La falacia de los Oscar: ¿por qué hay gente que cree que las nuevas normas arruinarán sus películas favoritas?
La iniciativa de la Academia de estimular la diversidad de género, de raza, de condición e identidad sexuales han suscitado una serie de reacciones de los defensores de lo "políticamente incorrecto" que, una vez más, se basan en mentiras
El pasado martes, la Academia de Hollywood publicó una serie de nuevos requisitos para que una película pueda estar nominada al Oscar. El objetivo de esta iniciativa es estimular la diversidad de género, de raza, de condición e identidad sexuales y de capacidad física o cognitiva. A pesar de que dichos estándares propongan criterios flexibles que prácticamente cualquier película de los últimos 40 años cumpliría sin problema, en cuestión de horas miles de personas estaban expresando su ultraje en las redes sociales. Según ellos, se trata de un nuevo ejemplo de censura en nombre de la corrección política. Según ellos, a partir de 2024 (cuando entrarán en vigor los nuevos estándares) solo podrán estar nominadas al Oscar las películas que incluyan mujeres, negros, gais y discapacitados. Lo primero es una cuestión de opinión, lo segundo es directamente falso. Pero por lo visto, da igual.
Los Oscar han vuelto a importar. Quizá su audiencia suba en 2024, aunque solo sea porque muchos espectadores sintonicen con la gala para indignarse a tiempo real
Los nuevos criterios de la Academia resultan sencillos, si se observan con detenimiento. Hay cuatro categorías en las que una película puede tener una plantilla de trabajadores diversa: sus actores, sus creativos, sus becarios y su equipo de promoción. Para no ser descartada por la Academia, una película debe cumplir cuotas de diversidad en dos de esas cuatro categorías. Es decir, que una película cumplirá los nuevos requisitos si tres de sus becarios y dos de sus 14 jefes de departamento pertenecen a alguna minoría. O si su protagonista y más de uno de sus ejecutivos de marketing pertenecen a alguna minoría. Se trata de una representación tan pequeña y tan flexible que cualquier producción puede alcanzarla sin verse alterada: todas las películas nominadas durante las últimas décadas seguirían estándolo bajo esta nueva normativa. Sin embargo, miles de personas han decidido creer lo contrario.
Estrellas como James Woods o Kirstie Alley fueron los primeros en criticar a la industria desde dentro. La actriz exclamó: “¿Os imagináis decirle a Picasso lo que tenía que pintar en sus putos cuatros? Se os ha ido la cabeza”. “A partir de ahora será difícil, si no imposible, hacer muchas películas históricas. Una película rigurosa factual sobre la Revolución Americana no cualificaría” tuiteó Woods, quien continuó: “Así que, camaradas, estas son los nuevos requerimientos obligatorios para la elegibilidad a Mejor Película. Pensemos en ganadoras del pasado que NO cualificarían bajo estas reglas demenciales: El padrino, Salvar al soldado Ryan, etc”. Salvar al soldado Ryan no ganó el Oscar (se lo arrebató Shakespeare enamorado), pero la realidad no parece interesarle a James Woods.
Entre el público español también se extendió la falacia de que la Academia pretende obligar a las películas a que incluyan minorías. “Esto es peligrosísimo para la calidad del cine, ¿qué pasará entonces con una película ambientada en la Edad Media?” –escribió un tuitero con casi 44.000 seguidores– “Películas como '1917' o 'La La Land' no podrían optar a los Oscar, según este nuevo baremo” (ambas estarían nominadas sin problema). Opinar sin haberse informado es una práctica habitual en las redes sociales, pero esta costumbre ha llegado a los medios generalistas: la revista Papel sacó en portada una ilustración de una estatuilla del Oscar con el pelo afro, un guante negro, una pierna prostética y un zapato de tacón en la otra. El titular, “Lo que el buenismo se llevó”, iba acompañado de una descripción absolutamente falsa de la nueva normativa de la Academia.
La provocación como reclamo es subjetiva. La mentira no lo es. Sin embargo, el público ya está acostumbrado a lo que los medios americanos, desde el inicio de la campaña presidencial de Donald Trump, denominan la “post-verdad”. Precisamente Trump protagonizó un ejemplo de esta práctica esta misma semana. El miércoles Twitter incluyó en su sección de noticias que el presidente de Estados Unidos había sido nominado al premio Nobel de la Paz. La realidad es que un parlamentario noruego, afín a la ideología de Trump, lo propuso como candidato. Por proponer, cualquiera puede proponer a cualquiera. Y esa es una sugerencia que no tiene nada que ver con el comité de los Nobel, pero el titular de Twitter (del que se hicieron eco cientos de medios online y miles de usuarios en redes sociales) daba a entender que Trump era un firme nominado oficial al Nobel de la Paz. Esto, claro, atrae risas, indignación o apoyos. Y esas tres cosas significan más tráfico en la web que lo publica.
