Lipetsk, la escuela clandestina de pilotos alemanes en la URSS
Una fascinante historia de pactos secretos y espías en la Europa de entreguerras
Muchos de los aviadores alemanes que participaron en la Guerra Civil, entre ellos el famoso as del aire Hannes Trautloft, tenían algo en común. Antes de hacer turismo en España, habían estado de vacaciones en Rusia. Trautloft, nacido el 3 de marzo de 1913 en un pueblo cerca de Weimar, fue uno de los seis pilotos de la primera escuadrilla de cazas Heinkel 51 enviada en secreto por Hitler a Franco en agosto de 1936, tres meses antes de la creación de la Legión Cóndor. Antes de pasarse a los modernos Messerschmitt Bf 109, pilotaba un precioso biplano HE-51 con base en Escalona del Prado (Segovia), mi pueblo. Junto con Kraft Eberhardt (muerto en acción el 13 de noviembre de 1936 y jefe de la escuadrilla), logró la primera victoria aérea alemana en la Guerra Civil cuando ambos derribaron sendos Breguet XIX republicanos el 25 de agosto de 1936. Trautloft, al igual que muchos jóvenes alemanes de su época, quería ser aviador de guerra y se apuntó en abril de 1931 a la Deutsche Verkehrsfliegerschule o DVS (algo así como Escuela Alemana de Vuelo), en realidad una tapadera del programa de entrenamiento secreto de pilotos militares para la futura Luftwaffe, que oficialmente funcionaba como academia de vuelo civil y deportivo. Su plan de estudios también incluía viajes al extranjero, como el programa Erasmus.
La DVS formaba parte del plan de rearme clandestino de Alemania tras la derrota sufrida en la Gran Guerra (1914-1918), y había empezado su actividad secreta en 1925, durante la frágil República de Weimar. El Tratado de Versalles de 1919 había impuesto unas condiciones draconianas que impedían que Alemania pudiese operar cualquier tipo de fuerza aérea, y hasta 1922, tener una industria aeronáutica civil. Ese mismo año, una delegación del Reichswehr (las fuerzas armadas imperiales) y otra del Ejército Rojo firmaron un acuerdo de cooperación militar con una cláusula secreta para que los futuros pilotos del Reich pudieran recibir entrenamiento en una base soviética especialmente acondicionada en Lipetsk, a 373 kilómetros al sur de Moscú, y probar allí sus nuevos prototipos de aviones de guerra. A cambio, Nikolái Polikárpov, Andréi Túpolev y otros ingenieros aeronáuticos soviéticos accederían a los desarrollos tecnológicos de Alemania. En 1926 comenzaron a llegar los primeros pilotos, mecánicos y observadores aéreos a Wivupal, el acrónimo del nombre en alemán de la base (Hannes Trautloft estuvo entrenando allí cuatro meses en 1932). Los aviones, al principio 50 Fokker D.XIII de nuevo desarrollo fabricados en los Países Bajos, se enviaban desmontados en cajas por barco desde el puerto de Róterdam hasta Leningrado (San Petersburgo), y desde esa ciudad, por ferrocarril, hasta la base de Lipetsk, donde eran ensamblados. Durante más de ocho años, Stalin facilitó, sin saberlo, la gestación de la futura Luftwaffe, que en 1941, orquestada por Hermann Göring, destruiría la mayoría de los aparatos soviéticos al comienzo de la Operación Barbarroja, la invasión por sorpresa de la Unión Soviética, el 22 de junio de 1941.
En el tercer episodio de la segunda temporada de Babylon Berlin, el jefe de la policía de Berlín, August Benda —personaje de ficción inspirado por Bernhard Weiss, quien fue jefe de la policía política durante la República de Weimar y que al igual que Benda, era judío— envía al inspector Gereon Rath y al fotógrafo forense Reinhold Gräf en una misión aérea para recoger pruebas de la existencia del aeródromo que permitieran el arresto de los generales del ejército sospechosos de violar el Tratado de Versalles. En el capítulo hay un anacronismo: el avión utilizado para volar a Lipetsk es un Junkers Ju 52, aparato que no se empezó a fabricar hasta 1931. La serie está ambientada en los salvajes años veinte, la década del expresionismo, de los gánsteres, de la Bauhaus y el movimiento Dadá; de las flappers y locas noches de cabaré. Berlín era una ciudad “apasionada, amoral y pecaminosa, corrupta y mafiosa”: la nueva Babilonia. Hitler aún no había llegado al poder, pero el emergente NSDAP (Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán) y sus camisas pardas (las milicias paramilitares de las SA) ya apuntaban maneras atacando a rojos y judíos.
Con la llegada de Hitler al poder, tras las elecciones alemanas de 1933, las cláusulas impuestas por los aliados en Versalles fueron ignoradas por el Reich. Alemania se rearmó de forma abierta desafiando a Francia y el Reino Unido, y los viajes a la base secreta en la URSS se cancelaron. El nuevo banco de pruebas de la ahora ya oficial Luftwaffe sería la Guerra de España, en donde pilotos soviéticos, alemanes e italianos, apoyando a bandos opuestos, se enfrentarían con fuego real.
Permítanme una digresión: aunque ustedes no lo crean, los dictadores son cariñosos y enamoradizos. Ahí están las fotos de Franco con su familia, o el famoso Bruderkuss, el beso de tornillo entre el ruso Leonid Bréznev y el dirigente comunista alemán Erich Honecker, del muralista ruso Dimitri Vrubel, que se puede ver en la East Side Gallery de Berlín, con una frase en ruso que dice: “Gospodí! Pamogí-Mne vyzhit’ sredí etoi smiertnoi lyubvi”, algo así como “Líbrame Señor de los amores que matan”. Algo parecido debió de ocurrir entre Hitler y Stalin. Se gustaron y durante un tiempo hicieron cositas juntos. El 23 de agosto de 1939, los ministros de exteriores alemán y soviético Ribbentrop y Molotov firmaron en Moscú un pacto de no agresión, así como un protocolo secreto adicional por el cual la Unión Soviética y la Alemania nazi se repartían Polonia y otros territorios. Al final, acabaron partiendo peras.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.