La gran fiesta brasileña
La Copa Mundial de la FIFA Brasil 2014 se celebrará entre el 12 de junio y el 13 de julio. Una oportunidad para que se desate el entusiasmo colectivo de los brasileños (capaz de convertir el carnaval en un vértigo que une a pobres y ricos, negros y blancos, ancianos y niños). El país hará de este acontecimiento un preámbulo de las olimpiadas de 2016.
Brasil es el país del futuro. Y siempre lo será”. Lo dijo Stefan Zweig de quienes lo acogieron en su exilio final, y durante mucho tiempo la maldición disfrazada de piropo persiguió a los brasileños. Pero desde hace ya más de diez años Brasil se ha puesto las pilas: con su despegue como gran potencia mundial y la carambola de Mundiales (en 2014) y Olimpiadas (en 2016), parece que el futuro está llegando en serio. Y en cualquier caso, nadie discute que Brasil ya es el país del presente.
Lagunas turquesas entre dunas
São Luis, la capital olvidada del bellísimo Maranhao, sirve de puerta al extraordinario parque nacional do Lençois Maranhenses, con sus lagunas y dunas. Del abigarramiento tropical de Salvador y Olinda, con sus carnavales populares y sus tradiciones santeras y africana, a la nobleza sobria y majestuosa de Ouro Preto y las ciudades de Minas donde el Aleijaidinho, gran maestro del barroco americano, esculpió obras maestras.
Desde que se confirmaron sus candidaturas, Brasil entero las celebra con un subidón colectivo. A Brasil se le da bien el optimismo y sabe catalizar entusiasmos: la bandera verdeamarela convertida en todo un icono cool, la selección canarinha que desencadena pasiones, la convicción secreta o cantada a coro de que “Deus e’ brasileiro”. Y aunque a lo mejor exageraba el genial Nelson Rodrigues al decir que en Copacabana “las semanas son de siete domingos”, sí que es verdad que la pasión por el carnaval es el signo más aparente de una nación concienzudamente fiestera.
Justo antes de que confirmasen sus Olimpiadas para 2016, una encuesta de la revista Forbes nombraba a Río la ciudad mas feliz del mundo. Era un resultado profético, porque desde entonces quien viaja a Brasil no tarda en percibir un ánimo colectivo de posibilidades casi adolescentes que supone toda una descarga eléctrica.
En realidad el propio Brasil no vivía una época parecida desde los cincuenta, su década prodigiosa de bossa nova y desarrollo. En 1960 la nueva capital, Brasilia, consagraba la prosperidad cosmopolita de una clase alta que con el progresista Kubitschek, casi el Kennedy brasileño, se soñó viviendo en ciudades europeas de playas tropicales, al son de la musica de Jobim.
El placer de construir
De la arquitectura colonial a la arquitectura moderna y utópica del siglo XX, una de las variantes más interesantes del mundo. De la exhibición de poderío colectivo e imaginación que fue Brasilia a la delicadeza del barrio de Pampulha en Belo Horizonte, donde Niemeyer dejó quizá sus mejores trabajos. Y de los grandes proyectos urbanos como el Copan de São Paulo o el Ministerio de Educación de Río a la concentración de pequeñas obras maestras de la soñolienta ciudad mineira de Cataguases, casi una Siena o Urbino de la arquitectura brasileña moderna.
Pero el sueño se truncó con los años de plomo de la dictadura militar. Se exiliaron músicos, escritores y artistas, llegó también el éxodo rural y las favelas en torno a ciudades asfixiadas por el trafico demencial (de coches, drogas, armas). Ante la violencia y la miseria, la clase política se encaramó en sus puentes aéreos hacia Brasilia, y aquella burguesía bronceada se recluyó en los shoppings frigorizados y los condominios que como unas favelas invertidas coparon las zonas privilegiadas con sus parcelas herméticas y calles privadas.
