El callejón de los cuentos
Sigue siendo un rito mágico y crucial: en la vigilia del sueño, los niños descubren las palabras, la infancia sale del silencio
Un buen día le contaste a tu hijo el primer cuento antes de dormir. Desde entonces, noche tras noche, exploráis juntos un atlas interminable de aventuras y fantasías. En vuestro ritual nocturno, con sus ceremonias y su liturgia repetida, querrías llevarle a recorrer los pasajes más íntimos de tus propios paisajes, tus autores amados, tus queridos mitos. Pero el niño reclama una y otra vez sus historias preferidas, vigilando que no cambies ni una sola palabra: su libertad está aprendiendo a hablar.
Durante siglos, la niñez fue una edad sin voz, un tiempo de silencio. La palabra latina infantia significaba “sin habla”. Había poco interés por el mundo interior de los niños, a los que consideraban seres incompletos, bocetos del futuro. Con frecuencia, los artistas los representaban como hombres y mujeres en miniatura. Los investigadores afirman que esa indiferencia se debía a la altísima tasa de mortalidad infantil: era una estrategia para evitar el apego. Esa mentalidad cambió con los avances de la higiene, la medicina y la pedagogía ilustrada. Los pintores Chardin y Goya empezaron a reflejar los juegos y las miradas infantiles sin gestos encorsetados. Dickens denunció en sus novelas la crueldad contra los más pequeños, y Freud subrayó la trascendencia de esos primeros años en nuestra personalidad. Tras un largo movimiento pendular, hoy está bien visto afirmar que mantienes vivo al niño que llevas dentro.
En una vieja caja metálica guardas la única posesión que conservas de tus bisabuelos. A través de los desgarros de la guerra y los años de privaciones, tu abuela protegió como un tesoro la colección de cuentos de la editorial Calleja. Desde esos libritos en miniatura, del tamaño de tu meñique, te hablan zorros con gafas, hijas de molineros y habitantes de Jauja. Cada historia incluía ilustraciones y la biografía de un personaje célebre. Sus páginas popularizaron aquel “fueron felices y comieron perdices”, un desenlace glotón que todavía sobrevive. A finales del siglo XIX, en un país que pasaba hambre y donde aún pocos niños sabían leer, Saturnino Calleja quiso llegar a todos los bolsillos y a todas las escuelas. Lanzó larguísimas tiradas abaratando los precios para divulgar la lectura y regaló ejemplares a los colegios más pobres. Reclutó a los mejores ilustradores y a escritores como Zenobia Camprubí o Juan Ramón Jiménez. En esas minucias, que caben en la palma de tu mano, latía una revolución: la letra entraría, no con sangre, sino con sueños.
Quizá por eso, la fábrica de sueños se interesó pronto por los cuentos. Uno de los más asombrosos encontró su “érase una vez” en Teruel. Allí había nacido un joven delineante que, en 1899, tuvo la estrafalaria idea de emigrar a París y enrolarse en la enloquecida tripulación del gran invento de la época: el cinematógrafo. Segundo de Chomón, que aunaba el espíritu del ingeniero con la fascinación de un mago, se convirtió en el maestro internacional de los efectos especiales, contratado en su época por los mejores cineastas europeos. Deslumbrado por los cuentos de Calleja, Chomón los adaptó a películas protagonizadas por demonios y duendes saltimbanquis, donde los objetos se movían solos o donde Gulliver descubría boquiabierto gigantes y liliputienses. A partir de esas narraciones tradicionales creó prodigiosas fantasmagorías, cimentó un trabajo pionero en la animación y nos legó ilusiones inolvidables.
En aquellos primeros tiempos, el cine era mudo —como debían serlo también los niños— y, tal vez por eso, muchas voces lo despreciaron por considerarlo un espectáculo pueril e insustancial. Intelectuales como Unamuno y Antonio Machado criticaron aquellas primeras películas sin ser capaces de ver en ellas, como Chomón, la llamada al asombro, la magia y la maravilla que late desde siempre en los relatos susurrados alrededor de la hoguera. Saturnino y Segundo confiaron en el poder de la imaginación: sus innovaciones cambiaron el paisaje de nuestras ficciones. Contar cuentos cada noche sigue siendo hoy un rito mágico y crucial: en la vigilia del sueño, los niños descubren las palabras, la infancia sale del silencio.
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