‘Stendhalazos’ veraniegos 3: fascinante Angkor
Este conjunto arqueológico de Camboya es uno de esos sitios al que habría que peregrinar una vez en la vida. Y eso que, según a qué horas y qué días, las masas de visitantes los atestan
“Grandes torres extrañas, abrazadas por todas partes por ramas exóticas, ¡los templos de la misteriosa Angkor! Ni siquiera por un instante, por lo demás, se me pasó por la cabeza dudar de que las fuese a conocer algún día, contra viento y marea, pese a las imposibilidades, pese a las prohibiciones”. ...
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“Grandes torres extrañas, abrazadas por todas partes por ramas exóticas, ¡los templos de la misteriosa Angkor! Ni siquiera por un instante, por lo demás, se me pasó por la cabeza dudar de que las fuese a conocer algún día, contra viento y marea, pese a las imposibilidades, pese a las prohibiciones”. Louis-Marie-Julien Viaud, más conocido como Pierre Loti (1850, Rochefort - 1923, Hendaya), marino, viajero y escritor francés, soñó desde adolescente con visitar esas ruinas fascinantes perdidas en algún lugar de la selva de Indochina que había visto en fotografías de una revista colonial y amarillenta que llegó a su casa natal de Rochefort-sur-Mer (Francia), junto con las pertenencias de su hermano Gustave, muerto en un naufragio.
Las visitó finalmente en 1901, cuando ya era un escritor con éxito, aprovechando un largo periplo de su barco por las costas asiáticas. Y plasmó la fascinación que le causó el lugar en un libro de viajes que ha quedado ya como un clásico del género: Peregrino de Angkor. Loti narra en él las sensaciones que la causó descubrir fastuosas construcciones en piedra comidas por la jungla. El duro viaje a través de la selva. Las evocaciones que le producía una naturaleza excesiva, todopoderosa, tan diferente a lo que conocía. Y la incredulidad de que tan misteriosos y tremendos monumentos hubieran podido ser construidos por una civilización enigmática, desaparecida hace siglos.
Angkor es uno de los conjuntos arqueológicos más fascinantes de Asia, el premio gordo de cualquier viaje por el sudeste asiático. Se podrían escribir libros enteros de este maravilloso parque arqueológico que alberga los restos de una civilización fabulosa, la del imperio jemer, que gobernó desde este lugar un vasto territorio que incluiría las actuales Camboya, Vietnam, Laos y buena parte de Tailandia, desde el siglo IX hasta el XV. Es uno de esos sitios al que habría que peregrinar una vez en la vida. Y eso que, según a qué horas y qué días, las masas de visitantes atestan los restos arqueológicos hasta el punto de que los árboles no dejan ver el bosque. Si aun así, pese el gentío que te rodea, cuando estás por ejemplo ante Ta Prohm —el templo devorado por enormes raíces— puedes caer con facilidad en el síndrome de Stendhal, me imagino el subidón de palpitaciones que tuvo que sentir Pierre Loti cuando lo vio hace 122 años, completamente solo, sin turistas.
Por su tamaño —unos mil restos arqueológicos—, por su ubicación —en mitad de una selva tupida— y por su calidad escultórica y constructiva, los templos de Angkor, patrimonio mundial de la Unesco desde 1992, pueden ser considerados como una de las maravillas de la Antigüedad, a la altura de las pirámides de Egipto o las grandes ciudades pétreas de Perú y México. Angkor Wat es el mayor y mejor conservado templo de todo el recinto y una de las maravillas de la arquitectura jemer. Fue construido a mitad del siglo XII por el gran Suryavarman II y todo en él ensalza y recrea la cosmología y la mitología hindú. La gran estatua de Vishnu en el pórtico occidental; los estanques ceremoniales, los bajorrelieves que cuentan hazañas guerreras de Suryavarman II o leyendas de la mitología hindú. Y en el centro, la gran torre que simboliza el monte Meru y bajo la que se encuentra el santuario principal. Este es el único templo real que está orientado al Oeste, porque Vishnu es una deidad que siempre mira hacia el poniente en la teología hindú. El resto de templos de Angkor tienen su puerta principal mirando hacia el Este.
Angkor Wat es una maravilla que lleva 800 años de uso ininterrumpido —fue el único templo que se conservó en uso como monasterio budista una vez caída la dinastía jemer— y donde parece que el único desgaste o erosión sea el provocado por los pasos de los miles de fieles que han entrado a orar en este tiempo, y no por el tiempo pasado o por el abandono que sí afectó al resto de las construcciones.
Tercera entrega de esta serie de verano en la que recuerdo lugares cuya belleza me produjo el síndrome de Stendhal, una enfermedad del Romanticismo muy diagnosticada también en turistas modernos. Hoy nos vamos a Camboya.
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