Somos agua: la belleza de los icebergs menguantes
La fotógrafa Isabel Muñoz se ha sumergido en las profundidades submarinas de Japón a -6 grados durante horas, en el mar donde los icebergs se convierten en nubes. Las imágenes de la apneista Ai Futaki, volando en el agua, sobrecogen y emocionan. Alertan sobre el debilitamiento del corazón helado del Pacífico por el imparable avance del calentamiento global
"El corazón del Pacífico Norte”, así denomina el oceanógrafo polar Kay Ohshima el mar de Ojotsk. Y este corazón se está debilitando por el calentamiento global, advierte. El hielo que se genera a principios de cada año al norte de este mar, que se extiende desde las costas de Siberia hasta la isla japonesa de Hokkaido, crea corrientes submarinas ricas en oxígeno y sustancias que nutren todo el Pacífico Norte. Si disminuye el hielo, se reduce también ese aporte esencial para la vida marina. Según datos de la organización no gubernamental Berkeley Earth, la temperatura ambiental en la zona ha aumentado casi tres grados centígrados desde la década de 1880, más del doble de la subida media del planeta. Cada febrero, los témpanos flotantes suelen llegar hasta Hokkaido, un grandioso espectáculo cuya continuidad depende del clima de los polos, de la salud de la Tierra.
“Hace años que quería hablar del cambio climático”, recuerda Isabel Muñoz en su estudio de Madrid. El agua, el elemento esencial de todo ser vivo, se ha convertido en uno de sus temas fetiche en los últimos tiempos. Por la belleza que encierra, por la fascinación que provoca y por la preservación que necesita de forma urgente. “Somos agua”, resume la premio Nacional de Fotografía, que acaba de realizar una serie en torno al tema de la contaminación del Mediterráneo por plásticos y microplásticos. Cuando supo de la historia de Hokkaido, vio enseguida la oportunidad de retratar otro problema medioambiental, y con la perspectiva única que brinda sumergirse en el fondo del mar. Su musa para este proyecto ha sido Ai Futaki, fotógrafa submarina y apneísta con doble récord Guinness, que se convirtió en ese elemento humano siempre tan cautivador en las fotografías de Muñoz. “Me gustaría que el espectador sintiera lo mismo que sintió Ai y que he podido sentir yo mientras la fotografiaba. Quisiera que se vea dentro de ese mar, acariciando ese iceberg, viendo pasar esa imponente manta raya… Porque así es como uno empieza a cuestionarse las cosas”, plantea.
Aunque pueda sonar simple, el proyecto fue todo menos eso. A finales de febrero, la temporada alta del paso de los hielos flotantes en Hokkaido, el mar de Ojotsk registra una temperatura de seis grados bajo cero en esa zona. “Creo en la magia y en el destino, que no deja de regalarme momentos únicos. Teníamos muy pocos días para realizar el trabajo, y cuando llegamos a Monbetsu, al norte de la isla, no había iceberg alguno. Ya nos habían contado que bajaban cada vez más resquebrajados”. Pero cuando amaneció a la mañana siguiente, allí estaban. “Fue un regalo, algo maravilloso. Yo nunca había visto un mar helado, pensaba que la superficie sería casi rígida, pero no, el mar se movía con las olas y en el vaivén flotaban bloques helados de todos los tamaños”.
Embutida en un traje que recuerda ahora “como de astronauta”, con ropa térmica seca debajo de la capa exterior y dos pares de guantes, uno encima del otro, que apenas le dejaban movilidad suficiente para controlar y accionar los botones de su cámara, comenzó la inmersión con ayuda del fotógrafo submarino Jordi Chias. “Te conviertes en una especie de globo, y es muy importante no darse la vuelta en el agua porque puedes subir de repente, lo que resultaría peligroso. Nos metimos y pude aguantar los 55 minutos de inmersión. Me concentré tanto en mi objetivo que por momentos me olvidé del frío, pero tengo que reconocer que al salir fue terrible. Cuando la sangre vuelve a fluir por tus manos y pies…”, rememora entre suspiros, “el dolor es tremendo”. Y no fue una única inmersión. Fueron seis en total en varios días.
¿Qué pasó bajo el agua? “Pierdes la noción de dónde estás. La sensación de ingravidez te hace sentir que estás volando y los icebergs parecen nubes flotando. Te das cuenta de lo bello que es y de lo importante que resulta preservar todo esto”. Mientras habla, Isabel Muñoz muestra la imagen de un amasijo de hielos en forma de corazón. “La naturaleza no deja de hablarnos de amor, mira esos dos icebergs abrazándose. Parece que estuvieran diciéndonos: ‘Ámame un poco más”.
