Viaje al paraíso perdido de Rimbaud
Charleville es la pintoresca localidad del norte de Francia donde nació y está enterrado el gran poeta maldito. Y en el camino de regreso a París, una parada en la sublime catedral de Reims
Hay lugares que no se pueden contar. De ninguna de las maneras. Imposible que un lugar esté a la altura de alguien como Rimbaud. ¿Se imaginan ustedes su tumba? Una diría que no existe, que Rimbaud fue comido por un león o devorado por una tempestad en el océano Índico, y que de él no quedan ni las cenizas. De la misma manera es difícil creer que haya nacido en alguna casa o que pertenezca a un país. De hecho, no se hace mucha publicidad de este sitio, el inefable Charleville, como si los lugareños fueran bien conscientes de la excepcionalidad del tesoro que albergan. Sin embargo, aquí, en el extremo norte de Francia, está Rimbaud, a buen recaudo en el cementerio de la pequeña localidad, junto a su abuelo, su madre y su hermana, como el muerto más disciplinado que pueda imaginarse.
He llegado aquí desde París tras dos horas de tren, y mi viaje termina ante este rinconcito provinciano. Aquí yace el retoño más rebelde de Vitalie Cuif, o Vitalie La Dejada. Tuvo que ser de muerto que su madre lo devolviera al pueblo con aires de ciudad principesca, después de años de peregrinación por tierras de Indonesia, Yemen y Etiopía, y aquí está ahora él compareciendo por fin ante el terruño. Vitalie La Piadosa no podía dar al mundo más que una criatura como él, y después de pasear esta ciudad durante día y medio se entiende que Arthur solo quisiera huir, de su madre, de sí mismo. Charleville es un lugar bello y sin escapatoria, como hecho a tiralíneas; una ciudad soñada por Carlos de Gonzaga, el príncipe italiano que la fundó en 1606 como un ensueño de orden y grandeza. En la vecina Mézières, que hoy forma parte de la misma ciudad de Charleville (juntas suman casi 48.000 habitantes), estaba destinado el padre de Rimbaud, un militar que abandonó el hogar con cuatro hijos cuando Arthur tenía solo seis años. Y Vitalie, empeñada en levantar a la familia ejemplar que la redimiera de la vergüenza, diseñó sin darse cuenta al más inesperado y fugitivo de los poetas. La ciudad más rigurosa y la madre más estricta dieron como resultado al poeta más maldito: Rimbaud el sacrílego, o Rimbaud el santo, como se quiera.
El noble italiano Carlos de Gonzaga fundó esta localidad en 1606 como un ensueño de orden y grandeza
Es domingo. Nada más llegar, me acerco al b&b La Clef des Champs para alojarme en una habitación bautizada Le Bateau Ivre en honor a uno de los poemas de Rimbaud. La pequeña ciudad dormita aún, y mi cuarto ni siquiera está listo. Casi lo agradezco, pasearme por estas calles medio desiertas sin otra brújula que la del azar. Todas las puertas están cerradas, los cafés aún no abren, pero intuyo tras los visillos multitud de ojos abiertos. Ojos que te espían desde el siglo XIX. Ojos en las esquinas, ojos muy despiertos. Más entrada la mañana, los charlevillenses empiezan a bajar de sus madrigueras, y me cruzo con dos niños de ojos azul Caribe idénticos a los de Rimbaud. Menudean estos ojos por aquí, el azul borroso, un azul lloroso y soñoliento, como de acuarela sin secar.
Charleville pertenece a la región del Gran Este, provincia de las Ardenas. Estamos en la Siberia francesa, para entendernos, y aquí en verano debe de estarse bien, con la brisa que viene del río Mosa. Es la tierra del champán, el oro líquido que ha hecho famosa esta zona. Pero todo en Charleville tiene un aire de cuento, de ciudad inventada. Nada ha sido dejado al azar por el príncipe italiano, y toda la ciudad data del siglo XVII. El Museo Rimbaud, ubicado en un molino con forma de panteón jónico sobre las aguas del río, es lo primero que veo en mi paseo matutino. Si una no tiene demasiada información, hasta podría confundirse con un pastiche, pero lo alucinante es su originalidad y la función para la que fue creado, un auténtico molino con forma de templo griego, como si el arquitecto que lo construyó hubiera intuido que dos siglos después el espíritu de Rimbaud se custodiaría aquí. Todo en Charleville resulta simbólico y literal desde el principio. ¿Soñó Carlos de Gonzaga a Rimbaud dos siglos antes, o fue Rimbaud el que desde niño soñó con ser el príncipe de Charleville? De hecho, la casa donde vivió con su madre y sus hermanos de los 7 a los 17 años está a pocos pasos de esta curiosa construcción que él veía cada mañana al levantarse, y delante, el río, un río-frontera donde termina la ciudad y comienza el bosque. Y más allá, Bruselas. Vivir aquí debe de marcar carácter.
