Una ruta por el Budapest más sostenible entre restaurantes, tiendas y museos
Una fiebre por lo verde inunda la capital húngara: locales empeñados en no dejar residuos, cócteles que garantizan la plantación de árboles, marcas que promueven el ‘slow fashion’ y la puesta en marcha del proyecto Liget, uno de los mayores desarrollos urbanos de Europa
Basta con alzar la mirada para divisar desde cualquier punto su silueta esférica, con ese aire un tanto circense de sus franjas rojas y blancas. Estamos en Budapest, una mañana soleada de otoño, y el globo-mirador BalloonFly se recorta en el cielo a 150 metros de altura sobre el Parque de la Ciudad (Városliget). Desde hace seis meses no es solo el último hito del paisaje urbano, sino también una de las novedades del proyecto Liget, la más ambiciosa iniciativa de la capital húngara para saldar cuentas con el medio ambiente.
Consciente de que corren nuevos tiempos, la ciudad cortada por la brecha del Danubio vive una ebullición de planes sostenibles. Porque puede que los desmanes de la historia hayan reforzado su identidad y que el peso de la tradición esté presente en el día a día, pero hasta el más melancólico sabe que el futuro solo puede concebirse de manera ecológica. Aunque de fondo suene eterna la música de Béla Bartók y la paprika siga omnipresente en sus platos. “Con el proyecto Liget no solo se ha puesto en marcha uno de los desarrollos urbanos más importantes de Europa, sino también una apuesta cultural de primer orden”, explica Barbara Túsz, experta en la historia de Budapest. “La idea es dar un nuevo rostro a Városliget, el parque más emblemático, y, al mismo tiempo, alumbrar un complejo de museos en la línea de los de Berlín o Viena”, añade. En este sentido, la recuperación de las áreas verdes en un 65% y la construcción de un aparcamiento subterráneo con carga para vehículos eléctricos han allanado el terreno a lo que ya ha sido considerado como una revolución arquitectónica: la inauguración, hace apenas unos meses, de la Casa de la Música y el Museo de Etnografía.
La primera, diseñada por el arquitecto japonés Sou Fujimoto y abierta al público en enero de 2022, es una oda visual a la frecuencia del sonido, simbolizada en un fabuloso tejado ondulante y perforado. Un edificio que se mimetiza con la naturaleza que lo rodea y en el que el bosque se extiende hacia el interior a través de columnas y hojas doradas. Dentro, además de un centro que repasa la historia de la música, hay una sala de conciertos con una acústica insuperable. No menos impactante es el museo que recoge el legado etnográfico del país y que ha sido proyectado por Marcel Ferencz, del estudio local NAPUR. Inaugurado el pasado verano, aquí lo llamativo es su rompedor perfil en forma de curva, con un inmenso jardín en la azotea, y los píxeles de metal que revisten su fachada emulando a los típicos encajes húngaros.
Ambas construcciones, a las que en el futuro se sumarán la Nueva Galería Nacional, la Casa Húngara de la Innovación y el Teatro Városliget, han revitalizado el parque donde la ciudad se relaja. El mismo que aparece al final de la avenida de Andrássy, que, más que una suerte de Broadway combinada con los Campos Elíseos, es la vía que conecta en pocos minutos el centro urbano con la naturaleza. No es, claro, el único pulmón para escapar aquí del asfalto. Entre los parajes a cielo abierto destacan algunos tan concurridos como el de la isla Margarita, en mitad del río, y otros más secretos como el Jardín de los Filósofos, en la colina Gellért.
También en la movilidad enfoca Budapest su conciencia ambiental, que batalla por reducir las emisiones del tráfico. Para ello está su eficaz red de transporte público (metro, tranvía, trolebús y ferrocarril de cercanías) e igualmente el sistema de bicicletas compartidas, que aquí exhiben un llamativo verde manzana. Ecológico, además de sorprendente, resulta asimismo el Tren de los Niños, que culebrea durante algo más de 11 kilómetros entre hayedos y robledales hasta alcanzar el monte János. Una locomotora gestionada por muchachos (aunque, obviamente, no conducen, se encargan de la revisión, señalización y control) que empeñan así las horas de trabajo voluntario que les exigen en la escuela. La idea, que podría parecer peregrina, nació en la época comunista para que los menores se sientan parte del engranaje social.
