Tortillas de pan, frijoles y arroz, todo en raciones escasas. Es la dieta de supervivencia de muchos guatemaltecos. En general les da para subsistir, pero con penurias que nunca se acaban y con constantes víctimas mortales de la malnutrición y sus derivadas, a menudo niños. Hambre y trabajo es el signo de sus vidas. Lys Arango retrató su mundo entre 2019 y 2021. Acompaña sus fotos un texto de Jacobo García, reportero de EL PAÍS especializado en Centroamérica.
Un cuenco con una tortilla y frijoles. Es lo único que comerá en el día Petrona, una niña de 10 años de San Miguel Acatán, en Guatemala. La primera vez que escribí sobre el hambre en Guatemala fue hace casi 14 años. Viajé con el fotógrafo Saúl Ruiz hasta una comunidad maya de origen q’eqchi’ en el departamento de Alta Verapaz. Guatemala acababa de declarar el estado de calamidad pública debido a la hambruna que asolaba el país y el padre Denis Garrido nos dejó acompañarlo a una remota aldea de su parroquia donde iba a celebrar algunos bautizos y una comunión, y adonde iba a llevar un vehículo cargado de alimentos.fotografía de Lys Arango – texto de Jacobo GarcíaUn cuenco con arroz. Es lo único que comerá en el día Petrona, una niña de 10 años de San Miguel Acatán, en Guatemala. La declaración de estado de calamidad es un formalismo que permite al Gobierno de Guatemala destinar recursos extraordinarios para atender la hambruna. Y aquel pueblo era un ejemplo del problema. En los últimos meses, 500 niños habían muerto desnutridos en el país y queríamos contar aquel drama, pero sin limitarnos a los informes de la FAO, la ONU, el PNUD y Oxfam que llevaban meses advirtiendo de la crisis humanitaria que se vivía. Queríamos explicar el hambre desde un estómago europeo. Así que nos propusimos comer durante una semana exactamente lo mismo que el resto de vecinos de nuestro tamaño y edad, 33 años. El objetivo era escribir esas líneas sintiendo, aunque fuera remotamente y durante un puñado de días, lo que miles de familias padecen toda su vida. Un atrevimiento obsceno, si se pensaba en el 50% de los niños guatemaltecos menores de cinco años que sufrían de desnutrición crónica y que diariamente se acostaban con el estómago vacío. fotografía de Lys Arango – texto de Jacobo GarcíaUn pan. Es lo único que comerá en el día Petrona, una niña de 10 años de San Miguel Acatán, en Guatemala. Esa cifra era especialmente alarmante en zonas como el departamento de Chiquimula, donde 8 de cada 10 niños se acostaban con hambre. El primer párrafo de aquella crónica, publicada en El Mundo, decía lo siguiente. “Tengo hambre. Un hambre voraz. Un hambre como jamás había sentido y un vacío en el estómago que no me deja dormir. Doy vueltas sobre el camastro e intento leer a la luz de la vela, pero tampoco puedo. No logro olvidarme de que lo único que he comido en tres días es masa de maíz. Unas veces con sal y otras con un mejunje compuesto de agua y chile. El hambre y la falta de luz eléctrica convierten la noche en espesa y eterna sin que pueda pegar ojo. Echo de menos un trozo de pan, una galleta, un tomate, agua, lo que sea. Pero no sólo yo, también las 50 familias de este pueblo perdido en las montañas del departamento de Alta Veraz. Para mí está siendo una noche eterna, para ellos una más”.fotografía de Lys Arango – texto de Jacobo GarcíaPetrona, 10 años, vive en San Miguel Acatán. Sostiene una vela en sus manos, porque la electricidad no ha llegado aún a su aldea de Suntelaj. Casi 10 años después, en 2018, volví a una aldea similar con EL PAÍS. Cuatro periodistas cubríamos la primera caravana de migrantes que había salido de Centroamérica en lo que suponía un sorprendente y revolucionario fenómeno de miles de hambrientos migrantes caminando juntos y tumbando fronteras a lo largo de miles de kilómetros, desde Honduras hasta Estados Unidos, con el único objetivo de llegar al norte. Dos compañeros siguieron a Manuel cuando atravesaba México andando, con una superficie cuatro veces la de España, mientras yo localizaba a sus familias en su país. En su aldea se había