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Gastronomía

Historias del buen comer

De las tabernas de la antigua Pompeya al París de mediados del XVIII, donde nació el restaurante moderno, pasando por el icónico Botín, en Madrid. Más de 2.000 años comiendo fuera de casa

Frescos en el 'termopolio' de Vetutius Placidus, una de las tabernas de la ciudad de Pompeya (Italia).
Frescos en el 'termopolio' de Vetutius Placidus, una de las tabernas de la ciudad de Pompeya (Italia).FRANCESCO BONINO (ALAMY)
Guillermo Altares

El último gran descubrimiento en Pompeya, la ciudad romana enterrada por el Vesubio hace 2.000 años, ha sido un termopolio, un restaurante de comida rápida. El hallazgo del pasado mes de diciembre demuestra algo evidente: los restaurantes siempre han estado ahí. Cuando se visita una urbe romana bien conservada, como Pompeya y Herculano, cerca de Nápoles, u Ostia, en el litoral de Roma, resulta evidente que los romanos comían mucho fuera de casa, una costumbre que la humanidad lleva siglos practicando. Aunque hablar de restaurantes en la antigua Roma sea un anacronismo —la mayoría de los autores considera que se trata de un invento de mediados del siglo XVIII—, las tabernas de Pompeya, donde comían los pobres que carecían de cocinas en sus casas, podían llegar a ser lugares bastante sofisticados.

Restos del 'termopolio' descubierto recientemente en Pompeya (Italia).
Restos del 'termopolio' descubierto recientemente en Pompeya (Italia).PARCO ARCHEOLOGICO DI POMPEI (efe)

En este termopolio, decorado con preciosos frescos, aparecieron huesos de pato, caracoles, cabra y cerdo. Escavado a finales de 2020, se trata del establecimiento de comidas mejor conservado de Pompeya: los investigadores explicaron que todavía se podía oler el vino en una de las ánforas cuando fue desenterrada. Pero no es ni de lejos el único: en otro lugar parecido, en una zona distinta de la ciudad, se encontró un hueso de cuello de jirafa. Tal vez no sea el banquete de Trimalción, el más famoso de la antigüedad que Petronio describe en el Satiricón, pero la arqueología muestra que aquellos lugares eran mucho más que toscos puestos de comida callejera. “Además de las sofisticadas recetas que preparaban los cocineros profesionales en las casas de los ricos”, relata Veronika Grimm en el capítulo dedicado a Roma del libro Gastronomía. Historia del paladar, “existía una gran variedad de tabernas y de comida y bebida que se vendía en la calle. Más allá del desdén que los aristócratas mostraban por la gente que comía fuera de casa, los habitantes de Pompeya disfrutaban de la comida y la compañía, el plebeyo convivium”.

Desde la Antigüedad, los restaurantes han cambiado nuestras costumbres, la forma en que nos relacionamos, han transformado el aspecto de las ciudades y, naturalmente, influido profundamente en lo que comemos. “Su contribución a la historia de la comida ha sido enorme, ya desde Grecia y Roma en que representaban un símbolo de la hospitalidad”, explica Inés Ortega, hija de Simone Ortega, con quien colaboró, y autora a su vez de decenas de recetarios en Alianza Editorial —La cocina de las cuatro estaciones (coescrito con Marina Rivas) es el más reciente—.

El restaurante Bouillon Chartier, en París.
El restaurante Bouillon Chartier, en París.

Placer de reyes

“Además de solucionar necesidades, los restaurantes han sido fundamentales para enseñar a comer bien a mucha gente”, señala por su parte María Ángeles Pérez Samper, catedrática de la Universidad de Barcelona, experta en la historia de la comida y autora de Comer y beber. Una historia de la alimentación en España (Cátedra). “En el siglo XVIII comenzaron a abrirse restaurantes con grandes cocineros. Hasta entonces solo podían disfrutar de la mejor cocina los reyes y los grandes señores. Con estos establecimientos, la gastronomía se abrió a capas más amplias de la sociedad, sobre todo a la burguesía. El fenómeno se fue ampliando y cada vez más gente se pudo beneficiar de la buena cocina. La revolución de la nueva cocina, cocina de autor, creativa, ha sido posible desde finales del siglo XX gracias a los restaurantes”.