Pero es en el apartado de la alimentación sostenible donde esta ciudad avanza a pasos agigantados. De pronto hay toda una fiebre por los productos orgánicos, que ya no se encuentran exclusivamente en el turístico Mercado Central, al lado del puente de la Libertad, sino también en pequeños mercadillos de fin de semana. Como el de Czakó, montado en la única bodega centenaria que sobrevivió a las guerras mundiales. Un lugar donde los productores de pueblos cercanos ofrecen delicias autóctonas tales como el pastel de amapolas, los huevos de codorniz ahumados o el jamón de cerdo mangalica, que, sin desestimar al ibérico, hace furor entre los chefs.
Al hilo de esta tendencia, también hay una nueva hornada de restaurantes que apuestan por lo eco-green como mandamiento. Entre ellos están Szaletly, que propone un regreso a las raíces culinarias empleando tan solo ingredientes húngaros, o Twentysix, que da una vuelta de tuerca al enfoque sostenible. “Nuestro lema es No Waste Food y consiste en no dejar residuos. Todo se utiliza: si sobra pan, lo usamos para la salsa de los raviolis, y si queda alguna coliflor, la caramelizamos para el postre”, explica Ferencz desde la cocina de un local que es como una suerte de jungla. Por si fuera poco, maximizan la eficiencia de los electrodomésticos, convierten en abono los residuos orgánicos y hasta han ideado el cóctel Plant a Tree, que, como su nombre indica, garantiza a quien lo consume la plantación de un árbol en las afueras de Budapest.
Locales adscritos a la cocina vegana, huertos que motean el entramado urbano e iniciativas como Heroes of Responsible Dining —que lanza campañas educativas sobre los efectos ambientales del consumo alimenticio— constatan que en esta ciudad el compromiso con el planeta comienza con el paladar. Pero también las boutiques se hacen eco, como bien demuestra Valami Hazai, que vende productos elaborados por artesanos locales, o la muy exitosa The Garden Studio, de la diseñadora Dori Tomcsanyi. “Aquí promovemos el slow fashion, con diseños de pocas piezas y en un local ideado para visitar tranquilamente porque ya hay demasiadas prisas afuera”, señala esta creadora. El mismo espíritu que se respira en Casa Paloma, un viejo bloque de pisos reconvertido en un complejo de talleres para artistas emergentes.
El encanto de la estética decadente
En esta capacidad de Budapest para reciclar espacios urbanos reside una de sus grandes bazas. Es lo que da sentido al fenómeno de los ruin pubs, nacido a principios del siglo XXI: edificios abandonados de más de 100 años de antigüedad, a los que se decidió dar un nuevo uso sin alterar su estética decadente. Paredes desconchadas, maderas raídas y cristales rotos elevados a la categoría de diseño de interiores. Todo vale en la decoración: desde trastos viejos hasta bañeras, pasando por oxidada carrocería de coche y hasta muñecas sin cabeza rescatadas del baúl de la abuela.
El Szimpla Kert es el pub en ruinas por excelencia, el primero que abrió sus puertas y que pronto logró colarse entre los 100 mejores bares del mundo. Le siguieron Corvin, Instant o Doboz, este último conocido por su monstruo gigantesco en el patio. Pero, ojo, que su condición trasciende a la de meros locales de copas. Dentro de estas casas que pedirían a gritos una reforma se esconde toda una efervescencia cultural: conciertos, proyecciones, tertulias… y hasta ferias de alimentación ecológica en sintonía con esta ola sostenible. No obstante, lo más económico y reconfortante siempre será la contemplación de un Danubio que, como bromean los locales con permiso de Strauss, “solo es azul en los primeros meses del amor”.
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