ETA como obsesión
Con 8 años, Jon Viar descubrió que su padre había estado preso. Con 11 decidió ser cineasta. Con 35 ha dirigido Traidores, una película en la que aborda la tragedia vasca desde su trauma familiar
Es otoño de 2015 y Jon Viar Aparicio acaba de cumplir 30 años. Su hermana y sus amigos se han puesto de acuerdo para hacerle un regalo especial. Jon lo abre.
Antes de saber en qué consiste el regalo, merece la pena conocer algunos detalles de su vida. Nació en Bilbao el 20 de noviembre de 1985, “justo 10 años después de la muerte de Franco”, se apresura a subrayar. Su padre es un psiquiatra con casa en Getxo y consulta en el centro de Bilbao. Su madre, una periodista de prensa y televisión. Su abuela paterna, una señora del PNV de toda la vida. Su tatarabuelo, Nicolás Viar Egusquiza, fue abogado de Sabino Arana y uno de los fundadores del partido. Jon es un niño inquieto o, según su propia definición, “un niño muy pesado que hace continuamente preguntas difíciles de contestar”. Se percata muy pronto de que hay algo en el ambiente que no cuadra con la imagen de familia próspera y acomodada de la margen derecha de la ría:
—En los años noventa, mi padre tenía una amargura tremenda. Los asesinatos de ETA le afectaban de una manera especial, más que a cualquiera. A todos nosotros nos parecía horrible que mataran a un policía o a cualquier persona, pero no hasta ese punto. Un dolor que iba mucho más allá de la indignación. Yo no lo entendía, y preguntaba sin cesar. Y a mi madre, que ya estaba aburrida de mis preguntas, se le escapó un día una frase: “Tu padre fue de ETA…”.
Jon Viar recuerda que era verano, que fue al salón, que su padre estaba leyendo y que le preguntó: “¿Cómo es eso de que fuiste de ETA?”. También recuerda la respuesta: “Me dijo que sí. Un sí muy serio. Y me contó que había estado ocho años en la cárcel, que lo detuvieron poco antes de cumplir los 22, cuando estaba en el último curso de la carrera de Medicina, y que salió con 30 recién cumplidos, con la ley de amnistía de 1977”. Jon, que tiene muy buena memoria, también recuerda la edad que tenía cuando se enteró de que su padre había sido de ETA: “Yo tenía ocho años, porque solo unos meses después, en enero de 1995, asesinaron en San Sebastián al concejal del PP Gregorio Ordóñez y en mi casa se hizo un silencio muy grande. Me acuerdo de que mi madre se levantó y apagó la televisión”.
Jon Viar acaba de cumplir 30 años y está a punto de abrir su regalo de cumpleaños. Para entonces, noviembre de 2015, aún está pendiente de hacer realidad un viejo sueño. “Yo era un chaval que con 11 años empiezo a ver El Padrino, Ciudadano Kane, y de pronto se me mete en la cabeza que quiero ser cineasta. Ahorré 62.000 pesetas y en 1998, con 13 años, conseguí que me compraran la primera cámara de vídeo. Y ahí me tienes, con 13 años, dando el coñazo a los de mi clase para hacer películas. Eran en VHS. Hice cortos de todo tipo, uno metiéndome con la Iglesia, otro haciendo de Vito Corleone, pero sobre todo mi obsesión era ETA. La compra de la cámara coincide en el tiempo con el asesinato de Miguel Ángel Blanco, que fue un drama en mi casa, ahí es cuando mi padre no puede más. Llama a sus viejos amigos y está dos días fuera de casa intentando evitar lo inevitable, que ETA matara a aquel chaval de Ermua. Y lo sorprendente es que yo sigo haciendo cortos, era mi forma de explicarme ese horror que vivo desde niño. Me decían: eres muy pequeño, haz otras cosas. Era un tiempo en que hablar de ETA era como de mal gusto. Y yo me preguntaba: ¿cómo puede la gente vivir de espaldas a lo que está pasando?
Jon Viar abre el regalo.
