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Aire libre

Canarias nítida y silenciosa

Sin el ruido de coches ni gentío, las islas despliegan su belleza más primitiva. La misma que inspiró a Unamuno, Manrique o Ignacio Aldecoa

La playa de Cofete con el macizo de Jandía de fondo, en Fuerteventura.
La playa de Cofete con el macizo de Jandía de fondo, en Fuerteventura. M. Sotomayor (getty images)
Juan Cruz

A las cinco de la madrugada se levantaba cada día César Manrique en el corazón de Lanzarote para ver el cielo nítido de Canarias. Sin otro sonido, decía, que el del aire. En Gran Canaria se despertaba poco después el poeta Manuel Padorno, para adentrarse, en silencio, caminando por la arena fina de la playa de Las Canteras, en un mar que apenas se veía. Pero se oía, en medio del mutismo, el oleaje atenuado del Atlántico, varado en el arrecife de La Barra que resguarda uno de los arenales urbanos más bellos del mundo. Aún más tarde porque no madrugaba, Domingo Pérez Minik, escritor, paseante de Santa Cruz, la capital de Tenerife, se disponía a salir en medio de un bullicio que ahora no existe hasta el muelle que le regaló su metáfora preferida, Entrada y salida de viajeros. Estos días, en La Palma, la verde palmera de las islas, la poeta Elsa López mira el silencio que se extiende desde su casa en Garafía hasta el bravo océano que suena al borde de este jardín extraordinario.

El Valle Gran Rey, en la isla de La Gomera.
El Valle Gran Rey, en la isla de La Gomera.GETTY images

Más allá, hace más años que los que tiene el aeropuerto, se despertaba aún más temprano que Manrique el periodista herreño José Padrón Machín, y caminaba sobre los adoquines de Valverde como si pisara bajo la niebla de Castilla la Vieja. Entonces poca gente conocía El Hierro, cuyo paisaje es ahora protagonista de una serie de televisión, pero en aquel tiempo, antes de la guerra, en la guerra (que lo secuestró) y en la larga posguerra, quien se la supo de memoria fue este hombre que tuvo el pelo largo antes de que acometieran los Beatles ese desafío estético. En la ruta de Colón (y de Ignacio Aldecoa, como veremos más adelante) La Gomera espera siempre, como espera el poeta Pedro García Cabrera, que en lo recóndito de un barranco, o en el festival de palmeras que es el camino a Valle Gran Rey, el balido de una cabra o su cencerro rompan la intensidad de su silencio.

Más a la izquierda del mapa, viéndolo desde la Península, está la presencia del lagarto al sol y al silencio de Puerto del Rosario, o Puerto Cabras —como era llamada en el pasado la capital de Fuerteventura—, y ahí se despierta, como un símbolo del pájaro al sol que fue Miguel de Unamuno. El viejo rector de Salamanca, desterrado en la isla, convirtió ese solajero (palabra canaria que lo dice todo sobre los efectos de los rayos del astro) en un mito deletreado en sus poemas. Él redescubrió allí un marisco inigualable, el percebe, que los marineros locales devolvían al agua como si fueran (eso parecían) patas de cabras. Otro poeta, Pedro Lezcano, halló en la localidad de Morro Jable y sus aledaños (Cofete, donde reina la quietud y, a la vez, la ventolera; Puertito de la Cruz, donde el pez se hace sal y mojo y papa, como en el tinerfeño Puerto de la Cruz se conserva la nitidez del mar, su resplandeciente bravura) el silencio que él iba buscando para combinar su viaje submarino con su ansiedad solitaria.

La mirada de un escritor

Aldecoa aconsejaba al viajero tan solo que gustara “caprichosamente del sol y de la sombra”

Aún me queda en estos trayectos una isla más: La Graciosa, a la que la historia le debe la pluma de Ignacio Aldecoa, que allí escribió Parte de una historia y que de allí partió para dibujar con sus palabras un libro magnífico sobre la nitidez como condición singular del aire asolado y exclusivo de Canarias. Ese libro se titula Cuaderno de godo, fue publicado en 1961 y es una crónica del silencio que hace del archipiélago una especie de mar en calma que se pudiera saltar de isla en isla como si cada uno de esos promontorios de piedra, lava y árbol hubieran nacido para mirarlos, como hizo él, sirviéndose de “los velos sutiles y bellos del mito y de la poesía”. Ese libro suyo, que comprende, una a una, las ocho islas, nació para contarles a los godos (denominación que ha perdido ya su virulencia, pues aludía en origen a la despreciable petulancia de algunos visitantes) lo que era cada uno de estos paisajes. Aldecoa solo se perdió El Hierro (“Es oscuro, mesetero, agrio de lava”) porque entonces un temporal marino no lo dejó entrar, pero cada una de las otras recibió su visita, hombre armado contra el ruido del mundo, desolado en La Graciosa para escuchar tan solo, como pasaría ahora, el sonido de las olas. Al godo que venía entonces, y al que vendría después, le aconsejaba tan solo que gustara “caprichosamente del sol y de la sombra y de lo que se le ofrezca”.

El Roque Nublo, en la isla de Gran Canaria.
El Roque Nublo, en la isla de Gran Canaria.M. Cristofori (GETTY images)

Ahora, desatado sobre Canarias el silencio del confinamiento, impolutos sus paisajes, sin el sonido de coches, aviones o barcos (como hubiera querido Manrique, amante de la nitidez hasta del suelo), he sentido que Aldecoa se admiraría de ver el Teide, el Roque Nublo o el Garajonay sin gentío ni ruido, al pairo del aire que hizo estas islas, al nacer, una sorpresa límpida que surgió del suelo para escribir en el cielo un poema de aire, de arenas, de pájaros y de olas, como dice el autor de Cuaderno de godo para aconsejar en seguida al viajero que no se fuera sin probar “las copas de ron, las coplas al ron, las gentes del ron, la luna de ron, y todo aquello que no le distraiga más de un punto de su dejarse vivir”.

Canarias en estado puro. Jamás en su larga historia fue tan propio de ellas el aire del silencio y de las olas y de los bosques.

Juan Cruz es autor de ‘Viaje a las islas Canarias’ (Aguilar).

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