Establecimientos que, además, no solo han enseñado a comer bien sino que han permitido desde hace siglos viajar sin moverse. Son, en ese sentido, una escuela de tolerancia, porque aprender a apreciar la comida de otros lugares —e incluso de otros tiempos— permite comprender hasta qué punto vivimos en un mundo culturalmente rico y diverso. Uno de los restaurantes más famosos de Washington es un español, del chef José Andrés; en casi todas las grandes ciudades del mundo existen barrios chinos que ofrecen una increíble variedad gastronómica —un fenómeno que empieza a ocurrir en Madrid, en los alrededores de la plaza de España, donde cada vez hay más, y mejores, locales—; en el Boulevard de Belleville, en París, se instalaron hace décadas una serie de restaurantes judíos tunecinos que ofrecen cuscús de pescado memorables… La lista sería interminable: uno de los atractivos de las grandes metrópolis internacionales es poder probar la gastronomía de cualquier parte del mundo.

Más allá de la comida

Como consecuencia de la pandemia, el sector de la hostelería está pasando por una de las peores épocas de su historia: lleva meses haciendo equilibrios al borde de la ruina, reinventándose con la comida a domicilio, instalando terrazas en lugares inverosímiles. Sin embargo, los restaurantes —ya sean tascas, modestos locales que ofrecen menú del día, puestos callejeros, establecimientos de lujo con estrellas Michelin— han sobrevivido a todo: a guerras, revoluciones, a cambios de costumbres y gustos.

En el Bagdad de la primera posguerra, tras la invasión angloestadounidense de 2003, el restaurante White Palace se convirtió en una especie de Rick’s iraquí, en el que se encontraban espías, periodistas, líderes tribales, militares estadounidenses… El truco era muy sencillo: la comida estaba buenísima. Se trataba de un espacio que, en nombre del cordero, las brochetas, el humus o el baba ganush (puré ahumado de berenjenas), todo el mundo respetaba. Solo pudo con él la guerra civil que estalló en Irak un tiempo después, pero durante muchos meses fue una acogedora tierra de nadie.

“Más allá de sus funciones relacionadas directamente con la comida, es necesario destacar una contribución de los restaurantes tanto o más importante que la de satisfacer nuestro apetito: han sido una pieza clave en la socialización de las personas”, asegura la investigadora Vanessa Quintanar, autora de una tesis doctoral titulada La llegada y adaptación de alimentos americanos en Europa tras el Descubrimiento y su reflejo en el arte europeo de la Edad Moderna y responsable del blog sobre historia y gastronomía Bocados de Cultura. “Desde sus orígenes, se idearon como espacios polivalentes donde sus clientes podían comer y beber, pero también mantener una larga sobremesa charlando informalmente mientras tomaban un café o de una manera ordenada a través de las tertulias. De esta manera, los restaurantes han sido decisivos, no solo para la historia de la comida, también para la historia de la convivencia y la sociabilidad”.

Pero, además, representan un trozo vivo del pasado porque pocos negocios pueden llegar a ser tan longevos. La búsqueda del restaurante más antiguo del mundo representa un viaje en el espacio y en el tiempo.

Horno de Sobrino de Botín, en Madrid.
Horno de Sobrino de Botín, en Madrid.AWL

En busca del restaurante más antiguo

Aunque muchos locales se disputan el título del restaurante más antiguo del mundo y algunos aseguran haber sido fundados en la baja Edad Media, el Libro Guinness de los Récords dejó clara hace tiempo su opinión basada en el rastro documental: ninguno supera a Sobrino de Botín, fundado en 1725, un pedazo vivo de la historia de Madrid. Situado en el centro de la ciudad, junto a la plaza Mayor, es un local de comida contundente, de asados de cordero y lechal, de gallina en pepitoria y morcillas; y, además, viene avalado por una venerable tradición literaria. No solo aparece en las dos novelas más madrileñas de Benito Pérez Galdós Fortunata y Jacinta (1887) y Misericordia (1897)—, sino que lo cita hasta Graham Greene en su Monseñor Quijote (1982).