De la Bienal al Museo del Fútbol
Al calor del boom económico y de una potente tradición moderna, el arte brasileño está de moda mundial. La Bienal y la Feria de São Paulo se consolidan en el circuito; la colección de Bernardo Paz en el idílico Inhotim, cerca de Belo Horizonte, deja sin aliento; y a la Fundación Iberé Camargo, proyectada por Álvaro Siza en Porto Alegre, se suman los flamantes museos de Río, de la Casa Daros reformada por Mendes da Rocha al nuevo MAR, que repesca la zona degradada del puerto. Los futboleros visitarán en São Paulo el estupendo Museo del Fútbol, ubicado por Mauro Munhoz en el estadio art déco de Pacaembú.
En los noventa, ya antes del tirón de Lula, la vuelta a la democracia, el Plan Real y la sensatez económica de Fernando Henrique Cardoso devolvieron a Brasil cierto optimismo y el orgullo. La inflación, el boom inmobiliario a la española y la desigualdad sangrante siguen siendo muy graves. Pero al menos se afrontan con planes ambiciosos como el Favela-Barrio en Río: antes las favelas ni figuraban en los mapas de la ciudad; ahora algunas, como Rocinha o Dona Marta, abren supermercados y bancos y venden casas con vistas espectaculares a extranjeros avispados. El metro se amplía, se recupera la zona portuaria y se protege un patrimonio que antes se pasaba por la piqueta sin miramientos.
Porque Río sigue siendo emblema y buque insignia de Brasil entero, un país-mundo inmenso al que no está mal hincar el diente empezando por la antigua capital. El Mundial y los Juegos serán la ocasión para que el mundo la redescubra como una de las ciudades más fascinantes, complejas (y completas) de un mapamundi recalibrado. Su historia bicentenaria como gran metrópoli económica y cultural de América da para más que la eterna postal de playas, caipiriñas y tangas de hilo dental.
Basta con llegar y echarse a la calle. En contra de lo que algunos piensan, y a diferencia de São Paulo, la escala de Río es humana. Su Zona Sur, la más visitada, es amigable con peatones y ciclistas que desde la playa pueden empezar a explorarla. Se quiera o no, es difícil no arrancar (o acabar) en la arena. De Flamengo a Praia Vermelha, de Leme a Copacabana, Ipanema y Leblón, sus playas urbanas insuperables arman el espinazo geográfico y social de los cariocas. La playa es su salón, dormitorio, bar, tertulia y terreno de juego, y la ciudad no puede entenderse sin patearla a fondo. Pero sería un error eternizarse varado en la arena: del modernismo belle époque de Santa Teresa a la belleza natural de su Lagoa y su Floresta da Tijuca; de los edificios de Estilo Internacional de Cinelandia y el Centro a flamantes centros culturales como la reciente Casa Daros o el elegante Instituto Moreira Salles, Río ofrece mucho a quien consigue arrancarse a las tentaciones playeras.
Playas para mochileros o surferos
Nueve mil kilómetros de costa dan para todos los gustos, del mochilero al surfero y al supersofisticado: de los Lençois Maranhenses a las playas fiesteras de Florianópolis, del litoral de Bahía y sus pousadas ecológicas al pijerío carioca de Búzios, de Río y sus playas urbanas legendarias al litoral de São Paulo, Ilha Grande y la costa idílica en torno a Angra.
Y si Río no es solo playa, Brasil no es solo Río: más inabarcable y áspera, vibrante y ultramoderna, en São Paulo se toma el pulso a un país que se mueve rápido. Las tiendas y hoteles chiquessimos (dicen allá) del barrio de Jardins conviven con zonas residenciales cincuenteras como Higienópolis o con los bohemios y hipsters de Vila Madalena. Y del centro casi neoyorquino se salta al parque inmenso de Ibirapuera, con los pabellones que Niemeyer diseñó para la Bienal de Arte, o se rastrean las joyas secretas de la gran arquitecta Lina Bo Bardi, de su Casa de Cristal en Morumbi al Museo de Arte o el SESC Pompeia, un modelo de reutilización industrial que desde los ochenta da vida a la escena cultural paulista.
