El artista generoso
Conoció a fondo a Picasso, Calder y muchos otros. Colaboró con Miró, Chagall y Giacometti. Siguiendo los pasos de su padre, el escultor y ceramista Joan Gardy Artigas ha hecho del diálogo con otros creadores el núcleo de su obra.
A MAS EL Racó cuesta llegar, pero aún cuesta más marcharse después. Lo primero porque, ni con navegador resulta sencillo encontrar esta finca a una hora de Barcelona, en el pueblo de Gallifa (169 habitantes). Lo segundo porque, una vez allí, el visitante solo aspira a quedarse un rato más. A ver si se topa con otro miró en el jardín. A ver si Joan y Masako —Joanet y Mako, tras cinco minutos— cuentan algo más sobre el propio Miró, o sobre Calder, Giacometti, los Sert, o su nieto pianista, que anda por allí con amigos.
El padre de Joan Gardy Artigas, el ceramista Josep Llorens i Artigas, compró esta masía del siglo XVIII a finales de los cincuenta y la convirtió en su centro de trabajo y en un lugar de encuentro para artistas. Tras su muerte, el hijo, también ceramista y escultor, quiso hacer algo que les sobreviviera a ambos. No quería que fuera una escuela (las odia) ni un lugar de vacaciones, así que llamó a su amigo el arquitecto Bruce Graham, autor de la torre Sears de Chicago y el hotel Arts de Barcelona, para que acondicionase en unos terrenos cercanos unos talleres para artistas. A ellos llegan unos cuatro creadores al año. La condición principal para ser admitido es caerle bien a la familia. “Si no me gustan, no trabajo con ellos”. Alguno ha sido rechazado por vanidoso, por ejemplo. Sí ha acogido a escultores como Barry Flanagan o Robert Llimós, “muchos japoneses y americanos” y amigos que hoy son visitantes frecuentes, como Xavier Vilató o Frederic Amat.
Lo que encuentran allí no lo hay en muchos sitios de Europa: varios hornos de leña para cerámica hechos a la manera japonesa. “Es un sistema muy primitivo, pero muy eficaz. Lo de la leña no es por romanticismo, la temperatura que consigues así no la alcanzas con un horno eléctrico”.
La colaboración ha sido, más que una práctica, casi el sentido de la obra de Gardy Artigas. Aprendió viendo a su padre, que trabajó con Raoul Dufy o Georges Braque y se convirtió en el ceramista de confianza de Miró, con quien hizo el mural gigante del aeropuerto de Barcelona, el de la sede de la Unesco en París, el de las Naciones Unidas en Nueva York o el de la Universidad de Harvard. “Entre ellos había una relación de amistad y respeto mutuo. Además, iban siempre al 50% en gastos y ganancias. Y se llevaban bien porque mi padre era parlanchín y Miró no decía nada”. Siendo adolescente, Gardy empezó a colaborar con ellos en esas grandes obras en cerámica. “Eran mayores ya y yo era el que hacía el trabajo”, cuenta. Y a los 17, aprovechó que un camión venía a llevarse a París el mural de la Unesco, y se subió en él.
Llegó a la capital francesa en 1958 y reabrió el taller que su padre había dejado al huir de París durante la ocupación alemana. Se matriculó en la Escuela de Bellas Artes del Louvre y, poco después, la galería Maeght aceptó representarle. “Yo era un chaval y allí estaban todas las vacas sagradas: Braque, Giacometti, Calder, Chagall. Trabajé con todos e hice amistad con muchos”. “Chagall era demasiado tozudo y no se dejaba guiar con la cerámica; Giacometti, un vividor encantador…”. Gardy puede pasar horas contando anécdotas de los artistas más relevantes del siglo XX como quien narra historias del pueblo, sin darse la más mínima importancia: la vez que le cortó medio bigote a Dalí en Nueva York (una foto lo prueba), la noche que acompañó a Català-Roca a fotografiar a Louis Armstrong y se fueron de fiesta con él, la visita clandestina que hizo con Miró a una colección de grabados eróticos en Tokio, los días en el taller de Picasso en París…
Cuando declinó la salud de su padre, que sufrió alzhéimer en sus últimos años, se convirtió en el ceramista de Miró para los grandes proyectos. De los hornos de la casa de Gallifa salieron las piezas para la escultura Dona i ocell, instalada en el parque Joan Miró de Barcelona; las del mural de la IBM, al que Miró llamaba “el mural de la BIM”, y las del mosaico del aeropuerto, tan grande que hubo que construir un taller ex profeso en Gallifa para ensamblarlo.
Ese taller se ha convertido hoy en la vivienda de Artigas y su esposa, la también ceramista Masako Ishikawa, a la que todos llaman Mako. Las escaleras de la masía principal no son aptas para octogenarios, por eso han hecho en la nave una casa de una planta que, por su aspecto, bien podría estar en una calle secundaria de Kioto. La pareja tiene dos hijos, Isao, artista y gestor de la fundación, y Kenji, ingeniero informático; y cinco nietos. Por el momento, ninguno ceramista.
Se conocieron a principios de los sesenta cuando Artigas viajó de París a Barcelona para visitar a sus padres. Había ganado una beca de la Fundación March para estudiar cerámica en Tokio y pensaron que le gustaría conocer a aquella chica japonesa que estudiaba en la Escuela Massana. “Le dije que viniera a hacerme de guía y, 60 años más tarde, sigue guiándome”. Una vez en Japón, convencieron a un jesuita amigo de la familia de ella para que los casara. El padrino fue Shoji Hamada, el gran renovador de la cerámica japonesa, amigo del padre y del hijo, con los que ha colaborado durante décadas.
Para 2021, el Museo Nacional de Arte de Cataluña tiene previsto montar una exposición dedicada a ese diálogo entre Hamada y Llorens i Artigas. El comisario de la muestra, Ricard Bru, ha ordenado las memorias que Llorens dejó a medias. Unos papeles “caóticos” y apasionantes. Y trata con Joanet desde hace lustros. Todavía hoy se sorprende con anécdotas que nadie conoce. “Si no rascas, no te lo explica. Su obra es interesantísima, pero él es de una enorme humildad. Ha sido un facilitador. Los grandes artistas han visto que con él se entendían porque no había luchas de poder. Podían trabajar con honestidad”.
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