Buenos augurios en Kioto
El templo de Kiyomizudera, el barrio de las 'geishas' y las 1.001 estatuas de Kannon en una ruta en bici por la ciudad japonesa
No conozco una sola persona, por muy hostil que sea a la sabiduría oriental, que no haya sentido alguna vez que un proverbio le caía con nombre y apellido sobre la cabeza cuando menos lo esperaba. Yo encontré el mío escrito en una tablilla que colgaba de una tienda de alquiler de bicicletas en Kioto, junto a la estación de tren: “No retengas a quien se va ni rechaces a quien llega”. No hay mejor manera de recorrer este Kioto alternativo que en bicicleta. Primero porque alquilar una bici es de un precio irrisorio comparado con cualquier otro medio de transporte en Japón —1.500 yenes al día, poco más de 10 euros—, pero por encima de todo porque tanto su dimensión como su espíritu son perfectos para recorrerla a pedales. Desde cualquiera de los lugares de alquiler que hay junto a la estación y cruzando hacia el este las vías por las que se llega a la ciudad, a menos de un kilómetro de distancia, se encuentra el templo de Sanjusangen-do, uno de los lugares más mágicos y menos conocidos para el turista masivo. En el interior de un largo pabellón de madera pueden verse las 1.001 estatuas orantes Kannon, la deidad budista en estado de iluminación y sus 28 espíritus/deidades protectoras. El conjunto, realizado entre los siglos XII y XIII, funciona por repetición saturada; la mirada se queda perdida en esas mil fascinantes esculturas talladas al detalle como si fuera la encarnación de un espejismo que nos anuncia hasta qué punto puede llegar a ser extraordinaria esta ciudad y hasta dónde su energía funciona precisamente por concentración.
Sanjusangen-do es uno de los lugares más mágicos y menos conocidos, con sus estatuas orantes y deidades
Desde Sanjusangen-do comienza una pequeña ascensión de un kilómetro (la única de todo este recorrido, Kioto es una ciudad bastante amable para la bici) hasta el templo de Kiyozumidera, o templo del agua pura, un lugar un poco más turístico pero de parada inevitable y una de las mejores vistas de Kioto, perfecto para tener una visión global del conjunto. Cuando se sortean las agobiantes tiendas para turistas de las calles previas se entiende por qué la Unesco declaró este lugar patrimonio mundial en 1994. Toda la estructura de madera sobre la que se alza el templo —el actual es del siglo XVII, pero en realidad se remonta al siglo I— es como un gran mirador, y en la entrada se apiñan muchos japoneses que aprovechan la visita para vestirse con quimonos, algunos alquilados para la ocasión. El lugar se visita para generar o perpetuar los buenos augurios en el amor y el matrimonio, por eso no extraña que haya un célebre proverbio que hable de arrojarse desde esa altura y sobrevivir en el intento como algo que le es dado más bien a unos pocos.
A medio kilómetro de allí, en dirección norte y ya cuesta abajo, se encuentra una de las pagodas más conocidas, la del fantástico santuario Yasaka, en pleno corazón del Kioto más antiguo, una de las pocas zonas de todo Japón donde aún puede sentirse la distribución urbanística tradicional. Por toda esa zona conviene directamente aparcar la bici y pasear. Esas seis o siete manzanas que separan el santuario Yasaka del río Kamo son por las que se paseaban —y pasean todavía hoy— las geishas de Kioto, los barrios de las machiya, esas casas compactas de dos alturas, generalmente con un patio interior, diseñadas para el clima más benévolo del verano. Eran las casas en la que floreció la clase de los comerciantes (una de las más bajas en la estratificada y tradicional sociedad japonesa) durante el célebre periodo Edo (1603-1807), en el que la paz permitió el progreso de buena parte del país y en cierto modo creó el espíritu de lo que luego sería su clase media. En no pocas ocasiones el carácter más profundo de un lugar está en sus espacios menos ostentosos. Estas casas tradicionales son un buen ejemplo de la callada tenacidad japonesa, que prefiere la disciplina al genio. Y como la mundanidad llama a lo mundano, es un fantástico sitio para comer.
El río Kamo
Kioto está lleno de parques y jardines muy célebres, el del castillo de Nijo, el del palacio imperial… Pero pocas veces se habla del río Kamo, que lo recorre de norte a sur y que resulta uno de los paseos más agradables que se puede hacer en bicicleta por toda la ciudad. El sonido del agua y los perfiles de las casas tradicionales vistos desde el Kamo parecen una perfecta fábula con moraleja en suspenso (como todas las fábulas orientales) que nos lleva de vuelta hacia la estación y la última parada inevitable antes de dejar de nuevo la bicicleta: el templo Toji, el único budista de toda la ciudad y probablemente una de las pagodas más hermosas de todo Japón. Otra de las joyas de la corona —también patrimonio mundial—, en cuyo parque se oyen sin descanso esos sempiternos cuervos japoneses, enormes, negros, tan poco parecidos a los de Edgar Allan Poe y sin embargo no menos distantes y ominosos, riendo con sus graznidos ancestrales de las intercambiables cavilaciones de los hombres.
Andrés Barba es autor del ensayo La risa caníbal (Alpha Decay).
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