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De templo en templo en Corea del Sur

Entre la espiritualidad y la gastronomía, un original viaje marcado por la comida coreana, la meditación y el alojamiento en retiros budistas

El templo de Magoksa, en la ciudad de Gongju (Corea del Sur).
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Era sábado en Gongju, una ciudad mediana a un centenar de kilómetros de Seúl. Hyeyoung y sus dos hijas me recibían en su casa con kimchi (vegetales fermentados) y gimbap (arroz y otros igredientes enrollados con alga) en la mesa. Mi primer contacto con Corea del Sur y su reputada comida. Luego me llevaron a la antigua fortaleza de Gongsanseong, del periodo del reino de Baekje (desde el año 18 antes de Cristo hasta el 660). El día gris, el largo viaje desde Mallorca y el especiado kimchi casero me producían la sensación de andar en la noria de un sueño. A la noche, el marido de Hyeyoung me dio a probar el soju, que tiene más sabor y graduación que el sake japonés. El día siguiente vagué por los senderos y colinas que rodean el templo budista de Magoksa, maravillado por la sinfonía de colores. Y por los tejados puntiagudos, los budas policromados, los monjes en su hábito beis claro y su pícara sonrisa. Las reverencias, el sentido del humor, la ausencia de extranjeros. Era un otoñal domingo gris. Empezó a lloviznar y esto hizo que el paisaje fuese aún más majestuoso en su sencillez. Oscurecía, pero no quería dejar el templo y aquella sensación de ligereza.

Jeonju

Cuando el lunes miraba por la ventana del tren, Corea del Sur ya no era un país extraño. Llegué a Jeonju, ciudad de pasado dinástico, pues aquí estuvo la dinastía Joseon. Tras curiosear por el recinto palaciego atravesé el poblado hanok, con sus casas típicas y numerosos locales de comida. Entré en un museo del papel, que hace las veces de cristal en las ventanas de las casas tradicionales y aísla del frío renovando el aire, como comprobé en las noches pasadas en los templos. Catedral gastronómica coreana, en Jeonju probé mi primer bibimbap, la genial combinación de arroz con vegetales, salsa de sésamo y huevo frito.

javier belloso

Heuksando

Bajando por la costa llegué a Mokpo, ajetreada ciudad portuaria, y me embarqué hacia Heuksando. Coreanos con grandes bolsas de frutas y verduras y algunos jubilados eran los únicos que iban a la isla. A ningún viajero se le había ocurrido desafiar el rudo mar de China ese día. ¿Por qué había ido allí?, me preguntarían en todas partes. En el templo de Mihwangsa la monja Jajae recordaría más tarde la vieja canción sobre una joven de Heuksando que se enamoró de un hombre del continente. Él prometió regresar a la isla, pero nunca volvió. El muelle y el escueto pueblo olían a pescado momificado. Por todas partes se habían puesto a secar al sol pulpos, calamares y un sinfín de peces desconocidos. Me subí a un bus que daba la vuelta a la isla, caminé por riscos y senderos solitarios. Y comí pescado, algas y arroz, además de kimchi. Observaba el mar desde mi espartana habitación en el puerto, rumiando poemas dedicados a la joven abandonada.

Días más tarde me despertó el perentorio gong que retumbaba en la montaña de Mihwangsa. En la punta de la península, ante una miríada de islas que se desparraman hacia el horizonte entre las que destaca Jeju, Mihwangsa es el templo más precioso y aislado de Corea. Ahí la iluminación te alcanza en forma de bruma algodonosa. También el ritual de meditación y las 108 postraciones ayudan a entrar en ese estado. Y la comida vegetariana del templo, suculenta y sorprendente. Y los paseos hacia la cumbre de la montaña o a los discretos cementerios del bosque. Y la ceremonia del té al atardecer que oficia el monje principal. Un domingo Jajae me explicó la diferente actitud hacia el té de sus vecinos: mientras lo que priva en China es el aroma y en Japón el color, en Corea es el sabor, una cuestión de paladar.

Busan

Otra suerte de iluminación me aguardaba en Busan, la rival de Seúl, en el mismo sur. Ahí quedé prendado del agua y la vitalidad de la ciudad. Con una vibrante vida nocturna, Busan está bañada de una luz intensa que se vuelca por sus muelles y canales. En uno de sus rompedores restaurantes me equivoqué con los nombres y acabé comiendo unos fideos que nadaban en agua helada. El templo de Beomeosa me acogió en las entrañas de la población. La celda era acogedora, como en todos los templos donde estuve, con su confortable calefacción en el suelo y sus ventanas de papel, el servicio de té y el uniforme gris, la estera de dormir enrollada sobre el tatami. Beomeosa tiene seguramente los más hermosos cánticos del crepúsculo de esa parte de Asia.

El palacio de Changdeokgung, en Seúl.
El palacio de Changdeokgung, en Seúl.getty images

Seúl

Un cielo limpio y azul me dio la bienvenida en Yeonhui, el barrio de Seúl donde iba a pasar un mes invitado por una fundación. Los ginkgos tejían una alfombra de hojas amarillas en la quietud del jardín. Seúl es una urbe silenciosa pese a su colosal extensión. Iba a menudo a Bongeunsa, un templo entre los rascacielos del distrito de Gangnam, no lejos del palacio de Changdeokgung, que alberga el Biwon (el jardín secreto). Además de sus ritos y cánticos, el templo ofrece ciertas épocas del año talleres para iniciarse en la cocina vegetariana “templaria”. Así aprendí a preparar kimchi, bibimbap, noodles y sopas como los monjes. Hace años se descubrió que una monja de Jeolla, Jeong Kwan, creaba con filosófica sencillez platos sublimes que ahora sirve uno de los mejores restaurantes de Nueva York.

Itaewon, el barrio más internacional de la ciudad, y el alucinante mercado Noryangjin son dignos de ver, como el ancho río Han, pero el lugar más fascinante de Seúl para un amante de los libros y de la arquitectura es Paju Book City. Era la época en que cada sábado me daba un baño de multitudes en las manifestaciones contra el Gobierno. En aquellas marchas pacíficas por las avenidas inmensas se palpaba la ética obstinada de esta sociedad trufada de contradicciones, a la vez confuciana y epicúrea. Y así mis siete domingos en Corea fueron ligeros como plumas de gorrión planeando sobre el estanque secreto de los reyes Joseon.

José Luis de Juan es autor de la novela ‘La llama danzante’ (Minúscula).

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