Botín ocupa el primer lugar porque desde su fundación nunca ha cerrado. Su horno se ha mantenido encendido durante 300 años: no lograron apagarlo ni la invasión francesa, ni la Guerra Civil, ni ahora la pandemia. Pero otros reivindican una longevidad asombrosa que supera a la casa de comidas madrileña. La abadía de San Pedro en la preciosa ciudad de Salzburgo alberga el Stiftskeller St. Peter, que reclama el disputado título de restaurante más viejo por goleada: sus responsables sostienen que ya fue mencionado en 803 por el erudito Alcuino de York. En Berlín, Rhode Island, Londres, Kioto o París algunos locales defienden que llevan funcionando desde los siglos XV, XVI y XVII. De todos ellos, el más famoso es el parisino La Tour d’Argent, situado en la margen izquierda del Sena, enfrente de la catedral de Notre Dame, que asegura haber sido fundado en 1582. Más allá de la disputa por un quítame allá unos siglos, este venerable local ocupa un lugar indiscutible en la historia culinaria, sentimental y social de Francia. Y, además, en cuestión de restaurantes París no es una ciudad cualquiera porque allí nació precisamente ese concepto.

Sala de La Tour d’Argent, en París.
Sala de La Tour d’Argent, en París.

El nacimiento de la mesa y mantel

Más allá de las tabernas y de la comida en puestos en la calle, la idea de sentarse en una mesa, pedir platos sofisticados y ser servido con profesionalidad nació seguramente en China en torno al siglo XII. Joanna Waley-Cohen explica en el capítulo sobre la antigua China de Gastronomía. Historia del paladar que en 1127 la capital imperial se trasladó desde Kaifeng al puerto de Hangzhou y que la ciudad, por el comercio y la agricultura, vivió una explosión de riqueza. Fue entonces cuando surgieron “grandes restaurantes, capaces de servir comida a cientos de personas sentadas a la vez”.

Sin embargo, la idea como templo gastronómico y no solo como un lugar donde alimentarse, con sus mesas y manteles, su cuidado servicio, sus cartas con los precios, su cocina elaborada con cuidado por un cocinero profesional, con muchos trienios de sabiduría culinaria, pertenece a una época y un lugar: el París de mediados del siglo XVIII. Muchos historiadores defienden que la cocina moderna surge después de la Revolución Francesa, cuando los grandes chefs dejan los palacios y fundan sus propios locales; pero la investigadora Rebecca L. Spang ofrece una explicación ligeramente diferente en su libro ya clásico The Invention of the Restaurant (Harvard University Press): fueron creados como continuación de los llamados bouillon (que en francés quiere decir caldo), en los que se servía comida popular a cascoporro. En París todavía existe uno, cerca de Ópera, el muy recomendable Bouillon Chartier. La idea del caldo surgió de que, al principio, se les permitía vender en forma de sopa los restos cocidos de los carniceros. Era un alimento que servía para “restaurar el cuerpo”, de ahí la palabra restaurante. Esa transformación de la comida en algo sano se mezcló con otros elementos —el servicio, la sala, la decoración, la variedad— que forman el restaurante moderno.

Vajilla de Le Grand Vefour, en París.
Vajilla de Le Grand Vefour, en París.LIONEL BONAVENTURE (getty images)

De aquella primera hornada de locales, Wendell Steavenson, escritora y experta en gastronomía afincada en París durante años, destacaba en un artículo en The Guardian uno en concreto que todavía existe en su ciudad de adopción, en el Palais Royal, la galería construida a finales del siglo XVIII. “Este nuevo centro comercial necesitaba un patio de comidas para los parisinos hambrientos, y muchos de los primeros restaurantes estaban ubicados en y alrededor de él. Le Grand Vefour sigue ocupando la misma esquina donde ha habido un restaurante desde 1784. Es posiblemente el más hermoso del mundo. Sus paredes están pintadas con ninfas y guirnaldas al estilo de Luis XVI, recordando una villa romana, y las mesas llevan pequeñas placas con los nombres de los antiguos clientes: Napoleón, Victor Hugo, Jean Cocteau, Jean-Paul Sartre”.

Restaurante de Jiro Honten en Tokio.
Restaurante de Jiro Honten en Tokio.

