Las herederas de dos siglos de injusticia
Esta es la historia de las mujeres tamiles que se dedican a la recogida del té en Sri Lanka. Aunque su situación ha mejorado desde que sus ancestros llegaron al país procedentes de India para trabajar en las plantaciones, todavía reclaman mejores salarios para sobrevivir
Las plantas de té se extienden desde las vías del tren como un manto verde que cubre toda la colina, mientras un grupo de mujeres con cestos a sus espaldas se mueven como pequeñas hormigas en medio de ese color uniforme. Se trata de Nanu Oya, un pequeño pueblo del distrito de Nuwara Eliya, en las tierras altas de Sri Lanka.
La antigua Ceilán es el cuarto país productor de té del mundo, detrás de China, India y Kenia, con una producción anual que ronda los 300 millones de kilos de uno de los tés más exquisitos, con propiedades únicas y un sabor característico por las condiciones ambientales de su cultivo. Como el de Nuwara Eliya, que con una altitud de 1.869 metros sobre el nivel del mar es la región productora de té más importante de Sri Lanka.
El cultivo de té fue introducido por los británicos en el siglo XIX después de que el del café fracasara a causa de una enfermedad fúngica que provocó un gran colapso económico, el abandono de las plantaciones y el regreso de muchos terratenientes a Europa. Fue entonces cuando el escocés James Taylor ayudó a la isla a reinventarse. Dedicado en realidad al café, Taylor fue el pionero al plantar en 1867, antes de la devastadora plaga, unas plantas de té que trajo de un viaje a la India y comprobar que este nuevo cultivo era más adecuado al clima cálido y húmedo de Sri Lanka que el del café.
El éxito de las plantaciones de té demandaba mucha mano de obra y se empezaron a reclutar trabajadores de la India provenientes de regiones tamil. Los británicos desarrollaron un sistema de trabajo por contrato que ataba a los trabajadores a las plantaciones en condiciones que no eran muy distintas a las de la esclavitud supuestamente abolida. Los trabajadores llegaban a la isla con una gran deuda por su reclutamiento, y no fue hasta 1922 que se promulgó una ley que impedía que los trabajadores migrantes se vieran obligados a pagar su propio transporte de la India a Ceilán. Vivían hacinados en chabolas, sin saneamiento, sin agua, sin instalaciones médicas ni escuelas para sus hijos. Las condiciones de trabajo eran muy duras por la cantidad de horas que tenían que trabajar, las cuotas que se les exigía y el trato por parte de los supervisores.
Cuando Sri Lanka se independizó en 1948, fueron legalmente designados como "inmigrantes temporales", negándoles la ciudadanía. En la década de 1960, un acuerdo entre los gobiernos de Sri Lanka y la India condujo a la repatriación forzada a la India para cientos de miles de trabajadores tamiles, la mayoría de los cuales habían pasado toda su vida en Sri Lanka. Como compensación, a otros se les permitió permanecer y convertirse en ciudadanos, aunque este proceso fue extremadamente lento. En la década de 1980, como resultado de huelgas y otras acciones laborales, y el deseo del gobierno de reducir la posibilidad de que los trabajadores apoyaran a los secesionistas tamiles en el Norte y el Este, la nueva legislación otorgó la ciudadanía a los trabajadores de las plantaciones tamiles y la igualdad de remuneración para hombres y mujeres.
Son las ocho de la mañana en Nanu Oya y Cowsalliyadevi Palani ya hace un par de horas que está despierta, ha dejado comida preparada y se está acabando de vestir para ir a trabajar. Palani tiene 50 años y lleva desde los 16 trabajando en las plantaciones de té. Ella es una de las 500.000 trabajadoras que hay actualmente en la industria del té de Sri Lanka, descendiente, como la mayoría de la mano de obra del sector, de tamiles llegados desde la India en el siglo XIX. Después de ponerse varias capas de ropa, atarse una tela en la cintura a modo de delantal, un pañuelo en la cabeza y colocarse el cesto en el que recogerá las hojas de té a lo largo del día en su espalda, sale a la puerta de su casa donde la espera una vecina que también trabaja en la plantación. “Vamos, rápido, que llegaremos tarde”, le dice a su vecina mientras cierra la puerta, y juntas emprenden el camino hacia la plantación.
Cada vez hay menos mujeres trabajando en la plantación, las más jóvenes no quieren porque se gana muy poco y es un trabajo muy exigente Cowsalliyadevi Palani, recolectora de té
Al llegar al pie de la plantación un supervisor las espera para darles indicaciones de la zona en la que deberán trabajar hoy y revisar sus cartillas, donde al terminar la jornada anotará los kilos de hojas de té recolectados. Una vez cubierto el trámite, las mujeres empiezan a subir la colina, muchas de ellas descalzas, para entremezclarse con las plantas de té y empezar a arrancar las hojas más tiernas. “Tengo un hijo y una hija y por suerte ninguno trabaja en la plantación”, comenta Palani. “Cada vez hay menos mujeres trabajando en la plantación, las más jóvenes no quieren porque se gana muy poco y es un trabajo muy exigente”, explica sonriendo mientras sus manos no paran de arrancar hojas de té.
