Historias de 10 viajeros
El multitudinario paso de peatones de Shibuya, en Tokio, y otros emocionantes destinos con los que los lectores de ‘El Viajero’ han participado en nuestro concurso de relatos de verano
Decía John Steinbeck que no son las personas las que hacen los viajes, “sino los viajes los que hacen a las personas”. Los lectores de El Viajero lo han demostrado con los 1.806 relatos que han enviado para participar en el concurso Tu mejor viaje de verano. Desde León a los Andes, aventuras en las que no importa si el destino está a la vuelta de la esquina o en la otra punta del planeta. Los tres ganadores —Miguel Ángel González (primer premio), Cristina Cabrera (segundo premio) y Francisco de Paz (tercer premio)— nos llevan a una hoguera en pleno desierto de Kalahari, al cruce de pasos de cebra más vertiginoso de Tokio y al río Alberche, muy cerca de Madrid. Ahora les toca volver a viajar, con Logitravel, a las islas de Tahití, a París y a Toulouse, para vivir nuevas experiencias. En estas páginas recogemos diez relatos que se cuentan entre los más inspiradores de los recibidos. Entramos en San Isidoro de León para ver las fabulosas pinturas románicas o visitamos el glaciar argentino Perito Moreno, con su sobrecogedor acantilado de hielo milenario.
Los años no cuentan en el desierto, por Miguel Ángel González
Los pies deformados por el camino, la piel agrietada, una sonrisa permanente que permitía ver los huecos que la pérdida de dientes había dejado. La noche, diáfana sobre el Kalahari. Cantamos, bailamos y soñamos alrededor de las brasas de la hoguera. Entonces me acerque a él. —¿Cuántos años tienes? —Depende del día, unos días me siento de 20 y otros de 50. ¿El tiempo que ha pasado desde que nací? No tengo ni idea. Pero eso, ¿a quién puede importarle?
Diminuta entre la multitud, por Cristina Cabrera
Cierro los ojos y me concentro envuelta por el peculiar sonido de los semáforos de esta ciudad. Nunca pensé en cruzar medio mundo para encontrarme en un paso de peatones. Y, sin embargo, allí estoy, emocionada. Diminuta entre la multitud; enorme por el sueño al fin cumplido. Mientras me alejo de Hachiko descubro un mundo tan naíf como provocador, vibrante y, sobre todo, único. Quiero quedarme en este momento para siempre. Como en la canción de La casa azul, cerca de Shibuya encontré un nuevo océano.
Aventura africana al lado de casa, por Francisco de Paz Tante
La ribera rebosaba umbría y misterio. Con una cuerda, yo arrastraba la barca. Surcábamos el Congo, y les advertía de los peligros que nos acechaban. Y ellos, que solo tenían cinco y ocho años, me miraban con asombro. Yo, que había leído a Conrad, buscaba a Kurtz entre los árboles. Luego, con la barca ya en el maletero del coche, mientras nos alejábamos del Alberche, en sus ojos todavía palpitaban las emociones vividas. Y yo aún sentía el estremecimiento de aquel viaje al corazón de las tinieblas.
Mira allí arriba, por Alba Palmerín Donoso
Cuando entré allí me sentí pequeña. Puede que influyese que en realidad lo era; tenía seis años. Quizás todo fuese producto de la atmósfera distinta que reinaba en ese lugar de León, la Capilla Sixtina del románico, lo llaman. Pensé: “¿Por qué decorarlo tanto? Si este es el Panteón de los Reyes y están muertos, no pueden disfrutarlo”. Sin embargo, a veces me sorprendo imaginándome allí, lugar fresco aun en verano, con su colorido techo que pone el contrapunto a la negrura de la muerte.
Vuela la mariposa, por Eduardo Fernán-López
Sentado frente a un viejo convento demolido por un terremoto interminable, saboreaba una palabra recién oída por primera vez: borboleta. Mientras la pronunciaba en voz baja por temor a que se la arrebatara algún transeúnte, la sintió escapar de sus labios, ascender en el aire ayudada por la brisa del río hasta aunarse con los suaves colores de Alfama. Viendo su desasosiego por la pérdida de tan bella palabra, una joven se le acercó y le susurró a su viejo oído: “Borboleta significa mariposa”.
Un paseo en las nubes, por Francisco Royo Hernández
No hay encuestas ni sondeos ni cifras estimadas sobre cuántos hombres en la Tierra han sido capaces de pisar el cielo; de permitirse el lujo de dar un paseo por las nubes. Mi mayor y mejor periplo lo hice en la región de Uyuni, en Bolivia. En aquel viaje atravesamos el sonrojo de un sueño desértico, de lagunas egoístas que se habían quedado todos los colores y, por último, un paraje mágico donde la lluvia había hecho que se perdiera la frontera nubosa que separa.
Mensaje en una botella, por Irune Zabala
Partí un 23 de junio desde la playa de Sopelana. Al alejarme con la marea, recuerdo las fogatas de San Juan iluminando la costa. Tras meses a la deriva caí en la red de un pescador junto a un centenar de peces que aleteaban tratando de escapar. Cuando el barco llegó al puerto de Papeete, en Tahití, el pescador me apartó de entre los peces lanzándome por encima de su hombro. Caí a los pies de una niña que leyó mi mensaje: “Llévame contigo”. Desde entonces, cada noche soporto la vela que alumbra sus lecturas.
Mi gigante azul, por Amalia Suárez
La mirada se pierde en el horizonte sin poder alcanzar su origen. La inmensa masa de hielo inunda todo el campo visual. Desde entonces, pienso en cómo estará mi hermoso gigante, avanzando, cerrando poco a poco el paso del agua entre el Brazo Rico y el canal de los Témpanos. Ese muro que volverá a derrumbarse… El sol reflejado en el azul intenso de sus grietas y los rugidos de los bloques que se desprenden inexorablemente. Miles de años congelados posan en perpetuo movimiento.
Bailando samba, por Olga Recio
Viajando a Brasil nos hicimos famosos. Vimos la maravilla de las cataratas de Iguazú, paseamos por la Chapada Diamantina, bailamos samba en Salvador de Bahía, perfectas puestas de sol en Morro de São Paulo y llegamos al espectacular Río de Janeiro cuando nos paró un joven por la calle y nos dijo: ¿Queréis participar en mi vídeo musical para un concurso? Y sin dudarlo nos pusimos a cantar aún sin saber portugués, pero el vídeo ganó y nosotros salimos en los minutos 1:20 y 2:37.
El Risco seguía allí, por Lucía Álvarez Rodríguez
La gota de agua condensada se deslizó por el vaso hasta su mano. Despertó. Los hielos de su mojito la saludaron tintineando. Alzó la pamela y con ella la vista. El Risco seguía a su derecha. La playa, azul y violeta, a su izquierda. De frente, el océano, inmenso y vivo. Un océano mágico, que había lavado las capas de maquillaje, asfalto y prisas de su día a día. Mientras caminaba mar adentro, pellizcando arena con los dedos de los pies, Lucía se repetía a sí misma: “Un día, Lanzarote será mi casa”.
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