Hay un trasfondo ideológico en extender el bulo de los Oscar. La gente que se ultraja ya viene cabreada de antes: esa información (falsa) encaja en la narrativa de que la corrección política es opresora. Encaja en una idea preconcebida, en un prejuicio y en lo que ese tuitero indignado quiere creer
Julio Montes, co-fundador de la web de verificación de bulos Maldita.es, explica que mucha gente no distingue entre una cabecera fiable y una web creada para desinformar. “Se han creado centenares de webs con apariencia de medios con el objetivo de influir con mentiras en el debate público” indica Montes. “Además, el campo de batalla que han elegido es el más propicio para ellos: las redes sociales (perfiles falsos, bots y comunidades dispuestas a difundir mentiras y sobredimensionar situaciones) y sobre todo WhatsApp (grupos cerrados donde no sabemos qué mentiras se mueven y donde es muy difícil pararlas). La intención es clara y nos llevan ventaja, ellos solo quieren polarizar y mentir no es un problema sino una herramienta para ellos. Antes nuestra labor era contar noticias, ahora también lo es que no se la cuelen a nuestros lectores”.
Montes considera que los lectores tienen demasiadas ocupaciones en su día a día para contrastar toda la información que les llega, algo que solo hace una pequeña parte de la población. “Luego tenemos la pata de la creencia ideológica. Hay personas muy difíciles de convencer por mucho que les presentes pruebas, casi imposible, pero ese no es el mayor problema. La clave es que esta gente es muy activa en grupos de WhatsApp y poco a poco sus mentiras pueden hacer mella en otras personas de esos grupos” señala.
Incluso cuando Maldita.es desmiente un bulo mediante múltiples fuentes, datos contrastados e investigaciones rigurosas, sigue habiendo lectores difíciles de convencer. “Lo suyo pasa a ser una creencia. Sobre todo en un momento de tanta polarización. Ellos no son nuestro objetivo principal; ellos mueven desinformación sin parar. Es muy importante cómo llegamos a los no convencidos: cuando le decimos a alguien que algo no es cierto, que es un bulo, no lo podemos hacer de manera prepotente ni para dar un zasca. A todos nos pueden colar un bulo y nuestra misión es intentar mejorar el ecosistema comunicativo actual, donde un buscador da el mismo valor a un contenido de El País que a uno desinformador de una web creada únicamente para mentir” concluye. La mentira, la desinformación o las verdades a medias azuzan una guerra cultural librada a diario. Y, aunque pueda parecer un fenómeno reciente, las tensiones entre “ofendiditos” llevan tres décadas gestándose.
En 1991, el reaganismo había calado con tanto éxito en la espina dorsal de la sociedad estadounidense que los demócratas decidieron centrar el discurso de su nuevo candidato, Bill Clinton, en una sola estrategia: ahora los progresistas se ultrajarían con la misma indignación con la que, tradicionalmente, solo se ultrajaban los conservadores. Así nació la corrección política de los 90, cuando se asentaron términos como “afroamericano” (en vez de negro), “discapacitado” (en vez de retrasado o tullido) y “encuentro entre civilizaciones” (en vez de descubrimiento de América). Y si alguien no se adaptaba a esta nueva mentalidad, los progresistas llamarían al boicot que tan buenos resultados les venía dando a los conservadores.
“La defensa de la diversidad y la corrección política es ahora el sistema. Es lo mayoritario y lo canónico, lo que los americanos llaman establishment. Por eso un empresario multimillonario como Trump puede postularse como un enemigo del sistema, presumiendo de que él no habla como los políticos"
Isabel Vázquez, guionista y periodista cultural
Con el tiempo, esta práctica ha recibido el nombre despectivo de “reaccionismo progre”. Pero se ha asentado con tal peso que, según la periodista cultural y guionista Isabel Vázquez, la mentalidad progresista es el nuevo conservadurismo. “La defensa de la diversidad y la corrección política es ahora el sistema. Es lo mayoritario y lo canónico, lo que los americanos llaman establishment. Por eso un empresario multimillonario como Trump puede postularse como un enemigo del sistema, presumiendo de que él no habla como los políticos. A efectos de percepción pública, ahora los que se autodenominan 'políticamente incorrectos' son el nuevo Easy Rider. Ir contra la diversidad es antisistema, es macarra y es rebelde, cuando hasta hace pocos años esas eran etiquetas exclusivas de los progresistas más extremos”, afirma Vázquez. La simplificación de esta reflexión es un meme que lleva años resurgiendo cada dos por tres en internet: aquella frase de Winston Churchill que decía “los fascistas del futuro se llamarán a sí mismos antifascistas”. Churchill nunca dijo esa frase pero, a estas alturas, qué más da.