Vistas las dos megalópolis, queda todo por ver. El estado de Minas Gerais, más grande que Francia, esconde las grandes ciudades coloniales, recuerdo del río de oro y plata que manó desde Brasil. De Ouro Preto a São Joao del Rei, de Congonhas a Sabará, sus grandes monumentos barrocos derrochan riqueza y originalidad: ya brillaba entonces el talento brasileño para reinterpretar y rehacer a su gusto las convenciones heredadas del Viejo Mundo.
Quedó muy claro en el siglo XX, cuando Niemeyer, Lucio Costa y una legión de jóvenes arquitectos se empeñaron en corregir a Le Corbusier y en dar su versión de la arquitectura moderna. En el barrio de Pampulha, en Belo Horizonte, en pequeñas ciudades mineiras como Cataguases, en las grandes capitales del país, de Recife a Fortaleza, de Manaus a Salvador, brillan los ejemplos de su utopismo imaginativo. Su potencia visionaria luce sobre todo en Brasilia, centro geográfico del país, que nació sobre plano como declaración de intenciones y de guerra al monopolio del poder acaparado por el sur más próspero. Allá impresionan sobre todo los horizontes infinitos y la escala sobrehumana de supercuadras residenciales y edificios oficiales, variantes de un programa político y estético al que nadie puede negar la ambición y la fe en una sociedad más justa, capaz de reinventarse.
Maravillas en el interior
El sertao, el interior desconocido: donde las tradiciones sertanejas recuerdan la cultura del Wild West norteamericano. La fiebre del oro y los diamantes dejaron “ciudades de frontera” tan sabrosas como Pirenópolis, Diamantina y Goiás Velho, desde donde se puede dar el salto al parque nacional del Pantanal, de fauna apabullante y más visible que en la Amazonia (por algo es todo llano y despejado).
Alrededor de Brasilia se abre en todas direcciones el sertão del inmenso Planalto Central. Contra lo que reza el tópico, Brasil no es un país de selvas, sino de sabanas: de Goiás al Matto Grosso, del interior de Bahía a las chapadas del noreste, el sertón semiseco se abre como un inmenso salvaje oeste donde la fiebre del oro dejó las joyas coloniales de Diamantina, Pirenópolis o Goias Velho. Más hacia el oeste, los humedales y llanuras inundadas del Pantanal dan la réplica en biodiversidad a la riqueza inabarcable de la Amazonia, que tiene sus capitales en Manaus, Santarem o Belem do Pará y es todo un universo que muchos brasileños del sur ni siquiera conocen.
Porque ese desequilibrio hacia el sur lo critican desde siempre los habitantes del noreste, que acarrea la fama de región más pobre del país, pero que se sienta sobre la riqueza de ciudades coloniales tan hermosas como São Luis en Maranhao o Salvador de Bahía, primeras capitales del país, y que se abre al mar por una costa infinita sembrada de playas fabulosas, de Pernambuco a Ceará y Natal, pasando por las ensenadas paradisiacas de Bahía.
Fiesta literaria en Paraty
El FLIP es la Festa Literaria Internacional de Paraty. A estas alturas, uno de los festivales más importantes en su género, que reúne en la preciosa ciudad colonial costera a escritores con lectores y con decenas de miles de personas que disfrutan de charlas, conciertos y exposiciones. Ideal, además, para hincarle el diente a la estupenda literatura brasileña del XIX y el XX.
Y desde luego, hay también un sur más allá del sur, con los estados gauchos de Río Grande do Sul o Paraná, donde a veces, se crea o no, hace frío, y donde la inmigración germánica y el contacto con Argentina da un aire cosmopolita a ciudades como Porto Alegre o Florianópolis.
Desde cualquiera de esos puntos se acabará gravitando, insensiblemente, de nuevo hacia Río. La ciudad-imán, el reflejo mimado a ratos, envidiado otros, por todo un país, encarna allá como ninguna otra la energía para reinventarse, hacer virtud de la necesidad y encontrar la forma más creativa y elegante de salir de un apuro: esas cualidades resumen el jeitinho carioca y son lo más admirable del carácter brasileño. Lo veremos en los años de ese futuro que según Zweig no iba a llegar nunca, y está aquí de pronto.
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Javier Montes es autor de la novela La vida de hotel (Anagrama).
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