Estimado Franz Kafka
¿No recuerdas cómo me volví un momento para preguntarte si acaso esa criatura absurda de la que hablabas en tu relato era el corazón humano?
Hace ya unos años mi mujer y yo fuimos a visitar tu tumba, en el nuevo cementerio judío de Praga. Estaba llena de humildes ofrendas llevadas por tus lectores: velas, flores y esos papelitos doblados en que los judíos anotan sus demandas, sus plegarias y sus agradecimientos, y que dejan en las ranuras y las grietas de las piedras. Llevábamos uno de tus libros y, como no quisimos irnos sin dejarte nada, corté una de sus páginas y, tras doblarla delicadamente, la dejé debajo de una de las piedras. Esa página contenía el que puede que sea el relato más extraordinario que se haya escrito nunca, y era mi forma de agradecerte que lo hubieras escrito. En él, un hombre joven nos cuenta que vive con un animal extraño, que no acierta a definir. Herencia del padre, algo le hace hablar de él como si fuera un hecho divino. Se lo enseña a cuantos vienen a visitarle, especialmente a los niños del vecindario, que le formulan esas preguntas maravillosas que ningún ser humano podrá contestar: si existen otras criaturas así, si alguna vez ha tenido crías, si acaso morirá alguna vez. Y enseguida pasa a contarnos una de sus costumbres más extrañas. Saltar sobre su regazo y poner el hocico en su oído, como si tratara de decirle algo. Algo que no oye bien, pero que para ser complaciente hace como si lo hubiera entendido y asiente con la cabeza. El animal se pone entonces a bailotear a su alrededor, lo que le hace pensar si tal vez lo más piadoso para él no sería el cuchillo del carnicero, dudando de su capacidad para vivir en vecindad de los seres humanos.
Se habla en ese relato de un animal que tenemos y con el que no sabemos qué hacer, que tal vez es el enviado de una tierra o un mundo perdido. Un animal que nos causa tanto desconsuelo como felicidad poseer, y que nos pide cosas que, aunque no estemos capacitados para cumplir, se empeña en que hagamos. Por ejemplo, y por citar mi caso, ¿por qué me parece que me anima a escribir, si está claro que no sé hacerlo?; ¿y por qué, al terminar un libro, se empeña en que vuelva a empezar otro, y otro más? Y, lo que es aún más extraño, ¿por qué no puedo evitar hacerle caso, a pesar de saber que esos libros no valen nada?
Mas de todas las cosas que atañen a ese animal, amigo Franz, la que más me asombra es por qué todas, absolutamente todas, las personas que me han amado me preguntan por él y quieren que se lo enseñe, hasta el punto de que he llegado a dudar si yo no seré solo la excusa que tienen para poder contemplarlo, aunque luego enseguida se cansen de los dos y nos dejen plantados al menor descuido. ¿Es esa la razón de que, como le pasa al protagonista de tu relato, tenga a menudo el deseo de coger un cuchillo y quitármelo de en medio? ¿Por qué entonces tantas noches, cuando la casa está a oscuras, solo vivo para sorprender el sonido de su respiración y el ruido de sus pasos en la casa, y por qué mientras espero que eso pase no puedo dejar de preguntarme qué sería de mi vida si ya no fuera a contemplar su “gesto pueril en medio del bosque helado”?
De todo esto hablé contigo junto a tu tumba. No has podido olvidarte de esa tarde. ¿No recuerdas cómo, al marcharnos, me volví un momento para preguntarte si acaso esa criatura absurda de la que hablabas en tu relato era el corazón humano?
El último libro de Gustavo Martín Garzo es Elogio de la fragilidad (Galaxia Gutenberg).
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