Para poder cobrar el salario básico diario de 700 rupias (unos 3,50 euros), Palani tiene que recoger un mínimo de 18 kilos de hojas de té. “La mayoría de hombres que antes trabajaban en el té ahora se dedican a otras cosas”, exclama encogiéndose de hombros. “Muchos de ellos tienen huertos con los que ganan más que en la plantación”. Al terminar la jornada, después de horas bajo el sol, descienden la colina cargadas con el cesto de la espalda y un saco en la cabeza llenos de hojas de té, hasta donde las espera de nuevo el supervisor para pesar todo lo que han recolectado. “Hoy ha sido un buen día, he conseguido recoger más de 18 kilos”, dice sonriente mientras mira su cartilla, “ganaré un poco más de 700 rupias”.
Después de casi 200 años desde su llegada a Sri Lanka, los trabajadores de las plantaciones de té todavía hoy no tienen los mismos derechos y privilegios de otros ciudadanos del país. A pesar de un sistema salarial garantizado y la provisión de viviendas, las condiciones en las plantaciones todavía hacen que los trabajadores se encuentren entre los segmentos más marginados y empobrecidos de la población. Su arduo trabajo beneficia a los propietarios de las plantaciones, al país y a la balanza comercial, mientras que ellos siguen sumidos en la pobreza. Sus quejas se escuchan solo al firmar convenios colectivos una vez cada dos años, aunque sistemáticamente se retrasa la aprobación de dichos convenios colectivos de los que como mucho solo consiguen incrementos de salario insignificantes.
Ante esta situación, frustrados con sus salarios estancados y con el constante incremento del coste de vida, han ido proliferando las protestas en diferentes regiones del país para reclamar un salario justo, y decenas de miles de trabajadores de las plantaciones en toda la isla se han unido en la lucha por un salario de 1.000 rupias diarias (unos cinco euros) bajo el denominado 1000 Movement, una de las movilizaciones de trabajadores más grandes de Sri Lanka en la historia reciente, tanto en su demostración de fuerza como en su extensión geográfica.
El último convenio colectivo debía renovarse el 15 de octubre de 2018, pero las empresas se negaron a acceder a la demanda del salario de mil rupias y hasta finales de enero de 2019 no se firmó un nuevo convenio colectivo, que aumentó el salario básico de 500 a 700 rupias, todavía 300 rupias por debajo de la cantidad que los trabajadores habían exigido enfáticamente. Pese al aumento del 40% del salario básico, al final el aumento real fue solo de 20 rupias (10 céntimos de euro). Con el anterior convenio el salario total era de 730 rupias al día, resultante de 500 rupias de salario básico diario y 230 rupias de incentivos, y con esta última negociación, aunque se aumentó el salario básico a 700 rupias y el incentivo fijo a 50 rupias, se quitaron los incentivos de asistencia y de productividad, con lo que el salario diario total quedó en 750 rupias.
Si bien los empresarios defienden el aumento del 40% como un paso significativo, el asunto está lejos de resolverse. Las empresas argumentan que los trabajadores pueden ganar incluso más que las 1.000 rupias exigidas con el aumento del pago por kilo adicional (40 rupias por kilo frente a las 25 rupias por kilo que se pagaban antes), destinado a mejorar la productividad. Y aunque las protestas se hayan detenido en las plantaciones y solo queden pequeños grupos de simpatizantes en Colombo que continúan llevando a cabo manifestaciones esporádicas exigiendo el salario mínimo de 1.000 rupias, la lucha por ese salario básico que comenzó en 2016 continuará, porque defienden que un salario digno no puede estar por debajo de cinco euros diarios.
Lo primero que hace Palani al llegar a casa después de trabajar, incluso antes de cambiarse de ropa, es ir corriendo a buscar a su nieta de nueve meses. Su cara se ilumina cuando la tiene en sus brazos, como si eso fuese lo único que necesitase para recuperarse de un duro día de trabajo. “Es el pequeño juguete de la casa, lo más valioso que tengo”, comenta feliz. La deja un segundo para cambiarse de ropa, asearse y comer un poco de arroz con curry, y rápidamente vuelve de nuevo a jugar con ella. “No me gusta lo que hago, es un trabajo muy duro”, dice con una media sonrisa, “pero estoy muy contenta porque después de siete generaciones yo seré la última de mi familia que tendrá que trabajar en la plantación de té”.
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