundo ha visto. Una obra maestra del audiovisual concebida, por supuesto, a mayor gloria de Michael Jeffrey Jordan. Tras ver el último par de capítulos de la serie, el mudo dice haberse quedado “lívido”, “consternado” y “furioso”. Aquello no es la crónica de una gesta colectiva, no es el homenaje que merece un equipo de leyenda y, sobre todo, no es el relato honesto y plural que le prometieron cuando aceptó participar en el proyecto. Y Pippen no es ni un monje ni un filósofo, sino un hombre sencillo, de extracción humilde, que consiguió dejar atrás una infancia catastrófica para convertirse en uno de los mejores jugadores de baloncesto de su generación, y ya no está dispuesto a que se siga reescribiendo la historia del deporte a sus expensas.
En el arte y en la vida abundan los actores secundarios que acaban resultando mucho más interesantes que los cabezas de cartel. Astérix, el héroe insulso y sin atributos, tiene mucho que envidiarle al glotón, suspicaz y bienintencionado Obélix. Sancho Panza es la verdadera brújula moral de El Quijote y Yago el ser humano más complejo y poliédrico de Otelo. El borracho al que interpreta Dean Martin en Río Bravo tiene mucha más sustancia que el héroe de una pieza al que da vida John Wayne y son los personajes de Sal Mineo y Natalie Wood, no el de James Dean, un cliché portátil, los que hacen que valga la pena volver a ver Rebelde sin causa. Pippen lo tenía todo para ser el protagonista de su propia rapsodia deportiva. Era un atleta formidable, un alero alto de una enorme exuberancia física, con muy buenos fundamentos técnicos y una notable comprensión del juego. Pero su mejor virtud tal vez fuese la capacidad instintiva de poner todas esas cualidades al servicio del equipo. Y era esa predisposición al esfuerzo gregario y esa (relativa) falta de ego la que le predisponía para el papel de actor secundario. Para Sam Quinn, redactor deportivo de la CBS, “no es fácil para un deportista del talento de Pippen resignarse a la función de eterno escudero”. Pese a todo, Quinn considera que a Scottie “no le fue nada mal, porque tuvo una carrera magnífica, con seis anillos de la NBA y siete participaciones en el partido de las estrellas y, además, su carácter introvertido y algo melancólico hizo que le resultase cómodo estar relativamente alejado de los focos”. En cierto sentido, “podría decirse que el trabajo sucio que Pippen hizo para Jordan en la cancha lo hizo Michael para Scottie fuera de ella”.
Sin embargo, Josh Planos, redactor de la página FiveThirtyEight, considera que Pippen pagó “demasiada cara” esa tendencia a permanecer en la trastienda y esa supuesta falta de carisma y de capacidad para lidiar con los medios. Según analizaba Planos en un artículo reciente, durante la temporada 1997-98, en la que se centra en gran medida El último baile, Jordan percibió un salario de más de 33 millones de dólares. Pippen se quedó en menos de una décima parte, 2,7 millones, muy alejado de las cifras de Dennis Rodman, Ron Harper y Toni Kukoc, que superaron los 4,8 millones, e incluso por detrás del pívot Luc Longley, que superó los 3,1. En opinión de Planos, “que Pippen, el mejor jugador de la plantilla tras Jordan según casi cualquier indicador de rendimiento objetivo, cobrase casi dos millones de dólares menos que Harper y 400.000 menos que un meritorio como Longley constituía, sin duda, una injusticia flagrante y un agravio”.
El Scottie Pippen jugador de baloncesto ya quedó atrás. Fue infravalorado en vida, convivió con un tirano superdotado que concebía el éxito como una proyección de su ego, sufrió todo aquello en silencio y, aun así, consiguió disfrutar de la experiencia, porque bien está lo que bien acaba.
Pero el caso es que Pippen ya había dejado atrás ese agravio. En otoño de 1997, cuando arrancaba la temporada triunfal que llevaría a la conquista del sexto anillo, se declaró en rebeldía tratando de forzar un traspaso a un equipo dispuesto a pagarle lo que merecía. El asunto se resolvió, supuestamente, con un pacto entre bastidores con Jerry Krause, gerente de los Bulls. Pippen volvió a la disciplina del equipo, recuperó su receta de silencio y esfuerzo incondicional e incluso resultó decisivo en el último partido de la serie, que disputó lesionado. Al año siguiente fichó por los Houston Rockets. “Trató de demostrarse a sí mismo que podía ser campeón sin Jordan y fracasó en el intento”, según recordaba estos días con una cierta crueldad Charles Barkley, y aún compitió cinco temporadas más antes de retirarse del baloncesto a los 38 años, en 2004. Lo hizo pudiendo presumir de una carrera deportiva magnífica, a la altura de los mejores, y con algún millón de menos en su cuenta corriente, pero, como dijo en su día Kanye West, llegados a un cierto nivel de ingresos, la pregunta ya no es cuánto dinero tienes, sino cuántos Ferraris necesitas en tu garaje para ser feliz.
