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Instituciones | Perder el miedo, vencer la desconfianza

Ilustración de Señor Salme.
Ilustración de Señor Salme.
Víctor Lapuente

España está atrapada en un círculo vicioso de ciudadanos que desconfían de sus gobernantes y gobernantes que desconfían de sus ciudadanos, empresas y administraciones

De la pompa de la Casa Real al jabón de la residencia de ancianos, nuestras instituciones públicas gozan de mala prensa. Viene de lejos. En concreto, de 2009. Hasta entonces, los españoles teníamos más confianza en las instituciones que la media europea. A partir de la crisis financiera, caímos en un pozo, del que la economía emergió momentáneamente, pero la psique nacional no.

Y la pandemia ha echado sal sobre nuestras heridas colectivas: una política nacional crispada, un Estado autonómico descoordinado y unas Administraciones asfixiadas por los recortes y osificadas por el burocratismo procedimental. El virus ha dejado al descubierto el fuselaje de nuestro sector público, rígido y lento en la gestión de los datos y la gobernanza interadministrativa, escuálido y precipitado en el diseño estratégico, como ha quedado palpable en la incapacidad para crear redes efectivas de rastreadores o en la vuelta al colegio, con los responsables políticos pasándose la patata caliente entre reproches.

Necesitamos reformar el proceso de toma de decisiones públicas. No es un problema de un nivel de gobierno o de un color político. Lo que explica nuestros malos resultados no es que nos gobierne una coalición PSOE-UP muy escorada a la izquierda o que en las comunidades autónomas more un PP neoliberal apoyado en Vox. El virus no entiende de ideologías, pero sí de la capacidad de las Administraciones. No es un problema de quién, sino de cómo se nos gobierna.

No precisamos una autoridad firme. Una de las lecturas más desencaminadas de la crisis es que los Gobiernos más autoritarios la han gestionado mejor. Incluso la OMS cayó rendida a la eficacia del puño de hierro, calificando el confinamiento de la provincia china de Hubei como “un nuevo estándar en la respuesta a una pandemia”. Tanto analistas juiciosos como oportunistas insensatos han subrayado que los excesivos controles, garantías y niveles administrativos de las democracias —sobre todo las federales como la nuestra— son un impedimento para la versatilidad y diligencia que exige una crisis sociosanitaria sin precedentes. Y es cierto que las democracias son más lentas que las dictaduras para imponer medidas que restringen las libertades de los ciudadanos, pero cuando las adoptan son más efectivas. Ha habido federalismos caóticos, como el norteamericano o el brasileño, pero también ejemplares, como el alemán.

Como apunta el politólogo Francis Fukuyama, lo que distingue las mejores de las peores reacciones gubernamentales a la covid-19 no es la calidad de la democracia, sino de la Administración. Aquellos países que han navegado mejor en la tormenta cuentan con sectores públicos ágiles, adaptativos, proactivos, abiertos a la participación ciudadana y la colaboración con las empresas; y, muy importante, transparentes. Y si hay algo difícil para un Gobierno en medio de una catástrofe es ser transparente. Lo tentador es esconder la gravedad de la situación, vender falsas expectativas, no revelar los nombres del comité asesor para la pandemia o de las empresas contratadas. A corto plazo, la opacidad produce más réditos que la transparencia: dar las explicaciones pertinentes puede herir la sensibilidad de muchos votantes. Pero, como recuerda el académico de la Universidad de Yonsei Jae Moon tras analizar la exitosa experiencia coreana, si el Gobierno decide ser franco y actuar con la máxima transparencia, al cabo de un tiempo la ciudadanía lo entiende y la confianza en las instituciones crece.

Es lo que ha ocurrido en gran parte de la Europa Occidental. A pesar de haber tenido que pagar un alto precio por la imposición de limitaciones a la movilidad y la congelación de la economía, los estudios indican un mayor apoyo ciudadano al sistema democrático y a sus respectivos Gobiernos. Pero donde los Ejecutivos han priorizado la popularidad miope sobre la dura verdad, los ciudadanos han acabado desconfiando de las instituciones una vez descubierto el engaño. El paradigma sería Trump intentando abrir la economía en Semana Santa, aunque la expansión del coronavirus se estuviera acelerando, porque sería “excelente tener las iglesias llenas”.