El molino está cerrado a estas horas, y también la Maison des Ailleurs (la casa del más allá, de lo lejano), donde Rimbaud escribió la mayor parte de su obra antes de los 20 años. A este domicilio se mudó Vitalie cuando sus retoños ya habían crecido. Era su sueño. Ocupar una de las viviendas burguesas que dan la espalda al pueblo y solo escuchan la murmuración del río. Lo curioso es que frente a la casa natal —Rimbaud nació el 20 de octubre de 1854—, en el otro extremo de la calle, se levanta la estatua de Carlos de Gonzaga. Me pregunto si Arthur la veía desde sus ventanas. O la han colocado luego.
Cada paso que doy en esta mañana de domingo me confirma en la idea del príncipe poeta. La arquitectura tiene aquí el cruño inequívoco de un sueño. La plaza Ducale, la principal, es otra de esas sorpresas que te reciben. Construida a imitación de la plaza des Vosges de París, el arquitecto, Clément Métezeau, era hermano del que diseñó la famosa explanada parisiense. Y aquí me siento a tomar un almuerzo temprano. Enfrente, un grupo de jóvenes parejas con sus hijos celebra la mañana del domingo, y pienso que esos niños que no chillan ni molestan son lo que fue Rimbaud: un buen chico al que un buen día le dio por arrojar versos como pedradas a sus vecinos. Me pregunto por qué fisuras o por qué huecos se coló en él el dios de las fugas.
“Yo es otro”
Todo empezó a los 16 años. Con esa edad, Rimbaud huyó a París escapando de su casa para acabar en el calabozo de la policía. Él escribía poemas desde niño, era el prodigio que su madre había inventado, pero el niño crece y le sale díscolo. Es gracias a su profesor de Literatura de Charleville que Rimbaud vuelve a la casa familiar, pero volverá a huir, sus escapadas serán constantes. “Yo es otro”, escribe a los 17 años, y a esa edad se atreve a enviarle algunos de sus poemas a Verlaine, el gran poeta francés del momento. “Ven, querida alma, te esperamos, te queremos”, es la consigna que Rimbaud, el niñito provinciano, recibe de Verlaine, el dios del olimpo literario parisiense. Y ahí empieza su historia de amor, un amor escandaloso que impele a Verlaine a abandonar a su mujer y a su hijo.
Después de vivir en su casa durante meses, los dos acaban huyendo a Londres y después a Bruselas. Entre tanto, Vitalie lo persigue. Pero Rimbaud solo volverá a la casa de su madre cuando Verlaine se lo quiere cargar, con un tiro de pistola que hiere su muñeca. Le sucede como a los héroes, y en ese momento Rimbaud deja de escribir. Y reniega de la poesía. Tiene 19 años y la gloria deja de interesarle. A la luz de la bala le parece todo tan insustancial que por fin emprende su huida verdadera. Se embarca entonces en una compañía de comercio de ultramar y se dirige a la península arábiga. En Yemen y luego en Etiopía corren sus días entre cacerías y compraventa de armas. Allí vive con una hermosa mujer y de esa época son sus últimas fotografías, en las que Rimbaud aparece con veintitantos años vestido de cazador y hecho un hombre de negocios. Apenas en unos años se ha convertido en otro, y lo que le interesa es hacer fortuna. Quiere ganar dinero. Rimbaud no sale en busca de aventuras, en realidad persigue el éxito, un éxito material. De algún modo repite el patrón de su padre, militar huido en las batallas del mundo y al que prácticamente no conoció.
Cuando Rimbaud vuelve a Europa será ya para curarse en un hospital de Marsella de un cáncer de huesos que le llevará a la muerte a los 36 años. Su hermana va a buscarle, y solo de muerto él vuelve por fin a su lugar, al cementerio municipal de Charleville, bajo una lápida tan blanca como la de un ángel. Es lo que su hermana dijo de él cuando lo vio agonizante en su cama, lo que se dice de un ser al que amas y que ya no pertenece a ningún otro lugar más que al de la literatura. Ya era entonces un hombre destinado al mito. También para la madre que no le hablaba, para el padre que nunca le hablaría, como dijo de él, recreando su mundo, otro provinciano inefable el escritor francés Pierre Michon.