Desde que se retiró, Scottie se mantenía bastante alejado de los focos. Parecía en paz consigo mismo y con su legado. Mantuvo con Jordan una relación esporádica, correcta pero no demasiado cordial, pero el caso es que nunca habían sido verdaderos amigos y nunca se perdieron el respeto en público. Esos antecedentes hacen que la furia que Pippen ha expresado estos días contra su antiguo socio y contra El último baile resulte difícil de entender. Después de todo, ¿cuál es la imagen que el documental da de Scottie? La de un niño grande, un gigante benigno ferozmente competitivo en la cancha y sensato y tranquilo fuera de ella. Un magnífico jugador de equipo y un talento en absoluto desdeñable, autor, entre otras hazañas, del considerado uno de los mejores mates de la historia, contra los New York Knicks en 1994, atropellando en el intento a esa montaña de músculo que era Patrick Ewing, una imagen que se repite en varios de los capítulos.
La serie se recrea mucho en el esfuerzo agonístico que supuso para él disputar renqueando ese legendario partido final en Salt Lake City, mostrándole como un gladiador incombustible. Cierto que se le hacen reproches, como su pulso salarial de otoño del 97 o el día, durante el periodo en que Jordan se dedicaba a jugar a béisbol, en que se negó a jugar los últimos segundos de un partido crucial porque Phil Jackson determinó que el tiro decisivo no se lo jugase él, sino Toni Kukoc. Pero por momentos parece que, en la estricta jerarquía de héroes, villanos y adláteres que traza El último baile, Pippen sea el segundo protagonista, a años luz der Jordan pero por encima incluso de Dennis Rodman y Phil Jackson. Compañeros como Ron Harper, Horace Grant, Toni Kukoc, John Paxson o B.J. Armstrong tienen razones mucho más sólidas para sentirse arrinconados y ninguneados. Aún peor resulta el tratamiento despectivo que reciben rivales que han aceptado colaborar con el documental como Isiah Thomas, Gary Payton o Byron Russell, y clama al cielo la crueldad con que Jordan despacha a su jefe, Jerry Krause, su presunto amigo Charles Barkley o su compañero Scott Burrell, un espíritu libre castigado con dureza precisamente por serlo. Y qué decir del desleal rapapolvo que la estrella propina a Doug Collins, el entrenador que se rindió a su talento y, básicamente, puso al equipo a sus pies y le dio el balón para que hiciese con él lo que quisiese, una claudicación ante la lógica del individualismo narcisista que acabaría corrigiendo Phil Jackson.
Ellos son los verdaderos damnificados, y algunos se han quejado. Pero es la queja airada de Pippen, el eterno secundario, el escudero silencioso y sumiso, la que más ha llamado la atención. ¿Qué puede haberle molestado hasta ese punto? Según Sam Quinn, puede haber sido “la condescendencia”. El paternalismo casi jocoso con el que un Jordan siempre encantado de conocerse se refiere a Pippen como “mi mejor socio”. Frases como “son cosas de Scottie”, “Scottie es así” o “a ese tipo hay que quererle”, pronunciadas con la sonrisa sarcástica del que se sabe uno de los grandes iconos pop del siglo XX. Frases que han sido tal vez estocadas definitivas al corazón, al sentido de la dignidad y a la autoestima de Pippen.
El Scottie Pippen jugador de baloncesto ya quedó atrás. Fue infravalorado en vida, convivió con un tirano superdotado que concebía el éxito como una proyección de su ego, sufrió todo aquello en silencio y, aun así, consiguió disfrutar de la experiencia, porque bien está lo que bien acaba. Lo que no está dispuesto a tolerar es el chuleo condescendiente. Que 22 años después vuelva su némesis, su líder y su pesadilla, a apropiarse de nuevo de los éxitos colectivos y recompensarle a él con una ultrajante palmadita en la espalda. Tal vez todo esté resumido en una de las escenas de mayor riqueza semántica de El último baile, una conversación de vestuario, una vez ganado el título, en la que Jordan busca la complicidad de Pippen burlándose por enésima vez del pobre Scott Burrell: “Scott, esto se ha acabado. Espero no volver a verte nunca más. Si me cruzo contigo en Miami ya no seremos compañeros de equipo y te patearé el culo”. Un mortificado Burrell opta por tomarse este último agravio como una broma, aunque su mirada de rabia contenida deja clarísimo que no le está haciendo la menor gracia. A Pippen, sentado entre los dos, bastante más cerca de Burrell que de Jordan, se le congela el intento de sonrisa. En su mirada se lee el que hubiese sido un perfecto epitafio para la serie y para una de las relaciones de codependencia deportiva más triunfantes pero también más disfuncionales de la historia: “¡Qué ganas tengo de perderte de vista, Michael Jordan!”.
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