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Escapadas

Pizzas rumbo a Trieste

Un viaje en coche a orillas del mar Adriático que toca tres países partiendo del puerto del noreste italiano donde vivió 12 años James Joyce

El castillo de Miramare, en la costa de Trieste (Italia).
El castillo de Miramare, en la costa de Trieste (Italia).Luca Lorenzelli (Getty)

Todos los caminos conducen a Trieste. Que el vuelo más favorable aterrice en Malpensa (Milán), a 450 kilómetros de nada, obligará a alquilar un coche que facilitará encantadoras escalas. Dos horas hasta Verona. Antes de asomarse al patio de la trágica casa shakesperiana, donde una fila de personas aguarda cumplir la tradición y tocar el pecho de la escultura de Julieta, habrá que tomar la primera pizza. Un sitio aceptable, aunque muy turístico, como nosotros, es la plaza de la arena ante el tremendo coliseo. Es que Julio César pasaba sus vacaciones en Verona. En las noches de verano, los tenores dan la nota. La donna è mobile en ese escenario suena todavía mejor. Un helado cerca del río nos hará olvidar las escaleras de la torre de Lamberti, en la Piazza delle Erbe: qué vistas, mamma mia.

Puerto principal del Imperio Austrohúngaro, Trieste no fue unida a Italia hasta el final de la Primera Guerra Mundial

A hora y media de Verona, Venecia, donde el coche estorba. Si la familia es grande, lo más barato será dormir en Mestre, a 20 minutos en autobús. Para escapar un rato de la multitud en San Marcos, concedámonos un capricho: los precios de las góndolas son fijos y el gondolero no canta si no se le paga más, menos mal. Venecia se hunde, los turistas la entorpecemos, pero aun así sigue siendo Venecia, elegante y decadente, una ciudad de ensueño. Por la noche hay menos gente y los espaguetis alle sepia nere en un restaurante junto a algún canal nos hará pedir otra copa de vino bianco, pero cuidado que es traicionero (no por los grados…, ¡por los euros!).

javier belloso

Dos horas de coche hacia el este y llegamos a Trieste, la ciudad de Italia menos italiana, a 12 kilómetros de la frontera con Eslovenia y a 35 de la croata. Puerto principal del Imperio Austrohúngaro, no fue unida a Italia hasta el final de la Primera Guerra Mundial. Uno de sus escritores más ilustres, Boris Pahor, que en 2013 cumplió 100 años, autor de la tremenda Necrópolis, escribe en su lengua materna: esloveno. Tranquila y abierta al mar (la enorme Piazza Unitá d’Italia no tiene edificios que lo oculten), señorial y modesta, es un lugar perfecto para pasar unos días y, si el tiempo lo permite, darnos un baño en el Adriático. No hay playas, solo plataformas de cemento con escaleras que bajan al mar. La mejor: junto al castillo de Miramare, construido por Maximiliano antes de aceptar el trono mexicano y ser fusilado en Querétaro. Unos 15 kilómetros más allá cuelga sobre los acantilados el castillo de Duino, donde Ril­ke concibió las Elegías de Duino. Desde la austera catedral de San Giusto, en la que están enterrados varios pretendientes al trono de España, vemos la bahía. En la bajada nos toparemos con un arco del siglo I y con el teatro romano. Podemos hacer tiempo en el café San Marco, donde hace 11 años me encontré con Claudio Magris, pero el atardecer debe hallarnos en Molo Audace, el muelle frente a la Piazza Unitá.

Muy cerca, en las terrazas del Gran Canal, el color rosado de las copas de Spritz Aperol, el aperitivo preferido en Trieste, incendia las mesas. En el puente Rosso daremos un abrazo de bronce a James Joyce, que vivió 12 años en Trieste, donde conoció a Italo Svevo. Para una buena pizza en horno de leña, Fratelli La Buffala; para unas sardinas, Trattoria Piazzeta, en los callejones tras la Piazza Unitá, la más grande de Italia como recuerda Jan Morris en Trieste o el sentido de ninguna parte, de lectura obligadísima.

Centro histórico de Liubliana, capital eslovena.
Centro histórico de Liubliana, capital eslovena.Karl Thomas (Getty)

Unos 90 kilómetros al norte buscaremos las calles adoquinadas de Liubliana, la preciosa capital eslovena. Sortearemos bicicletas que no molestan, disfrutando de la ciudad tranquila que se llena de velas al anochecer. Otros 55 kilómetros al norte, antes de llegar a Austria, completaremos la jornada en el lago Bled, salido de un cuento.

La costa eslovena apenas tiene 40 kilómetros. El pueblo más bonito es Piran, donde solo los residentes pueden entrar en coche, lo cual se agradece. Como ocurre en Koper, más cercano a Trieste, los campanarios reflejan la influencia veneciana.

Otra escapada será a la península de Istria, en Croacia. Aunque para el baño elegiremos Umag, donde la plaza da a la playa. Una visita ineludible es Rovinj, una isla totalmente ocupada por casas que parecen salir del mar, con el campanario arriba en la plaza de la iglesia. Si bajamos por la parte de atrás podremos comer en balcones sobre el agua. A poco más de una hora nos espera de vuelta Trieste, adonde conducen todos los caminos.

Pablo Aranda es autor de la novela El protegido (editorial Malpaso).

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