”Cuando me vi haciendo de etarra o de víctima me di cuenta de cómo me marcaron los asesinatos”
Es otoño de 2015 y él ya tiene 30 años. Se fue a los 18 años de Bilbao —“no soportaba tener que ver la foto de los asesinos en las fiestas de mi pueblo”—, estudió en París y luego en Madrid, arte dramático, comunicación audiovisual, un máster, un doctorado, se convierte en un experto en Christopher Marlowe, pero hay algo ahí atrás, una sombra constante, un murmullo entre bambalinas, un desasosiego difícil de apaciguar. “Desde hace mucho tiempo pensaba que la historia de mi familia podía servir para contar la historia del nacionalismo vasco, no solo de ETA. Quería hacer una película. Y es entonces cuando a mis amigos y a mi hermana se les ocurre regalarme una copia digitalizada de las grabaciones que hice cuando era un niño. Unas 40 horas de lo que yo había grabado desde que tenía 13 años a los 16 o 17…”.
—Y cuando ve esas imágenes tanto tiempo después, ya con la mirada de un adulto, ¿qué piensa?
—Hay algunas que me impactan. La escena en la que yo hago de Txapote matando a un amigo mío que hace de Miguel Ángel Blanco, ya me dirás… Al ver esas imágenes me doy cuenta de cómo me marcaron los asesinatos de ETA. De alguna manera percibo hasta qué punto heredé el trauma de mi padre. Y de los amigos de mi padre, que se metieron en ETA durante la dictadura y que luego se enfrentaron a ETA cuando llegó la democracia, convirtiéndose en traidores…
Se hace un silencio largo. La grabadora recoge el murmullo de la terraza de una cervecería en el centro de Bilbao. Los pitidos de los coches, el ajetreo de los días de diario. Jon Viar, el adulto Jon Viar, rememora el momento en que, hace ahora cinco años, el día que cumplió 30, le sirvieron en bandeja su pasado y se vio ante un dilema. O romperlo a martillazos como el ordenador de Bárcenas o sacarlo a la luz. Esto último suponía desnudarse ante todos y desnudar también a toda su familia.
—Empecé a ver esas imágenes con calma y me di cuenta de que podían servir para la película que llevaba tiempo queriendo hacer, que no podía ser un documental al uso de etarras y de víctimas, sino que tenía más sentido hacerla desde mí, desde mi subjetividad y desde mi drama personal. Yo era muy fan del cine de Alan Berliner, que tiene algo de palimpsesto, de escribir encima de lo que ya está escrito, y pensé que esas imágenes de un niño de 13 o 14 años en las que hago de etarra, o de policía, o de víctima dan idea de cómo me marcó a mí o a mi padre el asesinato de Miguel Ángel Blanco.
La película se hizo. Se llama Traidores. Se presentó el pasado mes de octubre en el festival de cine Seminci de Valladolid y se estrenará el próximo 26 de marzo. El niño al que sus padres sugerían y continúan sugiriendo que busque otros asuntos de inspiración —en buena parte de la sociedad vasca sigue estando mal visto hablar de ETA— logró involucrar a su familia. Su padre, Iñaki Viar, aceptó visitar para la película la Bolsa de Bilbao, donde colocó la bomba que no explotó, y la vieja prisión de Segovia, en la que estuvo preso junto a otros jóvenes que, como él, luego se convirtieron en los principales detractores de la banda.
—En la cárcel se pusieron a leer a Freud, a Marx, a Althusser, a Trotski, a Lacan…, y cuando lo compararon con Sabino Arana pensaron: esto es un horror, esto es un horror. Hay parlamentos de Sabino Arana que me sé de memoria: “Oídle a un vizcaíno y escucharéis la más eufónica, moral y culta de las lenguas. Oídle a un español y, si solo le escucháis rebuznar, podréis estar satisfechos, pues el asno no profiere voces indecentes ni blasfemas. La fisionomía del vizcaíno es inteligente y noble, la del español es inexpresiva y adusta…”. Qué locura. Tal vez la audacia de la película es que servirá para contrariar un poco el discurso oficial, que pretende mostrar a ETA como un hecho aislado. Y no es así. ETA no se podría haber perpetuado en el tiempo de no haber sido por el apoyo del nacionalismo.
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