La sonrisa de Reims
Cuando dejo Charleville, después de haber visto su museo de las marionetas, su iglesia en picos, la escuela, la calle y las plazas donde Rimbaud creció, me detengo a medio camino de París en la ciudad cabeza de provincia donde aún recibiré otra sorpresa mayúscula, la catedral de Reims.
Notre Dame de Reims, que ha sufrido incendios y bombardeos, es una de las mayores joyas del gótico europeo
La ciudad es a las diez de la mañana una agradable población de tamaño medio que se despierta dulcemente. Me encanta pasear por sus calles cuando aún no hay nadie. Voy directa a Notre Dame de Reims, pero me empeño en entrar por un lateral, y descubro así la grandeza de su fachada como si yo misma me cayera desde el tejado. Son sobrecogedoras sus rotundas dimensiones, y cuando intentas abarcarla, todo el peso de la historia se te viene encima. La Notre Dame de París, a su lado, es casi una hermana pequeña, y ésta, que ha sufrido incendios y bombardeos como el de la I Guerra Mundial, se yergue ahora como una de las mayores joyas del gótico europeo. Aquí se coronaban los reyes de Francia desde Clodoveo, considerado el primer rey francés y cristiano, y fue Carlos X en 1825 el último monarca que se hizo bendecir en ella. Juana de Arco asistió en esta catedral a la coronación de Carlos VII en 1429. Los daños que sufrió el edificio durante los bombardeos alemanes de la I Guerra Mundial fueron reparados por completo en 1996.
Todos estos son datos que ojeo sobre la marcha, pero la luz que se filtra por sus vidrieras es todo menos producto del azar. Como preparada para la visita más regia, en el interior me recibe una atmósfera digna de un día de coronación, o de borrachera. El cielo, si existe algo parecido, debe tener estos mismos tonos, pienso. La luz va del rojo al azul y del verde al amarillo como en una ensoñación o un delirio de absenta, y enseguida descubro al culpable de este efecto, nada menos que Marc Chagall, el pintor que diseñó las magníficas vidrieras de la capilla central del ábside ya en el siglo XX. Notre Dame de Reims está casi a la misma altura en el mapa francés que la catedral de Chartres. Y pienso que no está nada mal: Proust al oeste y Rimbaud al este, cada uno con su catedral. A la salida de la de Reims, un personaje que me mira desde la fachada parece entender el viaje del que vengo: es el ángel de las sonrisas. Luego me enteraré de que ésta es conocida como la catedral de los ángeles, el templo que más sujetos alados alberga. Sin duda Rimbaud los conocía al detalle.
El Palais du Tau, o palacio arzobispal, es la visita perfecta para bajar de las alturas. Lo rodeo intentando entrar, pero algo me impide hacerlo. Aquí se alojaban los reyes cuando venían en procesión desde París, a su coronación o a sus bodas, y contiene el museo de estatuas y tapices desde el bautizo del rey Clodoveo. Pero no les voy a engañar, por hoy ya he tenido bastante. Y además me espera el tren a París. En mi camino de regreso, aún tengo tiempo para pasearme por las céntricas calles de Reims y de disfrutar del arco de la imponente Porte de Mars, uno de los arcos de triunfo romanos más grandes que se conservan (32 metros de largo por 12 de ancho), aunque decapitado. Con mi mañana catedralicia y un paseo por las calles de Reims me voy con la sensación de que debo volver, a emborracharme, esta vez de champagne en alguno de los bares de Reims, a ser posible sin turistas, para brindar por Arthur y recordar sus imprecaciones como plegarias: “¡Ah! la vida de mi infancia, el ancho camino en cualquier tiempo, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener patria, ni amigos, qué tontería fue aquello… Tuve razón de despreciar a esos buenos burgueses… Tuve razón en todos mis desdenes…”.
Sin duda la tuvo. Desde Rimbaud el mundo ya no sería igual. Pero su reino fue éste, el de los burgueses de Charleville, entre los ángeles de Reims.
Luisa Castro es escritora y directora del Instituto Cervantes de Burdeos.
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