Mientras la fotógrafa buscaba y retrataba la belleza natural —“podría haberme pasado 15 días retratando esas formas sinuosas, como nubes, como cuevas”, afirma—, Ai Futaki nadaba como un pez en aquel mar helado con un simple traje húmedo y a pulmón, a -6 grados, bajando y subiendo sin parar para coger aire. Aunque suele quedarse largo tiempo bajo el agua, en esta ocasión prefirió moverse más, respirar más veces para seguir activa, mantener el calor y no perder mucho tiempo en recuperar el aliento, cuenta la buzo, que se considera una mensajera, un puente entre el mar y los humanos. Se había preparado durante todo el invierno nadando únicamente con bañador en el mar cerca de Tokio, donde reside. Pero hacerlo bajo el hielo planteaba nuevos retos: “Había trozos grandes y pequeños, como hielo escarchado”. Y no siempre quedaba claro dónde quedaba el mejor hueco para salir a superficie. “Yo subía como superwoman, con una mano por delante, para apartar o romper cualquier cosa que me pudiera encontrar al llegar arriba”. Una de las imágenes de la selección de estas páginas la muestra precisamente en ese gesto volador.
El proyecto de Isabel Muñoz de retratar Japón desde el agua la llevó también al sur del país, a la isla de Ishigaki, donde el protagonismo lo adquirieron tortugas, mantas raya y serpientes. Con el mismo traje de buzo que vistió en las aguas del norte, que luce pinturas corporales de inspiración ancestral africana, Ai Futaki jugaba con los habitantes marinos. “Llamé la atención de una serpiente, que vino, se fue y volvió para curiosear. Quizás le parecía otra de su especie con esas rayas blancas sobre negro”, dice. Como ella suele explicar, al no llevar botella de oxígeno, los animales no la perciben como una amenaza, sino como otra criatura más de las profundidades. Curiosamente, Futaki percibió los hielos de Hokkaido también como seres vivos. Inspirada por el corazón helado, Isabel Muñoz le pidió que abrazara el iceberg: “Se parecía a un animal gigante. No se estaba quieto”. Cuando ya llevaba un momento estrechándolo, se desprendió el trozo y la subió como una boya a la superficie. El hielo es agua dulce y flota. Agua dulce extraída de un mar salado.
“La plataforma noroeste de Ojotsk, que conforma lo que se denomina una polinia costera, es el área de mayor producción de hielo marino del hemisferio norte. Cuando se forma, se expulsa salinidad y se crea una masa de agua más densa en la capa intermedia, a entre 200 y 1.000 metros de profundidad. Los nutrientes, incluido el hierro, también se trasladan a esa capa intermedia y se utilizan en la producción biológica en todo el Pacífico Norte”, explica Kay Ohshima, investigador de la Universidad de Hokkaido. Y detalla: “Si observamos la serie de datos de los últimos 50 años, vemos claramente una tendencia decreciente del hielo en el mar de Ojotsk. La temporada de 2014-2015 fue la de menor superficie helada. Con el descenso de la llegada de nutrientes existe la posibilidad de que la disminución afecte a la productividad biológica y, por lo tanto, a la pesca. Existe la posibilidad de que el calentamiento en las áreas polares esté afectando a todo el planeta, pero debemos investigar más sobre su influencia”.
En Hokkaido, los hielos flotantes tienen además otra dimensión: la turística, ya que su observación es una de las principales atracciones del invierno en la isla. Más de 100.000 turistas llegan cada año solo a Abashiri, una de las localidades costeras desde las que zarpan las excursiones para admirar esta sopa de icebergs de todos los tamaños. En ese puerto y en Monbetsu hay sendos museos dedicados al fenómeno, con salas refrigeradas a 15 o 20 grados bajo cero donde contemplarlos de cerca y tocarlos. Pero la belleza de los paisajes submarinos bajo ese techo de nubes heladas es algo que pocos pueden disfrutar en persona. Isabel Muñoz y Ai Futaki lo han conseguido. Y sus imágenes nos transportan a ese mundo onírico donde la calma y el sonido burbujeante remiten al vientre materno, al origen de la vida, con un mensaje claro: cuidemos un poco más este planeta azul nuestro.
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