Historias burguesas en el Eixample
Un paseo arquitectónico por el barrio de la Dreta de l’Eixample, donde se afincó la clase adinerada barcelonesa entre los siglos XIX y XX
Cada edificio cuenta una historia y la historia de la Dreta de l’Eixample es toda una acumulación de ellas. Este barrio de Barcelona fue el lugar elegido por la pujante burguesía urbana para mostrar su poder y su visión de la sociedad entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. El resultado es una estupenda colección de edificios que comprenden muchos de los estilos arquitectónicos que se dieron en aquella época. Un paseo por sus calles nos permitirá descubrir algunos de los más interesantes.
Una Santa Sofía de juguete
La Casa Alexandre Gioan (Rosselló, 301) fue levantada por Ramón Ribera para un propietario industrial en 1903. Muy estrechita y vertical, como un campanario gótico, sus tribunas y balcones ascienden hacia las arcadas superiores, enmarcados entre pilastras decoradas. El portal no desmerece, con una profusa decoración vegetal modernista.
En otro registro, el neobizantino, encontramos el Santuario de la Mare de Déu del Carme (Avinguda Diagonal, 422), culminado en 1925. Por fuera, el templo es más bien gris, pero en su interior aguarda un festival de dorados y mosaicos, además de una cúpula y un ábside sorprendentes (no se intuye su tamaño desde fuera). Decorada por Lluís Bru, mosaicista que ya había decorado el Palau de la Música, la iglesia parece casi una Santa Sofía en miniatura.
Versatilidad modernista
El modernismo, una de las señas inconfundibles de la ciudad, se manifestó de maneras muy diversas. A veces luce vital, como en la fachada de la cercana Casa Jaume Sahís (Bruc, 127), de Josep Pérez (1901). A la manera de un enorme tapiz, los esgrafiados florales realizados en tonos verdosos y rosados son los protagonistas absolutos. Pero también hay que fijarse en sus simpáticos coronamientos, que se asemejan a las almenas de un castillo.
Otras veces el estilo hace gala de humildad y discreción, como en la Casa Marcel·lí Costa (Diputació, 299), de 1902. Pasa casi inadvertida en una calle pródiga en edificios notables pero ¡qué bonita es su fachada azul y qué cuidada luce la filigrana metálica de sus forjas!
En cambio, la Casa Josefa Villanueva (Roger de Llúria, 80), construida entre 1904 y 1909, resulta más digna de una gran dama, como la potentada viuda que solicitó su construcción a uno de los arquitectos municipales más celebrados de la época, Juli Maria Fossas. Su tribuna ondulada, acabada en un grácil coronamiento en forma de aguja, parece casi un torreón de cuento, un capricho de piedra. Y eso que hoy solo queda una atalaya. La otra desapareció en una reforma temprana que se intuye bastante grosera.
Y para ostentación, la de la tribuna de la Casa Josep Fiol (Passeig Sant Joan 45). Edificada en 1902 por Manuel Comas, no resulta difícil imaginarse un señorón con bigote y chistera fumándose un puro junto a los ventanales. Su inspiración goticista y sus detalles decorativos quitan el aliento. No desmerecen tampoco los balcones de los pisos superiores, caprichosamente lobulados.
Vidrieras multicolores
El Eixample no se entiende sin sus chaflanes, pero con tantas manzanas semejantes en morfología se agradece, de cuando en cuando, algún ejercicio rupturista. Eso debió pensar Joan Bruguera en 1886, cuando proyectó el eclecticista edificio de la calle Diputació 300. El inmueble está formado por dos cuerpos rectangulares que se funden en una torre central de forma poligonal. Pero más que la forma, lo que llama la atención son sus ventanales multicolores que sustituyen los muros y crean un efecto tan costumbrista como lírico.
La Casa Josep Fabra (Diputació, 329) también marca la diferencia. Levantada en 1896, es una de las obras menos conocidas de Enric Sagnier. El arquitecto, bien relacionado con la burguesía, prolífico y versátil como pocos en la Barcelona del cambio de siglo, se prodigó en obras de carácter monumentalista. Con su rigor constructivo, sus geometría y sus adornos, entre los que destaca un gran medallón con yelmo, la fachada parece un altar.
No menos reconocimiento tuvieron los hermanos Josep y Francesc Masriera, en calidad de pintores y orfebres. En 1882 encargaron a Josep Vilaseca la construcción de un centro de creación artística, el Taller Masriera (Bailén, 70). Proyectado como un templo de inspiración clásica, lució originariamente como un edificio aislado y más tarde fue ampliado para convertirse en teatro. Durante las primeras décadas del siglo XX disfrutó de gran renombre, ya fuera como “taller del arte” o como espacio escénico, con visitantes de la talla de Alfonso XIII o García Lorca.
Desgraciadamente, acabó perdiendo su uso artístico y quedó embutido entre bloques modernos. Pero incluso cuando hoy languidece entre la maleza, conserva un halo de misterio con los capiteles corintios cubiertos de vegetación, sus vallas con sugerentes estrellas de cinco puntas de aires masónicos y unas acroteras en forma de grifos que siguen apuntando orgullosos al cielo. Su historia, no obstante, tiene un final feliz: se convertirá en un equipamiento público en un futuro próximo.
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