Porque hay un trasfondo ideológico en extender el bulo de los Oscar. La gente que se ultraja ya viene cabreada de antes: esa información (falsa) encaja en la narrativa de que la corrección política es opresora. Encaja en una idea preconcebida, en un prejuicio y en lo que ese tuitero indignado quiere creer. Aviva las llamas de un odio que ha elegido la cultura popular como su campo de batalla: hubo críticas a Disney por “forzar la diversidad” poniendo una mujer Jedi como heroína de la última trilogía de Star Wars o por contratar a una actriz negra para hacer de Ariel en el próximo remake de acción real de La sirenita. Y entre los que se indignan y los que tratan de corregir (con mejores o peores formas) a esos indignados, la noticia vuela y genera miles de clics. La moderación no da visitas, mientras que la polarización sustenta económicamente a muchos medios de comunicación.
Porque, incluso habiendo leído y comprendido los nuevos criterios de los Oscar, hay críticas lícitas que se pueden hacer a esta iniciativa. Por un lado, la Academia se ha autoerigido como un organismo regulador que nunca ha sido. De hecho, nació en 1928 con el único objetivo de dar premios para que las estrellas saliesen engalanadas en las revistas, alimentar la idolatría del público y que creciese la asistencia a las salas de cine pero adoptó el nombre de “Academia” (sin ser en ningún caso una organización académica) porque sonaba europeo e importante. Por otro lado, estos nuevos baremos de selección podrían perjudicar al cine independiente: un gran estudio se puede permitir contratar tres becarios y un par de creativos de marketing para cubrir cuotas, pero una productora pequeña no tiene dinero para fomentar tal diversidad y, en algunos casos, tendrá que contratar a profesionales menos talentosos solo para poder entrar en los Oscar.
Y por último, resulta cuestionable que se meta en el mismo saco a mujeres, personas de color, personas LGTB y discapacitados como si fuesen fichas coleccionables. Por ejemplo, la nueva regulación permitirá que un estudio solo contrate gente blanca (si hay un par de gays y alguna mujer) o solo hombres (si incluyen algún hispano, algún negro y un becario en silla de ruedas). Por no hablar de que es ilegal preguntarle a un profesional por su condición sexual para contratarlo. Pero estas observaciones, claro, no resultan tan incendiarias ni quedan tan bien en una portada.
En la prensa siempre se ha dado un lema satírico: “No dejes que la verdad te arruine un buen titular”. Y la anarquía no regulada de las redes sociales ha repetido el chiste hasta despojarlo de toda gracia. Ahora hay demasiada gente que no está dispuesta a dejar que la verdad les arruine un buen tuit, especialmente si reafirma algo que esa gente ya pensaba. Nadie parece tener en cuenta, por ejemplo, que Disney no es ninguna ONG: si ponen una mujer Jedi o una Ariel negra no es porque sean tan buenas personas que no pueden controlar su benevolencia, sino porque ambas películas tienen una recaudación colosal garantizada y las innovaciones en la diversidad contribuyen a darle publicidad extra al proyecto mientras sanean la imagen pública de la empresa.
Al final, el porcentaje de espectadores que dejarán de ir a ver estas películas es ínfimo comparado con la publicidad gratuita que alcanza su apuesta por la diversidad. La Academia tampoco es ningún alma caritativa: la gala de los Oscar ha perdido diez millones de espectadores en Estados Unidos durante los últimos seis años y necesita volver a ser relevante. Y al menos esta semana han conseguido que miles de personas a las que no les importan los Oscar (cuando no directamente los desprecian) debatan enardecidamente sobre ellos. Los Oscar han vuelto a importar. Quizá su audiencia suba en 2024, aunque solo sea porque muchos espectadores sintonicen con la gala para indignarse a tiempo real. La Academia ha acabado, de este modo, sucumbiendo ante la práctica desesperada de provocar opiniones extremas para que alguien le haga caso. Pero ya lo decía Ana Milán en Paquita Salas: “Sí, somos trending topic, ¿pero somos el trending topic que queremos?”
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