quedado Edís Hernández, su esposa, con tres hijos. Cuando entramos a su casa, el hijo pequeño jugaba en el salón con una estantería del refrigerador. Le pedí que me enseñara su nevera y abrió la puerta de un refri en el que solo había una botella de agua y al que le faltaban todas las estanterías. Unas servían para escurrir los platos, otra para colocar los CD y otras para jugar en el salón. El hambre expulsaba a miles de jóvenes huyendo del hambre y del cambio climático que da cada vez menos días de lluvia, ríos con menos agua, cosechas más raquíticas y facturas más altas. fotografía de Lys Arango – texto de Jacobo GarcíaDora prepara comida para sus hijos y su marido, Israel. El menú es el mismo de cada día: tortillas de maíz con unos pocos frijoles. Volví a Guatemala en noviembre de 2020, poco después del paso de Eta e Iota, dos huracanes hiperdestructores, dos, que pasaron sobre el mismo lugar con una semana de diferencia arrasándolo todo y anegando medio país. Con ellos volvieron el hambre, las caravanas y la pobreza extrema, principalmente a Guatemala y Honduras. Actualmente uno de cada dos niños en Guatemala sufre la enfermedad conocida como “cadena perpetua”, algo parecido a la desnutrición crónica que impide el desarrollo físico y neuronal en los menores de cinco años por falta de leche, vitaminas o carne. Hace 14 años, aquel reportaje terminó con menos de 900 calorías diarias en un estómago europeo y una frase: “Tengo hambre, un hambre voraz”. La pobreza crónica que cada poco tiempo recogen los informes oficiales debe de ser algo así. Volver una y otra vez al lugar en el que se muere con la piel amarilla pegada a las sábanas y la tripa llena de lombrices sin que nada cambie. fotografía de Lys Arango – texto de Jacobo GarcíaUn bebé duerme en el suelo. Sus padres partieron en busca de trabajo en las plantaciones de café y quedó a cargo de sus hermanos. Lys ArangoObilda de León Galvez, de 40 años. Ella y sus siete hijos están desnutridos. Con las tormentas tropicales Eta e Iota perdieron toda su cosecha. Lys ArangoMaría Estefanía, de 17 años, tiene anemia y dificultades para amamantar a su bebé de 11 meses. Lys ArangoMarcos Alexander, de nueve años, carga leña de camino a casa. En un año se marchará con su padre a Honduras para trabajar en el corte de café. Lys ArangoElaucteria Roque García, de 51 años y seis hijos. El séptimo falleció con un año y medio por fiebres altas y desnutrición. Aún hoy le lleva todos los días a su tumba un poco de agua y, cuando puede, comida. “Por si tiene hambre en el camino”, dice. Lys ArangoDora Súchite y su hija Tomasa, de la etnia maya chortí, pelan maíz para preparar tortillas, la base de la comida guatemalteca. En los últimos años de cambio climático, han perdido más de la mitad de su cosecha de frijol y maíz. Lys ArangoMinga y su marido se dirigen al hospital. Ella llevaba 20 horas de parto en casa con la ayuda de una partera tradicional, pero cuando se vio sin fuerzas y sangrando no le quedó más remedio que salir hacia el centro de salud, a pesar del miedo a los costes que esto supondrá. Lys ArangoDailin Daniela Díaz, de cinco años, sufre desnutrición crónica, como sus seis hermanos. Lys ArangoTres hermanos aún por escolarizar aprenden a leer en casa con los libros de texto de una hermana mayor. Lys ArangoLa Virgen de Guadalupe ocupa un lugar especial en la vida de las familias guatemaltecas. Este altar, en casa de Domingo Juan, se mantiene toda la noche alumbrado por las velas para pedir que vuelvan las buenas cosechas. Lys ArangoTemporeros antes de comenzar la jornada en una plantación de caña de azúcar. Lys ArangoJuana López perdió a su hija Katherin, de tres años, por causas relacionadas con la desnutrición. Lys ArangoIsrael carga maíz hacia casa. Lys ArangoVarias familias mayas de diferentes regiones de Guatemala desayunan en el porche de la galera de madera antes de comenzar a trabajar en la cosecha de café en una plantación. Lys ArangoUna madre recuerda a los hijos que se le murieron por problemas de salud derivados de la malnutrición. Lys Arango