¡Qué gamba más rica!
Desde Javier Mariscal a Ellsworth Kelly, esculturas urbanas que sorprenden en las calles y plazas de Barcelona
La escultura urbana parece a veces la hermanita pobre de los grandes monumentos, bulevares y museos de las ciudades. Lo cierto es que la profusión de mamotretos que coronan plazas, rotondas y avenidas, tan del gusto de los gobernantes, ha acabado por hacer que muchas de ellas pasen inadvertidas para el viandante, incluso cuando entre tanto homenaje al exceso, a lo mundano y a lo casposo, se esconden verdaderas joyas del arte contemporáneo.
Barcelona, como no podía ser menos, cuenta con una nutrida representación de escultura contemporánea nacional e internacional, esparcida por todo su territorio (y también algunos mamotretos). Algunas son obras icónicas, pero otras se esconden en los barrios periféricos de la ciudad y actúan como puntos de referencia o símbolos para sus vecinos. Esta es una guía para revisitar las esculturas famosas y redescubrir las anónimas, y ver con otros ojos esos discretos iconos de la modernidad que decoran las calles y plazas de la ciudad.
Esculturas emblemáticas
La forma escultórica está unida en Barcelona a Joan Miró. Junto a la entrada de su Fundación encontramos el Personatge (1970), un simpático hombrecillo con pinta de ET que mira a los turistas que hacen cola para entrar en el museo con una cara a medio camino entre afable y sorprendida. Al otro lado de la rampa de entrada al museo hay un pájaro metálico múltiple de color rojo. Son las Quatre ales de Alexander Calder (1974). Y más allá del edificio del museo, en dirección al funicular, hallaremos el Jardí de les Escultures, con obras de Tom Carr, Jaume Plensa y Perejaume, entre otros.
Montjuïc abajo, de camino a Plaça Espanya, destacan los dos Arbres Bessons de Arata Isozaki que dan la bienvenida al Caixafòrum (2001). Comparada con la suavidad aerodinámica de Calder, su aspereza los hace parecer un poco toscos. Igual de rústico resulta el 'Mural de les Olles', de Frederic Amat (2001), situado en la cercana Ciutat del Teatre. Sus botijos abollados e incrustados en la pared producen un efecto plástico indudable.
Pero volviendo a Miró, probablemente la escultura emblemática de la ciudad sea Dona i ocell (1983), en el Parc de l’Escorxador, junto al cruce de la calle Tarragona con Consell de Cent. Sus dimensiones colosales, su significado oculto y su colorido amable atraen a un buen número de turistas cada día.
Esculturas escondidas
Los que se aventuran en el Raval y, en concreto, en su Rambla, se encontrarán con el Gat sobrealimentado y orondo de Fernando Botero (1992). Su informalidad y simpatía le van muy bien al ambiente del paseo. En el mismo barrio, justo delante del MACBA, destaca la Ola, de Jorge Oteiza (1996), un bloque de metal oscuro que contrasta con el blanco inmaculado del edificio de Richard Meier y que parece un enorme trozo de queso mordido.
Eduardo Chillida también está bien representado en la ciudad. Junto a dicho museo hay un mural suyo, llamado G-333 (1998), y en la Plaça del Rei se sitúa Topos V (1986). Las formas redondeadas de sus extremidades interaccionan con las ventanas de arco de medio punto del Palau Reial Major. Del mismo artista hay que destacar también, lejos del centro, su espectacular e ingrávido Elogi de l’aigua (1986), que flota sobre un lago artificial en el parque de la Creueta del Coll.
Ya en Barri Gòtic, junto a la Plaça Sant Jaume, se esconde la Plaça de Sant Miquel. Aquí se alza una altísima malla metálica, el Homenatge als castellers, de Antoni Llena (2011). El juego de la materia y el vacío se muestra aquí en todo su esplendor, conformando una metáfora sobre el desafío a la gravedad de los constructores de castillos humanos. Si seguimos por la calle Ferran y la calle Princesa hasta el Passeig de Picasso, al lado del parque de la Ciutadella, llegaremos al Homenaje a Picasso, de Antoni Tàpies (1983), aparatoso y evocador a partes iguales.