Y si los ciudadanos desconfían de las autoridades, las autoridades desconfían de los ciudadanos. España ha sido un caso extremo. En cada ámbito de decisión se ha minimizado el margen de autonomía de los españoles y españolas para adoptar sus propias medidas de precaución frente al virus. En muchos países se ha confinado a la población en sus casas durante las peores semanas de la pandemia para evitar el colapso de los servicios sanitarios. Pero en pocos Estados, como mínimo democráticos, se ha recluido a la gente de forma tan severa en sus hogares, impidiendo salir a hacer ejercicio o sacar a pasear a los niños (aunque sí a los perros, lo que generó un lucrativo mercado de segunda mano de mascotas). Y la nueva normalidad se ha traducido en nuevas normas: de las franjas horarias en función de la edad para caminar por la calle y las tasas de ocupación de cines, bares y terrazas en las primeras semanas al uso obligatorio de mascarilla aunque estés en medio del bosque.

Capítulo aparte merece la reapertura de nuestras escuelas, tras haber batido el récord mundial de cierre de los centros educativos, con enormes daños para niños y familias, sobre todo las más vulnerables. Otras naciones han hecho recomendaciones genéricas a los colegios, aderezadas con unas pocas medidas comunes. Han confiado en que directores, profesores y padres actuarían con responsabilidad. Aquí no. Hemos impuesto una lista de reglas detalladas, muchas de dudosa eficacia y de altos costes, como tomar la temperatura de los niños, testeos indiscriminados a los profesores o bajar la ratio a 20 alumnos por aula —lo que obliga a menudo a mezclar a niños de cursos distintos que, lógicamente, intentarán interactuar con sus amigos de siempre a la mínima ocasión—. ¿No sería más sensato adaptar las normas a las vicisitudes de cada centro? Ciertamente, algunas regulaciones parecen tener una finalidad más psicológica que epidemiológica. Pero, aun asumiendo que funcionen, ¿por qué imponerlas en lugar de dejarlo al buen criterio de los padres y los equipos directivos de los centros?

Los Gobiernos también desconfían de quienes trabajan para ellos, ya sean los gestores públicos o los funcionarios rasos. Uno de los grandes mitos de España es que es un país descentralizado. No es cierto. En pocos países de nuestro entorno el poder está más centralizado, a veces en el Ejecutivo nacional y otras en el autonómico, pero el resultado es el mismo: nuestros legislativos, a diferencia de otras democracias donde son el sacrosanto lugar en el que se deciden los presupuestos y las grandes políticas, carecen de recursos y son meros palmeros de sus Gobiernos; y las Administraciones públicas no son agencias autónomas con capacidad para generar propuestas, sino brazos ejecutores de la voluntad del ministro o consejero de turno, permeables a la presión política y batidas por asesores y cargos de confianza en busca de lealtad al político. La covid-19 se puede escapar al ojo del Sauron político, pero los traidores no.

El Estado autonómico no ha descentralizado España, sino creado 17 nuevas centralizaciones. Si cabe, nuestras autonomías están más centralizadas que la Administración General del Estado, donde, como mínimo, el peso histórico de los cuerpos de funcionarios ha impedido la politización vergonzosa que vemos las comunidades autónomas. Urge desmontar esta asfixiante concentración de poder político en España en unas pocas manos, las de los Ejecutivos nacionales y autonómicos, y en particular las de sus presidentes, porque, para más inri, nuestros Gobiernos son enormemente presidencialistas.

España está atrapada en un círculo vicioso de ciudadanos que desconfían de sus gobernantes y gobernantes que desconfían de sus ciudadanos, empresas y Administraciones. Para romperlo, necesitamos una doble acción. Por un lado, debemos reformar las instituciones para repartir el poder de forma más equitativa entre legislativo y ejecutivo y, sobre todo, entre este y las miles de unidades administrativas, centros educativos y sanitarios y demás organismos públicos que ahora carecen de autonomía y flexibilidad para actuar.

Por otro, los ciudadanos tenemos que moderar nuestras expectativas sobre lo que el sector público puede hacer. En comparación con alemanes, británicos o escandinavos, los españoles y españolas queremos más que el Gobierno nos solucione los problemas cotidianos. Y en la pandemia hemos girado los ojos particularmente expectantes hacia las autoridades, como si estas pudieran acabar con el virus. Y no pueden, por muy eficientes que sean.

Debemos aprender a gestionar mejor la inseguridad vital, ya sea de una crisis sanitaria o económica. Es nuestra mayor debilidad colectiva. Las encuestas indican que, en contraste con los habitantes de otras sociedades avanzadas, los españoles priorizamos evitar la incertidumbre a toda costa. Esto nos lleva a abrazar cualquier regulación, laboral o sociosanitaria, que nos dé una (falsa) seguridad.

Si deseamos Gobiernos más valientes, tenemos que dejar de tener tanto miedo.

Víctor Lapuente es catedrático de Ciencias Políticas.

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