El festín de Babette

La capital francesa ocupa, sin lugar a duda, un enorme espacio en la larga historia de la restauración. Pero casi ninguna ciudad podría entenderse sin sus lugares para comer: Roma con sus tascas de mesas apretadas, Nueva York con su multiplicación de locales y culturas, Segovia con sus asadores centenarios, Londres con sus indios y chinos, Cartagena de Indias con sus tascas de pescado y sus puestos callejeros, Valencia con sus arrocerías… La lista sería infinita, aunque existe una ciudad que supera a todas las demás cuando se trata de comer fuera: Tokio. La capital de Japón alberga en su área metropolitana más restaurantes que toda Europa y es la ciudad con más estrellas Michelin del mundo (en la estación de metro de Ginza un restaurante de sushi del legendario Jiro Honten tiene tres y solo 10 mesas; sushi-jiro.jp). Pero la cuestión no es el lujo, sino la diversidad: algunas tabernas tokiotas con cuatro taburetes y una barra ofrecen una comida que difícilmente se olvidará, pues muchas veces solo tienen un plato en la carta, que han perfeccionado durante toda su carrera.

Una obra literaria, El Festín de Babette, de la danesa Karen Blixen, refleja magistralmente la profunda huella que un restaurante puede dejar en la memoria. Babette es una cocinera francesa que se escapa de París huyendo de la represión contra los que participaron en La Comuna, en 1871. Se instala en una sobria comunidad protestante de Dinamarca, donde pasa desapercibida hasta que le toca la lotería y organiza un banquete para aquellos que la acogieron. El placer de la comida hace que se tambaleen todas sus creencias. Un asistente a su festín prueba uno de los platos, codornices en sarcófago, y se abre ante él todo un mundo de recuerdos, de cuando visitaba en París el Café Anglais (hoy desaparecido), uno de los grandes restaurantes de la ciudad, cuya cocina dirigía una de las pocas chefs mujeres de la urbe… Aquella cocinera era, naturalmente, la ahora refugiada Babette.

Llenar el estómago, pero también la mente

Las tres expertas consultadas para la elaboración de este reportaje escogen sus restaurantes favoritos, pasados y presentes.

  • María Ángeles Pérez Samper. "Si tengo que elegir dos restaurantes antiguos me quedo, fuera de España, con La Tour d'Argent y, en Madrid, con Sobrino de Botín". Y añade un tercero: "Rules, en Londres". Este último, fundado en 1798 y situado en Covent Garden, está considerado el más antiguo de la ciudad (rules.co.uk). Especializado en caza, sirve también comida tradicional inglesa. Es, además, un sitio precioso: de maderas, alfombras mullidas, sillones rojos, ventanas con vidrieras…
  • Inés Ortega. "De mis restaurantes antiguos favoritos recuerdo el de la Casa Vasca, que entonces estaba a cargo de Luis Irizar, maestro de muchos grandes chefs y que creo que merecería más homenajes. Y Horcher, en Madrid, al que solo podía ir en ocasiones muy especiales. De los que siguen abiertos, me encanta El Landó, también en la capital".
  • Vanessa Quintanar. "Me gustaría destacar un local que ya no existe y que fue un lugar importante para la cultura madrileña: la Fonda de San Sebastián, en la calle Atocha. Fue fundada por los hermanos Gippini, que vinieron desde Milán para crear aquí los primeros cafés al estilo italiano. Después de abrir con éxito locales en Cádiz, Sevilla o Barcelona, tuvieron que pelear muy duro con el recién creado gremio de hosteleros, un verdadero lobby de la alimentación que no parecía dispuesto a aceptar ideas extranjeras. En poco tiempo, su buena cocina, su ubicación y la flexibilidad de horario atrajo la atención de importantes literatos que comenzaron a congregarse allí. Estos encuentros dieron lugar a la famosa tertulia de la Fonda de San Sebastián, comandada por Moratín y secundada por importantes literatos españoles e italianos, convirtiendo así la fonda en un lugar de intercambio cultural italoespañol único en Madrid. Lamentablemente la fonda murió sin pena ni gloria a comienzos del siglo XX. De ella solo queda una solitaria placa conmemorativa. Como todas las historias tristes, nos enseñan lo que no debemos hacer. En este caso, que no debemos dejar morir locales donde no solo se llena el estómago de sus comensales, sino también su mente, donde se intercambian platos, pero también ideas. Me temo que, actualmente, hay muchas Fondas de San Sebastián en peligro de extinción que desaparecerán si no tomamos conciencia de que lo que estamos perdiendo no es solo un sitio para comer sino una parte de nuestra cultura".

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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