Esculturas olímpicas
Algunas esculturas están hechas para triunfar y convertirse automáticamente en iconos estéticos de las ciudades. Barcelona tiró la casa por la ventana con motivo de las Olimpiadas y las incorporó en masa a su patrimonio urbano. Es el caso del 'Peix', de Frank Gehry (1992), en el Port Olímpic, que brilla orgulloso con sus láminas de cobre, o 'L’estel ferit', de Rebecca Horn (1992), en la playa de Sant Miquel, junto a la Barceloneta. Los cuatro cubos apilados que miran al mar son un homenaje a los antiguos chiringuitos que bordeaban la costa barcelonesa. Es una de las esculturas más fotografiadas de la ciudad.
Justo donde se encuentran el Passeig Marítim y el Passeig Joan de Borbó se levanta una especie de cabaña misteriosa, la Habitació on sempre plou, de Juan Muñoz (1992). Hay que acercarse para entrever sus melancólicos personajes de base esférica, que parecen peonzas invertidas.
Desde aquí paseamos hacia el Passeig de Colom y en el Moll de la Barceloneta podremos caminar literalmente sobre el Crescendo Appare, de Mario Merz (1992), que muestra en neón la célebre secuencia de Fibonacci. Ya enfrente de Correos, nos saludará sonriente la escultura más pop de la ciudad, la Cara de Barcelona, de Roy Litchtenstein (1992), curiosamente amada y odiada a partes iguales por los locales, probablemente por su colorismo y aspecto naíf. Una simpatía más unánime despierta la jovial Gamba, de Javier Mariscal (1989), huérfana, la pobre, de su uso original (era un reclamo para un desaparecido restaurante del Moll de la Fusta; solo de verla, entran ganas de comer paella).
Esculturas periféricas
Todo el mundo dirá que conoce el maravilloso Drac (1985), de Andrés Nagel (1985), pero el caso es que únicamente se le acercan niños y skaters, que juegan sin reparos en sus rampas. ¿Tanto miedo debe de dar este dragón socarrón, o es que queda a la sombra de la desvencijada estación de Sants? Su tamaño y complejidad bien merecen una visita.
No muy lejos de aquí hay un reloj desparramado sobre un portal. Sito en la calle Numància 164-168, en el mismo centro comercial de l’Illa Diagonal, el Rellotge de Javier Mariscal (1994) ofrece la hora a los viandantes, aunque los números se hayan vuelto un poco locos y algunos hayan saltado de su sitio. Hay que verlo (y mejor desde el otro lado de la vía).
En la Villa Olímpica y a salvo de las hordas turísticas hay varias obras que vale la pena visitar. El primero son las Corbetes, de Enric Miralles y Carme Pinós (1992), que ocupan un buen tramo de la Avinguda Icària y que hacen homenaje al pasado ferroviario de la misma. En el cercano Parc de les Cascades encontramos un lírico David y Goliat, de Antoni Llena (1992), en el que el espectador hace las veces del joven pastor, y la vecina Plaça dels Voluntaris alberga el colorido 'Marc', de Robert Llimós (1997).
Más allá, en la confluencia de las calles Salvador Espriu y Vicens Vives, está el Raspall del vent, de Francesc Fornells (1992), un poliédrico castillo de acero que parece protegerse del viento más que hacerle frente.
Los amantes de la escultura minimalista no deberían perderse dos piezas únicas en la ciudad. La primera es el Tall Irregular Progression, de Sol Lewitt (2003), en el Parc de Can Dragó, junto a la estación de trenes de Sant Andreu Arenal. Por su parte, Ellsworth Kelly legó a la ciudad una atalaya prismática, Sin Título (1987), que se yergue solitaria en la Plaça General Moragues.
No podía faltar en Barcelona una escultura de Claes Oldenburg, el hacedor pop de objetos cotidianos gigantes. Sus Mistos (1992) fueron todo un emblema de la modernización que experimentó el distrito de Horta-Guinardó con motivo de los Juegos Olímpicos. Para acabar, un último toque marítimo. Aquellos que naveguen por los muelles del puerto en las decadentes Golondrinas podrán observar el Sideroploide, un gran conjunto escultórico de Salvador Aulestia (1961). Hasta por vía marítima Barcelona resulta moderna.
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